UN UNIVERSO CONJETURAL

Aquello que, en principio, se puede señalar en   es una confirmación tan fecunda como infrecuente en la errática narrativa argentina de los últimos tiempos: la acuñación (a la manera de una moneda: un valor concreto, tangible, real) de un estilo. En efecto, Marcelo Rubio ha acuñado un estilo, ese concepto lábil, friable, resbaladizo que se revela como indefinible o que responde a la impecable definición que acerca Walter Pater en su imprescindible tratado de estética titulado El Renacimiento (Librería Hachette, 1946, p. 170): «un mismo estado de alma que informa el todo» entendiendo «alma» como soplo, principio vital, espíritu, exornada la palabra de su resonancia religiosa o confesional.

¿Y cuál es el alma, el estado de alma que informa los textos de Rubio? Una musicalidad (un tempo, una cadencia) que se impone (y, en ocasiones, se yuxtapone) a la prosa para ingresar en el territorio de la lírica, lo cual supone y exige un trabajo sobre el idioma que trascienda las peripecias de la trama: «una voz resquebrajada como la tierra» (p. 20), «Jinete y caballo giraron y en el galope se volvieron ausencia» (p. 23), «la vida los acorraló en silencio» (p. 28), «la vejez le había llegado en esta forma tan procaz» (p. 102); las citas podrían multiplicarse sin que la enumeración se agotara. El estilo de Rubio denota y connota, insinúa en mayor medida que dice, se puede escuchar en un registro de clave bien temperado recorriendo la gama cromática de la lengua y se sostiene sobre los cimientos de la imagen poética.

Como en El Cristo roto (También el caracol, 2019), en el centro de la historia de El llovedor se erige un milagro o, al menos, la probabilidad del mismo en el marco de un paisaje árido, cuarteado, yermo que recuerda al que sirve de ominoso escenario a otra excelente novela argentina: Las tierras blancas (Juan José Manauta, 1956). Y en ambos libros de Marcelo Rubio -como en toda gran novela-, aquello que prima no es la resolución, sino la ambigüedad: es tan posible que el milagro se haya plasmado como que nunca ocurra, pero importa poco, bien poco en un contexto en el cual la anécdota es casi subsidiaria en tanto que las palabras que la delinean resultan esenciales. Toda la gran literatura de Occidente reconoce como propia y singular la marca de la conjetura, de la anfibología, espacio en el que vibra la cuerda de lo conjetural desde la obra que funda la tradición de la novela moderna: ¿don Quijote está loco?: es muy posible, tanto como todo lo contrario; ¿el divino príncipe es un timorato o su vacilación encarna una de las tantas formas de la audacia?: ambas opciones son enteramente plausibles. Incauto o desencaminado aquel que pretenda hallar en el universo de la ficción aquello que en el tal universo no encuentra residencia: una verdad inequívoca.

Enrique Pezzoni se preguntaba en El texto y sus voces (Sudamericana, 1986, p. 16): «En la narrativa actual argentina, por ejemplo, ¿qué obras han suscitado la actividad de lectores productivos?» A treinta y siete años de formulado el interrogante por uno de los mayores críticos (o, como él mismo definía al crítico: «un lector autorreflexivo») que ha dado el país, la respuesta no deja de tener un pronunciado matiz de melancolía: pocas, muy pocas. La narrativa argentina a la que se le dispensa los beneficios de una masiva difusión ninguna relación guarda con la ruptura, la vanguardia o el riesgo; se la puede afiliar, más bien, a una literatura del decoro cuya seña de identidad es la corrección: se la escribe con la mayor sencillez, se la lee (consume) sin la menor dificultad y realiza considerables esfuerzos para no caer en ningún orden de incorrección: ni política, ni de contenido, ni estética; ostenta dos de las más indeseables peculiaridades que una obra de arte puede exhibir: es adocenada y correcta; para echar mano de una sentencia de origen hispano: es un «canto que no abriga ni despierta». Habida cuenta de ello, el lector productivo del que hablaba Pezzoni escasas oportunidades encuentra de ejercer una lectura productiva; y menor es la posibilidad de que ese lector ayude a funcionar al texto, como enuncia Umberto Eco en su Lector in fabula (Lumen, 1981, p. 74); una de esas excepciones es, por fortuna, la literatura de Marcelo Rubio.

Parecen ser tiempos estos en que no lo importante, sino lo superlativo es la noción de guarismo: cantidad de páginas de un libro, cantidad de ejemplares vendidos por autor, cantidad de seguidores en las redes sociales. Las novelas de Marcelo Rubio son breves, en prolija correspondencia con su grado de intensidad (sea observado sólo a modo de ejemplo ilustrativo: a la manera de Marguerite Duras). En épocas menos aciagas -al menos, contempladas desde el presente-, en las cuales se privilegiaba la sabiduría en desmedro de cualesquiera variables de inteligencia artificial, la brevedad (y no la prolongación por la prolongación misma) era un atributo inestimable, una de las virtutes narrationis, brevis y bonus eran conceptos análogos: Cicerón y Quintiliano se pronunciaban en este sentido, un tratado de retórica muy divulgado en la Edad Media recomendaba vivamente la concisión y el Arte poética de Horacio era una invitación a la economía. Marcelo Rubio se inscribe en esa suntuosa genealogía.

 

Marcelo Rubio, El llovedor, También el caracol, 2023, 149 páginas.

Sobre El Autor

Osvaldo Gallone nació en Buenos Aires. Es escritor y periodista cultural. Publicó los libros de poemas Crónica de un poeta solo (Botella al Mar, 1975) y Ejercicios de ciego (Botella al Mar, 1976); los ensayos La ficción de la historia (Alción, 2002) y Lectura de seis cuentos argentinos (San Luis Libro, 2012; Primer premio en la Convocatoria Nacional Cuento y Ensayo, 2010). Y las siguientes novelas: Montaje por corte (Puntosur, 1985), La niña muerta (Alcobendas, España, 2011; Primer premio a la Mejor Novela en el III Premio de Novela Corta, 2011), Una muchacha predestinada (V.S. Ediciones, 2014; Primer premio a la Mejor Novela V.S. Editores, 2013), La boca del infierno (Evaristo Ediciones, 2016). Ha ganado diversos premios literarios tanto en España como en Argentina. Y colaborado, como periodista cultural, en medios nacionales e internacionales. Coordina desde hace tres décadas Seminarios de lectura y crítica literaria. osvaldogallone@hotmail.com

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