Contarlo todo yo, contarlo todo ya

La primera novela de Eitán, Los sabios del sillón (Híbrida, 2022), se plantea desde su título —un juego de palabras con el tristemente célebre Protocolo de los sabios de Sion, libelo antisemita que circuló mucho en el corazón del siglo XX— poner en tensión una de las identidades del narrador: el judaísmo. Sucedánea de esta primera —casi indistinguibles una de la otra— hay una segunda tensión: la que el narrador pone en escena con su familia, la familia Abelson. ¿Los personajes? Saúl es el padre. Lidia es la madre. Lucas es el hermano. Jana es la esposa del padre. Noé es el primer amor. Pablito, Blito o Tito, el hijo pródigo, narrador y protagonista. El perro de la familia se llama Laica (otro canapé verbal para una novela que coquetea con la apostasía). ¿Los hechos? La educación sentimental de Blito: una emancipación apaciguada, dosis de amor y de muerte, cierta simulación de la locura. ¿El lugar? Una zona que se parece mucho a La Paternal-Villa Crespo (una zona que es La Paternal-Villa Crespo). ¿La época? Fundamentalmente fines de los 90’s, primeros años de los 2000, aunque el relato va y viene, monta pasado y presente: “Me di cuenta de que nunca había pensado dónde me iban a enterrar cuando me fuera a morir. Yo no quiero un cementerio judío, no quiero que mi recuerdo tenga una significación religiosa o tradicionalista. No tengo nada que ver con eso”.

No es la primera, no será la última novela iniciática que lidia con estas “pesadas herencias”. ¿Funcionan esas tensiones, en el caso que nos ocupa, como artífices de lo novelesco?; ¿crean un sistema de expectativas y frustraciones, de señuelos, rodeos y cul-de-sacs, lo suficientemente arbitrario y lo suficientemente elusivo como para disimular esa arbitrariedad (el valor de la arbitrariedad no es desconocido por el narrador, quien dice al comienzo de la novela: “Hay cinco tipos de personas: los que nunca mienten, los que creen en el amor, los médicos, el resto, y los religiosos judíos”?; ¿entronizan a un lector? Creo que no. O no lo suficiente. Doy razones. Dos. Primero, la adicción por contarlo todo desde un yo unánime. Retintín fraudulento y amplificador de la propia personalidad, el “yo” es el instrumento privilegiado de nuestros tiempos para narrar la propia vida. No solo como elección pronominal, sino como matriz organizadora de la historia: “yo” es quien opina, “yo” es quien cuenta anécdotas, “yo” es quien piensa, opina y reflexiona, “yo” es quien inscribe su rúbrica en el libro de los verdugos y en el libro de los verdugueados. Más que un procedimiento o una elección formal, funciona como un instrumento normativo. Algo así como un fuero, que garantiza impunidad ante el juicio sumario del lector. ¿Quién se atreverá a juzgarme, si anticipo todas las sentencias y respondo todas las preguntas? Lo novelesco se resiente, precisamente, porque falta esa capacidad sugestiva que suele estar asociada al misterio. No parece haber un guión de distancia entre lo que el narrador sabe sobre sí mismo y lo que no sabe: cuando narra confirma, jamás especula. A diferencia de Saúl, su padre —”un sabio que se creía ignorante, un ‘tzadik’”— el narrador, sentado en el sillón o apoltronado en un taburete, sabe demasiado y nos lo hace saber.

Segundo, la novela no encuentra su autonomía (por resumir en un solo concepto lo que  forma de interrogantes en el párrafo anterior: podrían ser perfectamente otros interrogantes u otro concepto los que definan lo que nos gusta o esperamos de una novela: nadie sabe con claridad meridiana por qué una novela funciona o no lo hace, pero una crítica tiene que enunciar su propio sistema de arbitrariedad para transmitir un juicio) en cierto apuro por contarlo todo ya, desde un plano temporal que iguala lo que le sucedió al narrador con lo que ocurre en su trip mental. Es decir, narración y comentario de la narración, como en esos DVD’ o Blu-rays en donde vemos a los protagonistas comentando las escenas que filmaron, a veces interpretándolas. Ajustando cuentas con esa escena. De nuevo, el problema no es el “yo” como weapon of choice: el narrador-protagonista puede decir “yo”, puede designarse en lo narrado por ese pronombre, pero el que recuerda tiene que ser otro; del trabajo sobre esa ambigüedad suelen surgir repentinos, singulares hallazgos. Fueras de foco. Fueras de campo. Fueras de juego. Aquí ocurre lo contrario: el narrador no jerarquiza, enumera con cierto automatismo, que a veces puede parecerse a la desidia. Le falta un protocolo (de nuevo el título, ya un entuerto cabalístico en el podemos leer casi cualquier cosa) que organice la experiencia. Que monte esa experiencia.

Estas dos razones producen efectos: en la oración, en el párrafo, en la fuga hacia adelante de la narración. Porque la narración salta: el montaje se resuelve en una gimnástica impaciente que apura la figura. Y ello tiene consecuencias en el plano “moral” del relato, sobre todo en el ajuste de cuentas que representa cualquier novela familiar (“Si no podés tener hijos, no seas mamá”). Porque se pasa de la bravuconada adolescente (“Tus nietos no van a ser judíos. Voy a poner todo mi odio en la empresa de erradicar el componente levítico de nuestro apellido. Yo me voy morir y voy a ser el último Abelson judío. Ese es mi testamento”) a la ponderación de la comunidad (“Para ellos es un mitzvá, si hay una muerte en la comunidad se acercan aunque no conozcan a nadie”). Sin solución de continuidad. De la comedia a la tragedia, sin tiempo, o solo con el tiempo monosilábico del “yo”. Y allí se pierden algunos buenos momentos que la voz narrativa nos ofrece: una genealogía de la moral religiosa en unas pocas, nietzscheanas páginas; la lograda descripción de los “hábitos” de un judío ortodoxo; narraciones oblicuas que podrían enriquecer el tronco principal (“Cramer era otro loco que se había hecho una casa con botellas de Ocho Hermanos”); críticas más ofensivas, más radicales a su background (“Jana se automutilaba, daba lástima, renunciaba a su capacidad de sentir placer, de divertirse, que es la forma más pura de libertad”); y posibilidades cómicas varias que no terminan de explotar (como la escena en donde el padre lleva al narrador niño a ver a Michael Jackson en los 90’s, simulando que es un niño enfermo de cáncer): es una novela -también hay que subrayarlo- que se ríe poco, o menos de lo promete.

En síntesis, Los sabios del sillón es una novela en donde le suceden muchísimas cosas al narrador, pero la sensación final es que termina intocado, invicto en su ser. ¿Una herencia semántica del menemismo, tiempo mítico y político en donde sucede buena parte del relato, en donde uno era igual a uno? Puede ser. En cualquier caso, queda esa cartografía de consumos culturales, músicas, películas, personajes y fantasmas de aquellas épocas. Toda novela en donde el mapa se parezca tanto al territorio es una Guía T para la nostalgia.

 

Eitán, Los sabios del sillón, Híbrida, 2022.

Sobre El Autor

es licenciado en Letras por la UBA. Realizó tareas de comunicación institucional y curaduría de contenidos web en la Jefatura de Gabinete de la Nación y en la Subsecretaría de Gobierno Digital de la Nación. Ha trabajado en la elaboración de publicaciones para distintos proyectos editoriales. Ha publicado columnas de cultura en medios digitales.

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