Esta nueva novela de Yamil Dora (Casilda, 1971) propone un juego con el género testimonial, donde veracidad y cronología se ven sutilmente afectadas. A partir de una visita a la propiedad donde funcionó el cabaret que regenteaba su padre en la niñez, el narrador encara la tarea de hilvanar recuerdos firmando un pacto de complicidad con el lector, en el que tanto el tono como el hilo narrativo se encuentran encantados por la mirada del poeta que cuenta su historia.
Aglutinando infancia y madurez, con presunta inocencia y ausencia de prejuicios, el relato transcurre con una sensibilidad apegada al hijo, tamizada por una serie de ponderaciones —muy distantes de la valoración— que en el presente de la narración realiza el adulto. Y aunque a simple vista los sucesos parezcan entramados según los mecanismos de la autobiografía, lo cierto es que su encadenamiento se experimenta vaporosamente desfasado.
Los lazos se deben menos a lógicas secuenciales que a fusiones poéticas —esas que nos hacen percibir lo unido sin solución de continuidad— y los capítulos se desplazan igual que nubes; flotantes, livianos, proteicos. De esto nos da cuenta la historia del tío Wasfi, cuyo principal atributo es el de visionar discotecas donde la oportunidad se presente: «Hablaba de sus discos como si fuesen novias o esposas del pasado. Cuando murió tenía cerca de ochenta años y una disco que se llamaba NOX, que es la diosa romana de la noche. La diosa NOX, igual que mi tío, durante el día estaba en su mansión y a la noche salía». No solo el surgimiento de este personaje —como de otros— responde a un movimiento cuasi onírico, sino que también esta ensoñación transfigura la sintaxis: en lugar de ser el humano quien se asemeja a lo divino, es la diosa quien actúa como el humano.
En «El sur», Borges escribió que «a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos». Esta idea nos da pie para disfrutar el camino lúdico al que esta novela nos invita: a lo largo del libro, el protagonista opondrá entre él y su padre una serie de espejos que burlan el paso del tiempo y el reflejo fiel, para así alcanzar la revelación que solo la imagen poética contiene («Creo que la creencia de los Dora se hacía más grande cuando más grande era el pecado que cometían. Por eso mi papá era el más creyente de los dos»).
En este sentido, la gran simetría del texto plantea la falsa oposición de cabaret/escritura. Así como en el núcleo familiar de la infancia nadie habla de la ocupación paterna más que mediante el eufemismo de «el negocio», en adultez el protagonista comprende que la poesía implica para él y los suyos una tarea análoga, aquello de lo que es mejor no preguntar ni enterarse. Por tanto, la zona de exclusión se reproduce como un espacio de goce individual, y el secreto vergonzoso se experimenta como voluptuosidad amoral frente a los otros. Sobre esta contradicción, la narración va a desplegar una dialéctica, aunque no del modo previsible: «Ninguno de los dos hizo lo que el otro esperaba, y eso fue lo mejor que pudimos hacer».
De esta manera, el quicio del género pierde escuadra: el gesto de dar testimonio se convierte en una excusa para iniciar la aventura, y como decíamos más arriba, no importan la veracidad ni las cronologías. «Yo soy el Dora que cuenta la historia y puedo mentir», dice el narrador cuando piensa el árbol genealógico de las profesiones familiares, como si los escucháramos confesar que, para hallar la verdad, es necesario falsear la historia.
Yamil Dora, La africanita, CR Ediciones, agosto 2022, 56 pág.
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