Las sensaciones, las temidas, exuberantes, desesperadas sensaciones protagonizan la aventura del idioma en este primer libro de poemas de Roxana Artal. Nada que ver con la pretendida solidez del concepto, al que se le atribuye el mérito de alcanzar una esencia, el despojamiento de la travesura vital que borronea la huella trascendente del sentido, acaso la certeza de estar ahí para provocar el dominio de la sensatez iluminada de la razón.
El desencanto de la materia, la materia, el cuerpo desarraigado de cualquier ilusión espiritual. Huesos, carne, movimientos de la travesía de un para qué desvanecido en las rupturas de su propia flotación. Nuestro andar zozobra en la sequedad de la impostura. Escribe Roxana:
Cada parte miente
cada pedazo moribundo
de excitación es trampa
verdadera
intoxicada
es bicho carcomiéndome las partes
(…)
roe que te roe que te roe.
No hay sosiego, y mucho menos titilar del alma donde velar la voz, las palabras que pronuncian esas sensaciones sometidas por su inevitable destierro, su también inevitable necesidad de inmolarse en la trampa, en las inmundicias que arrastra el sentido… El sentido…: las religiones, y buena parte de la filosofía y la literatura nos advierten acerca del peligro de no encontrar sentido ni trascendencia a la fugacidad de nuestro habitar este mundo.
En realidad, el desencanto no es el resultado de un encanto previo, desmoronado en el transcurrir de la existencia. El desencanto viene dado en el propio inicio de nuestros pasos, cuando se nos promete una luz que acecha para conducirnos a la nada, que es la muerte:
No le creas a la luz, miente.
El sentido propone un camino confortable, una luz capaz de conducirnos…, pero, ¿a dónde? ¿Al cielo, al purgatorio, al infierno? ¿O simplemente a la nada de ya no estar, del no vivir? ¿A convertirnos en esencias transparentes trotando en el espacio, en el sinfín? No hay sentido, no hay un porqué ni un para qué trascendentes en la inmanencia que habitamos.
Aquí la voz potente, tumultuosa de nuestra poeta, en lugar de postrarse melancólica, desganada, toma la desdicha, el desencanto, como campo de batalla donde la desintegración del yo se convierte en vértigo del deseo martirizado por el júbilo no saciado.
contemplo la llegada
y la distancia
corro
mis piernas no se mueven
mi cuerpo se quiebra en el intento
escribe Roxana, voz de cicatriz que se abre y se cierra en cada intento, porque la lucha es su elemento, la cualidad vital que anima el desencanto. Así nos dice:
Estar ahí
ser una carne
tirada al ancho
gozar punzante
desmembrarse y ser lo mismo
hueco
zanja
caída
oquedad salvaje.
“Oquedad salvaje”, expresión clave en este poemario. Oquedad es hueco, hoyo, excavación, agujero, Cueva o espacio vacío en un cuerpo. En Roxana, la oquedad opera no como refugio, lugar deshabitado, sino como temblor desmesurado desde donde lo salvaje impulsa su rebelión.
Vale aquí el verso de Vallejo: “Sustantivos que se adjetivan al brindarse”. Sucede entonces que en este escenario donde la luz miente, donde el olor del mundo es insalubre (es el olor del dios muerto de Nietzsche), la poesía ofrece su “oquedad salvaje” desde donde concebir una nueva existencia en la cual, escribe:
El atardecer dibuja
sobre el horizonte
todos sus sueños
para derramárselos al sol
cuando cada tarde
cae.
La “oquedad salvaje” (los colonizadores españoles llamaron “salvajes” a los aborígenes que habitaban estas tierras, de modo que los civilizaron mediante cierto “acuerdo espiritual” entre las caricias de la cruz y el filo mortal de la espada); la “oquedad salvaje”, repito, es la sensación de lo que fue asesinado, “la sensación de lo que falta” (la frase es de Henri Michaux), el deseo, la materia de ese deseo, que permite comprobar, escribe Roxana, que
hay un ejército de grillos en mi vientre:
quiere salir a conquistar el mundo
donde el “niño sol”
anidaba en la lava
soplaba hasta florecer
regresaba al dolor del mundo
(…)
y anclaba.
Roxana Artal, El desencanto, Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2021.