Aferrarse al mundo a través de la luz; seguir el trazo que los rayos hacen sobre la seda del tiempo; detenerse en el punto donde no hay ni aquí ni ahora, porque no existe un antes ni un después, delante o detrás. Esa es la filosofía práctica que asumen estos poemas. Su obrar es la nota, la inserción de la delgada y frágil letra sobre el blanco inmenso de la página. Apuntar el día a día, pero no como sucesión, suma o cronología, sino como un hacer que perfora lo fugaz, que incide mediante el rasguño del verso contra las horas.
«Intento atrapar los días. Anoto minuciosa / la fecha, la hora en que amanece / y la hora en la que el sol se esconde. // Prolongo la mañana levantándome / muy temprano; después, la tarde / se escurre como agua entre los dedos. // Son las aguas de un río que sigue su curso / y deja restos de arena y piedra, / una ínfima porción de materia / que, en general, a esa hora desestimo. // Pero al otro día, por la mañana, // suele revelar un cierto brillo opaco, / una cierta vida», nos dice un poema y con él descubrimos que ese sobrante inmóvil de lo transcurrido es la clave de la presencia. Pasar, sí, pero remarcando. Ya sea dentro o fuera, lo imponderable se abre a nuestra lectura sin palabras, puro titilar moroso. Esa opacidad que reluce nos señala que estuvimos ahí para ver pasar la correntada, porque ese es el resultado de la contemplación.
Las detenciones del ojo culminan en la hoja. Todo lo que nos rodea puede convocarnos a asentar su huella. Basta con estar quietos y borrarnos, quedarse en un «cierto estado del alma / desnuda de artificio, / descalza» que, más que un despojo, se trata de un alivio. La carga que se suelta es la del temor y la razón. Ya no hay miedo a la perentoriedad ni tampoco causas suficientes, causas-fin. En el afuera, se percibe lo interior: «Pero hoy, me parece escuchar algo así / como el picoteo de una cría / invisible aún, / cascando mi corazón por dentro». Y la grieta desata la renovación de aquello que salta las olas del tiempo, porque «la densidad es solo un artificio de la luz».
La subjetividad se disuelve, y amoldada por ella, cobra la forma de la letra. Se requiere de lo visto para decir «estuve». Así se vuelca la visión en las sílabas y ellas entregan las imágenes que, atemporales, funcionarán como hitos, tanto para la voz como para los otros, aunque principalmente para la primera. Los otros —los lectores— descubrirán la seña como tal solo cuando esta le dé al yo la posibilidad de decir «fui, acá». Entonces, lo transitorio se volverá un aliado: «Extiendo la mañana / como una sábana limpia // y me dejo envolver por el olor / antiguo y acre del jabón, // que desprende su blancura / hecha de sol y de viento».
La marca que el poema hace sobre el lienzo del mundo desvanece a quien la ejecuta. Quien la lee ya se despegó de la duración y regresa a ella en otro estadio, como quien toca con la punta del índice a quien enfrenta en el espejo. Lo que permanece se reconoce y asiente. Lo perdido aprehende y recuerda. Juntos dicen: «Tenía algo de pájaro la noche / mientras desplegaba su sombra, // alimentada de pequeñas penas». Y ese doblez, que implica la sombra de la oscuridad, equivale al detritus que se deposita en la letra para encenderla con su resplandor negro, porque las cenizas del día —las palabras— siempre dirán que hubo fuego antes que ellas.
Fernanda Bracco, Descalza, CR Ediciones, enero 2023, 64 pág.