Si a uno le preguntaran de qué tratan los dos libros de cuentos de Alfonso López Corral, Musiquito del Talón y Cien Caballos en el Mar, es fácil caer en la tentación de decir “bueno, son libros que hablan de narcos”. Y sería una respuesta bastante pobre o poco acertada. Uno puede sentir que está entrando a un universo o imaginario narco, pero la realidad es que nos encontramos con historias tangenciales a ese mundo: un músico que no encuentra remedio pero se ve obligado a prestar su voz a los narcocorridos para seguir en pie y con algo en la panza, las mujeres que aman a los hombres envueltos en ese ambiente y que no saben cómo repartirse ni su amor ni su legado, un arquitecto y su relación con una casa que bautiza con poder a aquellos que aloja y él debe refaccionar, un cuerpo ametrallado del que nadie quiere hacerse cargo, salvo un oficial. Son historias de ciudadanos comunes del norte de México —Navojoa— y cómo su vida es —inevitablemente— afectada por el narco.

Ya en Cien Caballos en el Mar, López Corral abre el abanico de su propuesta narrativa, pero sus relatos no dejan de orbitar sobre la muerte y el crimen. La violencia está pero no lidiamos con ella directamente, sino con sus consecuencias más duraderas que la propia acción. Son historias que lidian con el miedo que convierte a las piedras en granadas. Relatos que desmiembran los clichés que uno puede encontrar a granel cuando se sumerge en la literatura de frontera o de los narcos. Los relatos de López Corral son pesadillas que cuando uno despierta descubre que aún siguen con uno, porque no eran pesadillas, sino recuerdos.

Tengo la impresión de que la literatura —tanto escritura como lectura— viene a rescatar ese último atisbo de humanidad como manera de empezar a recuperarla. Esto está en tus cuentos. No desde el bien y el mal, sino de saber reconocer el límite: hasta acá. Me gustaría arrancar con este tema, si te parece.

Pensar algo como “rescatar el último atisbo de humanidad”, es una idea que me incomoda. No lo digo por falsa modestia, sino porque pienso que hay tanto que no conozco, tanto de lo que no me entero, tanto que sucede y no puedo evitar pensar que aquello que valoro como importante para las personas, quizás no lo sea. Quisiera creerlo, pero no puedo evitar preguntarme también: ¿para quién rescata, la literatura, el último asomo de humanidad? ¿Para otros escritores? ¿Para un reducidísimo grupo de lectores? Si es así, no sé cuál sería el valor de eso si, por experiencia, la gente de a pie, y ni qué decir de la gente que anda en la malandrinada, no lee, al menos no en Navojoa. ¿A esa inmensa mayoría no se le avisa acerca de lo que nos queda de humanidad? ¿No se le avisa que tal libro tocó fibras sensibles que quizás ellos tengan, para que vayan y se enteren a qué corresponde tal humanidad? No se trata de pelear contra las estadísticas e índices de lectura y, claro, tampoco argumentar que la literatura no tiene valor porque no es un fenómeno masivo, eso es falso. Pero, cuando pienso en algo así me pregunto también: ¿qué de la humanidad se está recuperando, si las palabras permanecen ajenas a las personas de las que partimos para elaborar nuestras historias? ¿No será un ejercicio egoísta para explicarnos aquello que nos rebasa y obtener alguna certidumbre, algún consuelo?

Hemos charlado en otra oportunidad acerca del reduccionismo que opera sobre el arte —y sobre la vida, claro—; etiquetar algo para volverlo controlable. Me refiero en concreto a que tus libros lidian con la cuestión narco y muchas veces ya cae en la “narcoliteratura”. Y más allá de ser reduccionista, se vuelve contraproducente. Ambos libros presentan historias que relatan el impacto del narco, pero porque el narco está en el día a día. Si bien algunas si tocan el tema de forma directa, la mayoría son historias tangenciales. No tocar estos temas, entraría en la ciencia ficción. ¿Cómo percibís este “encasillamiento” y cómo planteaste el abordaje de estos temas en tus relatos?

Pienso que la buena literatura va por encima de la etiqueta y que el lector inteligente se da cuenta cuando lo quieren engañar (y conste que aquí no afirmo que lo que hago sea buena literatura). Encasillar un libro más allá del género de novela, cuento, poesía, ensayo, et., lo cual es útil para catalogarlo en una biblioteca, obedece a cuestiones de mercadotecnia, es un intento de aprovechar ciertas coyunturas para colarle a la gente ventas disfrazadas de libros. Para algunos escritores esto se vuelve molesto; para otros es una oportunidad para subirse a la cresta de una ola que pueda redituarles. En lo particular, y lo pienso a partir de que la etiqueta que mencionas la tienen un par de libros míos, me inquieta un poco, porque ese par son libros de cuentos y contienen muchos títulos que tratan temas diversos; por ejemplo, van desde la corrupción de los policías hasta la infidelidad de pareja o los problemas de adivinar el futuro. Incluso las historias que contienen se narran de forma distinta. ¿Puede la etiqueta de “narcoliteratura” unificarlos para hacer una síntesis? Quizás se necesitaría una etiqueta más general todavía, pero entonces sería un ejercicio estéril porque cabría cualquier cosa. ¿Que es el tema que ronda esos libros? Puede ser. Pero ese tema no ronda sólo las historias, sino la vida de miles de personas en México en este momento. Es como nuestro ruido de fondo, pero, más que ruido, es nuestro estallido de fondo. Cuando comienzo un relato, el tema debe tener un personaje, una vida bien plantada como sustento; es así que lo pienso. Porque lo que suele preocuparme son las personas atravesando un momento difícil, definitivo, crítico y cómo eso les afecta.

Otro aspecto que se destaca en ambos libros es el uso del coloquial o de la jerga como un elemento que avala la propia escritura y le da identidad. Háblanos de esta búsqueda estética.

El lenguaje que la gente usa para nombrar lo que vive es muy importante, y éste no es neutro, correcto ni parece una traducción insípida, mucho menos es una consulta a la RAE antes de abrir la boca. Es el reflejo del miedo, de la impotencia, del coraje, pero también es el escape hacia la comprensión de lo que viven día a día y, al mismo tiempo, es el escape hacia la risa o el alivio. Si la literatura pretende reflejar una vida, un momento específico, tiene que comenzar por aproximarse a dicho lenguaje, porque claro, la equivalencia tampoco es posible y quizás no sea ni deseable, pero sí debe ser un objetivo que perseguir. No se trata de formar un diccionario de localismos, pero sí de encontrar conceptos puente entre la vida que cambia rapidísimo (y por lo mismo cambia el lenguaje) y la literatura que siempre va a la zaga.

“A todos decía que una historia en vida era una fosa abierta esperándolos”, se nos dice en un relato, y esto me llevaba a linkear con el manejo de la verdad y la denuncia en México. ¿Cómo se articulan verdad y miedo?

En esa parte me refiero a los cantantes de corridos y los problemas en que se meten cuando le cantan a un capo en particular. En el norte de México a la mayoría le gustan los cuentos, las historias, como sucede en todas partes. ¿Cómo es esto?, dirás, si hace un momento dijiste que la gente no lee. Le gustan las historias que cuentan los corridos. Los corridos conectan a la gente con las historias. Que nadie debería escucharlos porque engrandecen un modo de vida que en este momento está acabando con nosotros, está bien. Pero es lo que hay. Allí mismo, ante una prensa que, cuando no tiene chayote, cuando no tiene compradas las prensas, está en riesgo (los dos extremos en México y supongo que en la mayoría de los países donde los sistemas de justicia son más débiles que una casa de cartón en medio de un huracán), los corridos enteran a la gente de lo que sucede, de lo que está pasando, aunque exageren. Que son verdades parciales, sí, lo concedo, pero es otra forma de saber que no están bien las cosas. Al mismo tiempo, es un indicador de hasta dónde en la cocina está metido el narco en nuestras vidas. No digo tampoco que no se hagan buenos reportajes, y que los periodistas y reporteros no se arriesguen. Decir la verdad, contar lo que sucede, ponerle el cascabel al gato, es una sentencia de muerte en México y así lo prueba cada periodista asesinado en nuestro país. En Sonora, antes de que se declarar la guerra al narco por parte de Felipe Calderón, los narcos levantaron y desaparecieron en 2005 a Alfredo Jiménez Mota, reportero de El Imparcial, y unos años antes, en 1997, asesinaron a Benjamín Flores González, director de La Prensa. Por desgracia, los errores, las tragedias, las omisiones se van acumulando y no sucede nada, salvo que perdemos más periodistas que decidieron contar el estado de descomposición en que nos encontramos.

 Muchas veces la violencia está elipsada en tus narraciones, y ya se nos entrega el cadáver. Me pareció interesante pensarlo desde la duración de la violencia; desde el lugar que el balazo es efímero, y la sangre se seca, pero cómo lidiamos con las consecuencias de las acciones violentas —y todo lo que acarrean, culpa, dolor, etc—  es algo mucho más duradero —por no decir eterno—. Me gustaría profundizar en esto.

Mis técnicas narrativas son limitadas. A ello le sumo que siento un respeto muy grande por la forma en que se retrata la muerte, ya no se diga el acto de matar que, en muchos colegas, creo que llega casi a la caricaturización de película gringa o mexicana de los hermanos Almada. La muerte queda, pero como son tantos los muertos y se pierden las historias de tantos, prefiero situarme en ese punto y a partir de allí buscar una comprensión de este yugo del que no nos podemos liberar, me refiero a la violencia que ha dejado miles de muertos estas dos últimas décadas. Tenemos mil formas de narrar la muerte o el asesinato de una persona, pero no así de lo que sucede una vez que alguien muere (que no sea una creencia religiosa, claro). Esa es la parte que me interesa mucho; porque al final, el muerto no se entera de nada y los deudos orbitan alrededor no sólo del instante mismo de su muerte, sino de los momentos previos que condujeron a eso, y los posteriores, con nuestra creencia en la vida después de la muerte, pero también con esos “hubiera” terribles, esos escenarios, esos destinos alternos donde las cosas pudieron ser diferentes, esos destinos que nos creamos para paliar un poco el dolor. Con la muerte oronda a causa del narco, de los mafiosos, de los políticos, soldados, policías comprados, los civiles estamos en medio, sin herramientas para defendernos, lidiando cada uno con su dolor por tener a un familiar o amigo perdido, levantado, desaparecido. En México matan impunemente. Todos lo sabemos. Lo que no sabemos es qué es lo que sucede con todos esos muertos que tienen un nombre y significan todo para sus seres queridos. Ese es el verdadero impacto al que quiero aproximarme.

 “Caducarle la impunidad”. Así contundente se define al trato que reciben ciertos criminales de parte de las fuerzas policiales —y corruptas—, y que pone en tensión ley, justicia y orden. En el último relato de Musiquito… nos encontramos con la siguiente frase: “el dicen le amargó el hígado, palabra culona que usaban todos para no quedar fuera de algo, pero sin ser responsables”. La comodidad del “dicen” en vez del “digo”. La tranquilidad de no ser parte ni del problema ni de la solución. ¿Cómo se convive con estas realidades donde la reconstrucción del orden y la ejecución de la justicia parecen quimeras?

Bueno, allí es el narrador el que habla y afirma eso. Pero es porque tenemos el miedo encima. No puede una persona decir: tú, narco, tú, sicario, mataste a mi hijo o mataste al hijo de mi vecino o desapareciste a esta mujer porque te gustó y la enterraste en una fosa que quién sabe si destapen algún día. Porque al momento de decir eso, pesa una condena sobre esa persona. El “dicen”, en todo caso, es la manera de no callar sin arriesgar el pellejo. Y se vale en un país sin garantía de nada. Son tiempos de deslinde, de ir dejando esa cultura narca, violenta, asesina, gandalla que permea en todos los niveles y nos jode, porque cuando nos dimos cuenta, ya nos tenían del pescuezo. Poco a poco nos hemos ido dado cuenta de cosas básicas: el narcotraficante no es un Robin Hood, la droga no sólo se exporta, sino que también inunda nuestros barrios, la trata de blancas está a la orden del día y cualquier mujer que le guste a un matón puede llevársela sin que nadie intente detenerlo siquiera, los jóvenes son carne de cañón en las guerras de capos y los montes están llenos de fosas y las brechas de madres buscando a sus hijos. Ante eso, el “dicen” que nos quita responsabilidad consigue, al menos, pasar de boca en boca para entender en medio de qué estamos metidos.

 Si bien ambos libros de cuentos comparten universo e imaginario, hay un corrimiento en Cien Caballos en el Mar, una apertura de la propuesta como, por ejemplo, en el relato que da título al libro y en “Poliomielitis”. ¿Cómo te planteaste este nuevo libro?

Me interesa narrar lo que sucede, y lo que en estos momentos sucede es una violencia terrible. Nada más que esta vez quise ampliar el registro, valerme de las posibilidades que nos ofrece el cuento y probar otro ángulo desde el cual mirar la violencia, porque, no nos hagamos, no sólo los narcotraficantes la ejercen y las autoridades corruptas la auspician. El hombre violenta y asesina a la mujer, la pobreza violenta a todos por igual y vuelve crueles a las personas, y al que joden, si puede, también joderá a otro, es casi palabra del Señor. A esto no quise tomarle una foto, sino verlo a través de otros cristales: el juego con el tiempo, por ejemplo, que permite ir y venir y jugar con las posibilidades en una misma historia; con la narración de sueños y el sueño mismo como motivo literario; o bien con las leyendas y supersticiones locales; y hasta usando recursos humorísticos. Al final, doy vueltas sobre unos pocos temas, pero trato de cambiarles el cristal. No sé si eso me garantice una imagen que me permita comprender esta aparente locura y sinrazón que se vuelve violencia y que tiene bases y responsables bien identificados o simplemente termine con un rompecabezas incompleto, pero tampoco he podido dejar de escribir sobre esto.

“Poliomielitis”, el relato que cierra Cien Caballos en el Mar, da el portazo en el libro con un gran carga de derrota. Narra la historia de una niña que pueda adivinar el futuro pero no prevenirlo. De la incapacidad de lidiar con lo inevitable. “Qué bendición podía haber en anticipar las desgracias sin poder evitarlos”. Y sumado a esto, la idea de futuro como el único lugar donde solo hay una posibilidad, porque ahora la certeza es que el presente es nada, el presente es de los ricos. “Los ricos nada más tienen presente. Y lo viven muy bien”. Son ideas que me quedaron rebotando después de haber cerrado el libro, y me gustaría volver sobre ellas y profundizarlas, si te parece.

Tengo la impresión de que nada más los pobres trabajamos con la esperanza de un futuro mejor, porque, sabemos, el presente no se cambia por arte de magia y la falta de dinero no ayuda; los ricos, al contrario, trabajan para su presente y es fácil darse cuenta de ello porque no lo sufren, no lo padecen. Si a una persona le dijeran: “Oye, ¿quieres vivir todos tus días a todo dar, sin preocuparte apenas por lo mínimo”, y se lo concedieran, se olvidaría de su futuro, porque estaría garantizado. Por su parte, la incapacidad de lidiar con lo inevitable, previsible o no, es prácticamente algo que nos concierne a todos. Por más preparados que estemos, por más previsores que seamos, precavidos, cautelosos, siempre habrá algo que nos descoloque, nos dé un golpazo. Y si lo previsible termina sorprendiéndonos, ¿ahora lo imprevisible o aquello que no está en nuestro radar? Esos son los golpes tan fuertes, los heraldos negros, que decía Vallejo. Y por efecto de recursos o acumulación, es más fácil que una persona con medios o manera controle un poco mejor los eventos, que una persona que está ocupada sobreviviendo el día a día y que, hasta de forma heroica, acumula las broncas para irlas padeciendo por turnos.

 Hay un tema que desde Argentina llama muchas veces la atención, y es el tema de las becas para la creación y la ayuda por parte del Estado a los escritores. Musiquito del Talón obtuvo un premio y al mismo tiempo fue escrito “gracias” a una beca. Contanos cómo es un poco este panorama, y de qué manera impactó sobre tu escritura.

Es una de las cosas positivas que tiene, o tenía el Estado (porque en este momento hay cambios importantes y poco claros que no sabemos bien a bien en qué quedarán): el apoyo a artistas y científicos. Contamos con esa suerte, aunque debe considerarse que las becas y premios son pocos (pero es mejor a no tener) y las personas que concursan son muchas.

Gracias a una beca estatal (no federal) pude darme un poco de tiempo para escribir el libro de Musiquito del talón. Y digo que un poco de tiempo, porque eso no quitó que mantuviera en ese periodo uno de mis dos trabajos que regularmente tengo. Vaya, que una beca o un premio son la mayoría de las veces para completar un salario y no hacen a nadie rico ni le resuelve la vida, salvo momentáneamente. No puedo decir que no lo habría escrito sin la beca, pero tampoco que lo habría escrito sin ella. No tiene caso especular. Ya sabemos ese viejo dicho de que el que quiera escribir, escribirá, donde sea y como sea. Debo decir que una beca para escribir un libro es sólo para eso, para escribirlo, y la institución responsable sólo pide el crédito en caso de que vea la luz, pero no se compromete a publicarlo. Además de las becas para escribir, existen también los premios literarios municipales, estatales y nacionales, y es donde generalmente uno somete su obra a prueba. Concursé Musiquito del talón para un premio nacional y tuve la fortuna de que ganara y eso me garantizó una bolsa de dinero y la publicación en una editorial de circulación nacional. Por primera vez mi obra llegó a librerías y circuló en varios estados del país, lo cual hizo que se me conociera un poco más y se me abrieran algunas puertas. Pero eso fue por un libro, los otros los he escrito sin becas y robando tiempo de donde pueda para poder terminarlos. Por último, lo ideal sería que un escritor viviera de lo que publica, pero eso es todavía más difícil que ganar una beca o un premio literario.

Para cerrar, ¿quiénes son tus referentes e influencias?

Los hay para cada etapa de mi vida y la lista sería larga. Desde mis lecturas infantiles y juveniles, hasta las de madurez. Sin embargo, no puedo omitir el impacto de los cuentos de Hemingway, Bierce, Rulfo, Quiroga, Dinesen, Amparo Dávila, Borges, Chéjov, Highsmith, Eduardo Antonio Parra…

 

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

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