Si amar implica inventar una lengua para hacerlo, ¿qué idioma puede ocupar esa lengua cuando el amor se descompone? Esa pareciera ser la gran travesía a la que nos arrastra este último libro de Alejandra Correa. Ir hacia el vacío de lo que ya no está mediante la contemplación intensa de aquello que cae infinitamente sin ser transformado, para que el ojo y el oído encuentren en la lisura inabarcable los matices que liberan el acontecimiento. La nieve, así, se convierte en una materia repleta de texturas, y la palabra extrae de su silencio y su voluntad obliterante distintos aquí y ahora que serán la carne del poema.
El “finés” que se dona la voz no solo es una búsqueda de reflejo o de fuga de la destrucción del amor, también es un goce que desborda las orientaciones. De este modo, la creación de fonemas y términos que traen ante nosotros los distintos estados del fenómeno (pensando a este siempre en términos circunstanciados, al modo de la nieve de y no en su idealización) se torna un camino dentro de la confusión de la tormenta, justo en el instante en que se agota la lengua que nos constituía como sujetos del deseo. Porque ya no hay sujetos ni hay deseo «cuando es mi lágrima la que se hiela y cae / sobre la taza de té / como una piedra a un pozo».
Poema o diario íntimo, lo mismo da si se trata de la detección del desastre («el deshielo es desbaratamiento y verdad»). El modo en que la luz define las cosas es más determinante que las cosas en sí mismas. La voz experimenta su tránsito en distintos vehículos. Su búsqueda es la iluminación, la solidificación del momento en que el mutismo cubre el mundo. No importa desde qué lugar se enuncie ni el medio que se elija, lo determinante es que aparezca el otro lado del espejo en el que los amantes se miren por última vez: «¿Es agua del deshielo la sombra líquida de la nieve?»
Aun cuando podamos creer que el método para contrarrestar la maldición es la metáfora, la voz posee una fe secreta que la lleva más allá de lo que su pensamiento percibe. Un desvío del trayecto que pretendía eludirse, no para cumplir con el presagio y regresar a darse de bruces contra lo eludido, sino para ir más allá de las propias aspiraciones: misterio del poema que conduce hacia la tierra desconocida. «Ahto es hielo roto y luego vuelto a helar. / Es decir: una soldadura de hielo / hecha por la misma sangre helada / que antes se ha quebrado». La imagen se desprende y cobra entidad al punto de devorar el padecimiento que la despierta. Nace un nuevo mundo, frío, seco, tal vez, pero completamente liberado del peso del dolor.
Así es cómo la voz descubre este otro idioma —uno que no muerde las astillas— y se dedica a sellar con el oro de su aliento las piezas sueltas, como pasa con esos jarrones chinos que se citan en una de las entradas del diario, donde la herida se torna preciosa.
Alejandra Correa, La nieve, La Gran Nilson, 2023, 64 pág.