Diario de un fiscal rural es una pieza fundamental de la nahda egipcia. Recientemente reeditada por Ediciones del viento, reproducimos a continuación el primer capítulo de esta genial novela. Sirva para tentar al lector avezado.

Introducción

Tawfīq Al-Hakīm, representante de la nahda egipcia.

Las invasiones napoleónicas primero y el dominio inglés más luego, enfrentaron al mundo islámico en general y a Egipto en particular, con una alteridad abrumadora. La comparación de las estructuras tradicionales islámicas con los avances tecnológicos de la modernidad occidental se hizo inevitable a la hora de saberse controlados por potencias extranjeras, de manera que esos mismos avances, que en un comienzo fueron vistos con suspicacia por los árabes, fueron percibidos prontamente como la llave de acceso al imperialismo utilizada por occidente. Ahora bien, el hecho de que pensadores e intelectuales considerasen la caída de su pueblo como el precio a pagar por el atraso cultural y científico, planteó una profunda crisis de conciencia, marcada indeleblemente por una angustia metafísica, a saber: ¿Cómo es posible que el pueblo depositario de la palabra de Dios, cediese tan fácilmente ante el avance de los infieles?

Producto de esa crisis y de esa reflexión es que surgieron toda una serie de movimientos reformistas desde los que se trató de repensar la situación del mundo islámico. Paralelamente a esto es que comenzó a notarse un agravamiento progresivo pero constante de la diglosia, lo que impuso la discusión acerca de si habría de abandonarse la lengua clásica o alcanzaría con una modernización de la misma, problema éste que finalmente se intentó solucionar mediante una simplificación gramatical y sintáctica.

Con la inserción de la prensa, surge la “lengua de los periódicos”, la lengua culta, común a todo el mundo islámico. Por otra parte, mientras que en la nación comienzan a proliferar diversas polémicas político religiosas, en un intento de paliar el supuesto “atraso cultural”, Egipto comienza a becar a sus mejores alumnos para que cursen sus estudios superiores en universidades europeas. A su regreso, éstos intentan sustituir las estructuras administrativas medievales egipcias con la organización de los estados occidentales. Estos heraldos de la modernidad serán los encargados de llevar adelante el renacimiento cultural egipcio o nahda, por lo que podemos afirmar que se trata de un movimiento que surge y se desarrolla paralelamente a la conciencia nacional del pueblo egipcio.

La literatura árabe, anquilosada por siglos, se ve revitalizada con la inclusión de la novela, el género teatral, la biografía, ensayos críticos y literarios de inmenso valor educativo. Diarios y revistas de toda tendencia se multiplican acentuando el clima liberal de la nahda, la que según Mohamed Arkoum[1] trata fundamentalmente de “forjar una prosa árabe sencilla y eficaz; imponer un estilo que no cede al purismo ni al laxismo; someter el legado del pasado a examen crítico para recuperar lo olvidado, denunciar las tergiversaciones, restablecer las justas perspectivas históricas; poner las bases de un gusto árabe con ayuda de las grandes obras clásicas y las obras maestras extranjeras (pensadores y escritores griegos antiguos, creadores occidentales); propagar por medio de la instrucción pública un modo de inteligibilidad racional que elimine las supersticiones, las cantinelas piadosas, sin anular la personalidad araboislámica: tal es el comedido programa incansablemente desarrollado con concesiones a veces demasiado marcadas bien al occidentalismo, bien a la emoción religiosa”.

De entre todos los integrantes de ésta generación, las personalidades más llamativas fueron las de Tāhā Husayn, autor de Los días y Tawfīq Al-Hakīm, de quien nos ocuparemos en esta oportunidad.

Habiendo recorrido el suelo de París, por aquél entonces el faro cultural del mundo, de 1924 a 1928 con motivo de sus estudios en leyes, el joven Tawfīq, regresa al Cairo sin título, pero embebido de las corrientes literarias en boga en Europa. Durante un par de años se desempeña como fiscal rural, pero pronto se da cuenta de que es otro el camino que debe recorrer. Agudo observador de la realidad social de su país, comienza prontamente a volcar sus opiniones en papel. El género que le permite moverse con más soltura y espontaneidad es el teatro, desde el que aborda tanto el género abstracto e intelectual como el teatro tradicional o realista. Sus comedias, generosas en sarcasmo, se erigen como una radiografía del pueblo egipcio, sobrepasándolo. Juan Vernet[2] llega a considerar a Tawfīq Al-Hakīm como la única figura de talla universal del teatro árabe.

Pero Tawfīq Al-Hakīm no destacó sólo en teatro, resalta en su producción la novela de juventud Diario de un fiscal rural, en la que aborda justamente, el tema de la modernización impuesta en el estado egipcio.

Diario de un fiscal rural es considerada por Vernet como “…la primera novela realmente autóctona, sin vínculos miméticos con obras occidentales…”, en palabras de Emilio García Gómez, ésta obra “constituye una pequeña maravilla”. Juzgue el lector con su propio criterio.

Damián Blas Vives

Diario de un fiscal rural

I- Un crimen vulgar que se hace interesante

11 de octubre de…

Anoche me metí en la cama muy temprano, porque sentía esa inflamación de garganta que ahora me suele dar de vez en cuando. Me lié al cuello un trapo de lana, y cebé con raspas de queso rancio las tres ratoneras, que dispuse en torno de la cama como esas minas flotantes que protegen a un barco de la Cruz Roja. Apagué el quinqué y cerré los ojos, pidiéndole a Dios que por algunas horas hiciese dormir en este distrito a los instintos humanos y que no surgiese ningún delito que me obligase a levantarme de noche en aquella situación. Pero apenas puse la cabeza en la almohada y me quedé dormido como una piedra, cuando me sobresaltó la voz del guardia que, aporreando con furia la puerta, decía a gritos a mi criado:

—¡Despierta, Dasuqi!

Comprendí que algo había pasado y que los tales instintos no iban a dormir porque a mi se me antojara hacerlo. Me levanté a seguida y encendí el quinqué. Mi criado entró restregándose los ojos con una mano, y con la otra me alargó un aviso telefónico. Acercando el papel a la luz, leí lo siguiente:

«Esta noche, ocho tarde, mientras llamado Qamar al-dawla ‘Ulwan cruzaba puente, cerca término municipal, le dispararon tiro desde cañaveral. Se ignora quién sea autor. La víctima no puede contestar interrogatorios, se halla grave estado. Necesaria presencia. —El alcalde.»

Menos mal, me dije para mis adentros. Este es un asunto fácil, que me llevará todo lo más dos horas. El autor no se sabe quién sea, y la víctima ni tuge ni muge. No hay más testigos que el guarda jurado que oyó el disparo y que se acercaría al lugar del suceso lleno de miedo y con poca prisa, debido a lo cual, naturalmente, no encontraría esperándole a nadie más que al cuerpo tendido; el alcalde, que me jurará por todos sus muertos que el criminal no es de la comarca, y los parientes de la víctima, que me lo ocultarán todo para poder tomarse la justicia por su mano.

Pregunté a mi criado la hora que era, y escribí debajo del aviso:

«Llegó a las 10 y me dispongo a hacer la instrucción del suceso».

Me vestí con prisa de bombero, y envié a buscar al secretario de instrucción y al coche de la fiscalía, al mismo tiempo que mandaba a alguien para que despertase a mi nuevo auxiliar, un joven larguirucho, recién ingresado, el cual me tiene pedido que le deje acompañarme en los asuntos, para adquirir experiencia y práctica.

No tardé en oír en la puerta la bocina del coche del distrito, una camioneta Ford, en la que venían el delegado gubernativo, el ayudante de la delegación y algunos soldados. Al bajar, encontré todo listo, y que no faltaba más que el secretario de instrucción. No me chocó, porque siempre que he llegado tarde a un suceso, trátese del pueblo y del distrito que sean, siempre ha sido por culpa del secretario de instrucción. Me volví al guardia y le dije:

—¿Estás seguro de haber despertado a Sa‘id Effendi?

Oí en la oscuridad el ruido de una botaza que golpeaba la tierra y vi una mano que se elevaba en el saludo militar hacia el alto gorro de fieltro con placa metálica, y una boca que se movía bajo un bigote negro y espeso como el rabo de un gato:

—Se puso la camisa delante de mí, Excelencia.

Resolvimos salir en el coche y pasar por casa del secretario para recogerlo. Monté con mi auxiliar y el delegado gubernativo en el coche de la fiscalía hasta llegar a una casa vieja, a lo último del pueblo. El guardia, que iba montado en el estribo del coche para indicarnos el camino, gritó:

—¡Baja, Sa‘id Effendi!

El secretario se asomó por una ventana remota, en camisón:

—¿Es que pasa algo?

—Ha habido tiros —dijo a voces el guardia.

No sentí entonces más que la mano del delegado gubernativo, la cual, saliendo por la ventanilla del coche, dio un cogotazo al guardia:

—Guardia, hijo de…, ¿conque se puso la camisa delante de ti, hijo de…?

—Por vida de la cabeza de Su Excelencia, que se la puso…

No creí necesario puntualizar este extremo, porque una de dos: o el guardia no sabía con certeza lo que era una camisa, cosa bastante probable, o Sa‘id Effendi se había vuelto a quitar la camisa y se había dormido de nuevo, cosa bastante probable también. Como yo no era oficialmente el único responsable del retraso, no habría sacado otro fruto de interpelar a gritos a Sa‘id Effendi que el que me doliera la cabeza, y aquella noche yo estaba más necesitado que nadie de descanso y de ahorrar fuerzas y palabras para el verdadero asunto que nos ponía en jaque. No tardó, en efecto, la languidez en arrastrarse por mis miembros, y, apoyando la cabeza en una esquina del coche, dije a mis acompañantes:

—El lugar del suceso esta a treinta kilómetros, y yo voy a ver si duermo por el camino.

Cerré los ojos y sentí cómo se ponía en marcha nuestro coche, seguido de la camioneta Ford, en la que iban el secretario, el ayudante, el brigada y los soldados.

Apenas habíamos salido al camino rural cuando oímos cantar en el seno de la noche. El delegado gubernativo sacó inmediatamente la cabeza por la ventanilla y gritó:

—Señor ayudante, se nos había olvidado el sayj ‘Usfur.

Se detuvo la caravana y la voz salió clarísima del matorral de cañas en la linde de un camino:

Las pestañas de mi amiga

alfombran medio marjal…

El ayudante se apresuró a gritar:

—¡Sube, sayj ‘Usfur! Hay suceso.

Entonces apareció ese hombre extraño que vagabundea de noche y de día, sin dormir, cantando siempre las mismas canciones y profiriendo palabras pseudoproféticas que escuchan las gentes; ese hombre cuya mayor alegría es asistir a todos los sucesos con la fiscalía y la policía y que apenas oye de lejos la bocina de la camioneta Ford la sigue adonde sea, como el perro a su amo cazador. ¿Por qué todo esto? Muchas veces me he preguntado cuál será el secreto de este hombre.

Se acercó a la camioneta, diciendo en tono parecido a la protesta:

—¿Os ibais sin mí?

El brigada le contestó sonriente:

—De ningún modo. Si hubiéramos sabido tus señas, te habríamos enviado aviso.

—Bueno —asintió—. Trae un cigarro.

El brigada le hizo un rápido guiño y le dijo en voz baja:

—Cállate, que va a oírte el señor delegado.

Pero el sayj insistió:

—Trae un cigarro, señor brigada, que esta noche soy el brigada de los sin tabaco.

Luego subió a la camioneta Ford como si fuese a un Rolls Royce, después de arrancar del matorral una vara verde que llevaba en la mano como un cetro.

Siguieron su camino los dos coches por entre los sembrados. Dormía la naturaleza y callaban todos los ruidos, salvo el croar de las ranas, el zumbido de los insectos y el canturreo del sayj ‘Usfur que salía de dentro de la camioneta. A mí me había entrado ese sopor que me da siempre que voy a un suceso; ese sopor entrecortado, que en ocasiones no me impide oír lo que se habla a mi alrededor. Mi auxiliar iba a mi izquierda, bien despierto, manifestando asombro y deseoso de preguntarlo todo; pero, como le refrenaba el temor de molestarme, se volvió hacia el delegado gubernativo, que iba a su lado, y pronto se enredaron en una larga conversación, de la que no escuché gran cosa, pues fue precisamente la que me hizo conciliar un sueño profundo durante todo el camino.

Me desperté cuando, al cabo de bastante tiempo, se detuvo el coche. Abrí los ojos, y vi que estábamos al borde de un canal, y que la almadía estaba esperándonos para pasar a la otra orilla. Nos apeamos todos y nos apretujamos en ella como si fuéramos unos náufragos en el bote salvavidas o un cargamento de cántaros grandes de barro en un barco del Alto Egipto. La almadía cruzó hasta llegar a la orilla opuesta, sin que oyéramos en la calma profunda de la noche otra cosa que sus cadenas golpeando en el agua, y sin que viéramos absolutamente nada, por la espesísima oscuridad. Pero apenas pisamos tierra, oímos relinchos y nos encontramos delante de los caballos del puesto de policía y los burros del alcalde, dispuestos para llevarnos al lugar del suceso.

¡Qué caballos! Uno de los soldados, por respeto a mi autoridad, se adelantó hacia mí con un rocín escuálido. Cuando le vi balancearse y herir la tierra con sus cascos y que no se resignaba a estarse quieto hasta que me monté, comprendí que me caería al suelo sin remedio.

¡Cuántas veces estuve a punto de deslizarme de encima de aquel lomo movedizo, que debía haber gobernado un caballero hábil y no un jinete medio dormido! ¡Cuántas veces también estuve a punto de preferir uno de aquellos tranquilos burros! Pero, al mirar hacia atrás, veía que las personas de viso en la caravana iban a caballo y que los burros habían quedado para las gentecillas, y me daba vergüenza bajarme de mi rocín y ponerme al nivel del sayj ‘Usfur, que iba montado en un asno gris, al que aguijaba con su cetro verde para mantenerlo inmediatamente detrás de los caballos.

Me entregué, pues, a la voluntad de Dios, y seguí avanzando en vanguardia, titubeante por el miedo y el cansancio, hasta que el sueño me cerró los ojos y acabé por no darme cuenta de nada; pero de pronto me encontré despedido de encima del caballo y derribado sobre su cuello. El caballo, por haber dado un gran salto sobre un canal de agua, me hizo caer de su lomo. Me dije:

—Ya está aquí lo que tenía descontado.

Grité al guardia que iba pegado a mi estribo:

—¡El caballo, guardia, el caballo!

La caravana se detuvo, rompiendo su orden. El delegado gubernativo repartió con largueza insultos, golpes, mandatos y prohibiciones. Me colocaron de nuevo a lomos del caballo, mientras yo decía para disimular mi vergüenza:

—Indudablemente el caballo se durmió mientras andábamos, o tuvo miedo de alguna zorra fugitiva y se encabritó. En todo caso —añadí dirigiéndome al guardia—, sujeta bien las bridas.

Dos guardias cogieron las bridas y caminaron conmigo despacito, despacito, a un paso sosegado y monótono, que me devolvió a mi somnolencia.

No volví a despertarme hasta el lugar del suceso; pero, apenas vi la luz de las antorchas y faroles en manos de las gentes que rodeaban a la víctima, se me fue el cansancio de la cabeza, como el búho deja su nido al acercarse la luz. Me apresuré a apearme del lomo del caballo y me abrí camino entre las gentes, que murmuraban en voz baja:

—Ya está aquí la fiscalía.

Me acerqué al cuerpo tendido en el suelo y contemplé aquel rostro manchado de barro y de sangre. Al punto comprendí que, desde luego, no podía hablar. Encontré también al oficial del puesto metido hasta las orejas en la redacción de su atestado, del que yo no había de hacer el menor caso, puesto que la fiscalía, cuando comparece, ha de investigar todo de nuevo.

Emprendimos, pues, la instrucción, comenzando por la inspección ocular. El secretario, armado de papel y pluma, se acercó a mí y yo empecé a dictarle el encabezamiento consabido:

«Yo, Fulano, encargado de la fiscalía, y conmigo Fulano, secretario de instrucción, habiéndonos llegado por la noche, a tal hora, aviso telefónico número tal, con texto cual, salimos en coche para el lugar tal, y llegados a él a la hora de iniciar este atestado, etc.»

(A mi me gusta siempre cuidar la redacción de mis atestados y darles una distribución lógica, porque el atestado es el todo a ojos de la Superioridad, y es el único testimonio que habla de la minuciosidad y de la habilidad del fiscal. Lo de coger al criminal es asunto del que nadie se ocupa).

Al encabezamiento debe seguir la descripción de la herida, de los vestidos, y del lugar en que fue encontrada la víctima. No lo descuidamos.

Le dicté al secretario los pelos y señales de aquel balazo cuyo ancho orificio veíamos en el hombro del herido, y que me pareció producido por un tiro de fusil disparado de no muy lejos, y que había desgarrado la carne y producido hemorragia. Luego hicimos una perfecta descripción del rostro, que era el de un hombre cercano a la cuarentena, guapo y bien parecido, con esa virilidad, salud y robustez que tiene la hermosura campesina. No pasamos por alto ni el tatuaje de un pájaro que tenía en lo más alto de la sien, ni el color del bigote que tiraba a amarillento.

Inventariamos a continuación los vestidos, desde el chaleco, la chilaba de tela a grandes rayas y la bolsa del dinero, que no había sido tocada, hasta los zaragüelles de lienzo, blancos con cintas encarnadas. Sí, sí: no nos olvidamos ni de las cintas de la ropa ni de la clase de los tejidos, porque mencionar tales detalles demuestra minuciosidad y celo, y así hemos aprendido a hacer los atestados de generación en generación. Me acuerdo que cierta vez dejé a un herido en las ansias de la muerte y me puse a describir sus zaragüelles, sus cintas, sus babuchas y su gorro de fieltro, y que, cuando terminé y me incliné a preguntarle sobre quién le había herido, ya se había muerto.

Tampoco nos olvidamos de describir el lugar, que era un camino estrecho entre dos sembrados de caña de azúcar. No es extraño. Cada clase de cultivo produce una clase determinada de delitos. Con el crecimiento del maíz y de la caña viene el momento del asesinato por arma de fuego; con el amarillear de los trigos y de las cebadas aparecen los incendios ocasionados con panochas desgranadas y secas impregnadas de gasolina, y con el verdear del algodón aumentan los sembrados arrancados y las destrucciones.

Cuando terminamos con el herido presente, que no había de volver a interesarnos una vez lleno el atestado de todas las descripciones necesarias, lo dejamos bañado en su sangre, al cuidado del oficial del puesto, hasta que vinieran los sanitarios a llevárselo al hospital, y nos encaminamos a la casa del alcalde, donde nos aguardaba el café.

¡Qué café el de los alcaldes! Yo lo llamo siempre “el cloroformo”, porque no hay una sola vez que no me haya producido el efecto contrario del que se busca con tomarlo. La causa, la ignoro. Sólo sé que cierta noche oí a uno de estos alcaldes gritar delante de nosotros a su criado:

—Muchacho, trae café de bunn[3].

No entendí entonces qué significaba este genitivo “de bunn” unido a “café”. ¿La presencia del bunn indicaba pureza en sentido confirmatorio, o venía empleada como honor y protocolo? Nunca lo supe. Pero entonces caí en la cuenta y adquirí la certeza de que la tal palabra, aunque entraba en la composición de la frase, no entraba en la composición del café.

Nos sentamos en la manzara[4] sobre un diván de terciopelo que ya no tenía pelo ni color. El secretario instaló sus papeles sobre una mesa coja, con un tablero de mármol roto, y desplegó el atestado debajo de un gran quinqué, que sonaba y bordoneaba porque en torno suyo se habían reunido todos los insectos nocturnos. Yo pedí a voces que vinieran los testigos, y el delegado gubernativo reforzó mi grito con otro suyo:

—Señor ayudante, reúne los testigos.

Y al punto se retrepó en un asiento ancho que había en un rincón del cuarto, de una manera que me dio a entender que tras ella no habría más que sueño y ronquidos. Mi auxiliar se sentó cerca de mí, mirando cuanto ocurría con unos ojos lánguidos, delatores de que la pereza empezaba a jugar con ellos como el céfiro con el follaje.

Me trajeron primeramente al guarda jurado que oyó el tiro y que había sido el primero en acudir al lugar del crimen. No engañó mis previsiones en nada, más que en afirmar que había oído dos tiros, a pesar de que el aviso telefónico decía uno, que la herida era de un solo disparo, y que todos los presentes estaban contestes en que en el pueblo no se había oído más que uno. ¿Hasta qué punto mentía el hombre? No lo sé. Pero dejando el asunto principal, tuvimos que desviarnos a esta cuestión de si hubo dos tiros o uno. Interrogado todo el mundo de nuevo, respondieron acordes:

—Un solo tiro, Excelencia.

—¿Lo oyes, guarda?

—Dos tiros, Excelencia.

—¿Seguro?

—Dos tiros, Excelencia.

Aquí tocamos lo pesado de la instrucción y los inconvenientes del oficio. Yo me explico que mienta el acusado, porque es su natural derecho, y jamás he pretendido que un acusado me diga la verdad. Pero a un testigo, por la faz de Dios el Alto, ¿qué podía moverlo a interponer ante la verdad esta mancha de incertidumbre y de contradicción?

La instrucción se internaba por oscuros caminos, en los cuales no había esperanza de llegar a nada seguro. Nadie conocía al criminal. Nadie sospechaba de nadie. En aquel pueblo no había otros parientes de la víctima que su madre, una vieja enferma, impedida, medio ciega y que no podía hablar. Su mujer había muerto hacía dos años, dejando un niño pequeño, que no podía comparecer ante nosotros para ser interrogado. Nadie aportaba al hecho una explicación ni comprensible ni incomprensible. Nadie sabía que entre la víctima y ningún hombre sobre la faz de la tierra existiera enemistad que hubiese conducido a la comisión del crimen. ¿Es que había salido Satanás de los infiernos para soltar un tiro contra aquel hombre? Nadie lo sabía. Pasó lo que me había figurado. Desde que leí el aviso, comprendí que era asunto muerto ¿Y podía yo con mi instrucción dar vida a lo que no la tenía? Si los testigos no me decían la verdad; si las gentes no me asistían con su diligencia y con su buena fe, ¿qué demonios de atestado podía llevarme a descubrir al criminal? Le llegó el turno de declarar al alcalde, y ya había prestado el juramento y empezábamos a hacerle esas preguntas cuyo orden jamás se altera, cuando oímos un ronquido que venía del ángulo de la habitación y estorbaba la instrucción. Volví la cabeza y vi que el delegado gubernativo se había recostado sobre el canapé. El alcalde, advirtiendo mi ademán, me pidió permiso, se dirigió al delegado y lo despertó suavemente:

—Venga por favor, Excelencia, a esta cama que hay en el cuarto.

Y después de conducirlo con toda educación y cortesía a otra habitación interior, volvió delante de mí a soltarme esas declaraciones oficiales y de cajón, estampilladas con el sello del cargo; palabras y expresiones que cambian apenas de un alcalde a otro; que, en definitiva, ni benefician ni dañan, y que echan paz y agua fría sobre el fuego de la cuestión. Pero apenas había puesto el señor alcalde debajo de su declaración una firma que parecía el escarbar de la gallina, y se había retirado de su puesto de testigo, cuando se abrió la puerta de la habitación interior y apareció el delegado gubernativo rascándose todo el cuerpo y pinzando con los dedos de entre sus ropas algo que tiraba lejos de sí, mientras decía entre mugidos y espumarajos de cólera:

—¡Una cama! ¡Bendito sea Dios! ¿Y tú eres alcalde, tú?

Comprendí perfectamente lo que había pasado y, aunque me reía para mis adentros, fingí enfrascarme en mi trabajo y no levanté la vista de los papeles. El delegado gubernativo se dejó caer en su asiento con el aire de un hombre a quien se le había ido el sueño sin retorno posible por aquella noche, y no tardó en gritar al alcalde:

—Trae un café, y se acabó. Pero hazlo bien cargado, por vida de tus ojos.

Luego se dirigió a mi, como queriendo olvidarse de su insomnio:

—¿El asunto va sobre ruedas?

Con estas palabras quería enterarse de cómo iba, y de si había llegado a ese final feliz que consiste en llevar la cabeza del acusado al patíbulo. Sin mirarlo, y como si hablase conmigo mismo, le contesté en voz baja:

—El asunto duerme.

Entonces se incorporó el delegado gubernativo en su asiento, como si hubiese recordado de pronto dónde estaba la clave del secreto, y gritó:

—¡Sayj ‘Usfur!

La cabeza de aquel hombre extraordinario asomó por detrás de una silla de anea en un rincón oscuro del cuarto, y se puso en pie con su cetro verde, como diciendo: Aquí estoy.

—¿Qué opinas de todo esto, sayj ‘Usfur?

No pude contenerme. ¡Ya no nos faltaba más que consultar en las causas criminales a los perturbados! Dirigí al delegado gubernativo una mirada significativa; pero se acercó a mí y me dijo:

—El sayj ‘Usfur es todo baraka[5]. Una vez nos hizo encontrar, enterrado en el fondo de un canal, el fusil de un acusado.

—Señor delegado: en vez de interrogar al sayj ‘Usfur y al sayj Turtur[6], haz el favor de ir con el ayudante y los soldados a registrar las casas de todas las gentes sospechosas.

El delegado gubernativo gritó:

—¡Señor ayudante!

El ayudante, que había oído mis palabras, entró en la habitación y presentó a su jefe “un atestado de registro en una sola hoja”:

—Ejecutamos el registro, Effendi[7].

El delegado gubernativo no lo miró siquiera y me lo pasó. Yo recorrí con la vista aquellas palabras largas y anchas hasta llegar a lo de siempre: «No hemos encontrado nada de armas ni de cosas prohibidas».

Puse debajo de la hoja: «Únase al atestado», y apoyando la frente en las manos me puse a pensar lo que convenía hacer en aquel asunto y a quién procedía interrogar para que nuestro atestado llenase por lo menos veinte folios. Y es que siempre me acuerdo de lo que cierto día me dijo el jefe de la fiscalía, al recibir un atestado de diez folios:

—¿Contravención? ¿Falta?

Al decirle yo que se trataba de un asesinato, exclamó sorprendido:

—¿Una causa de asesinato instruida en diez folios nada más? ¡Asesinato! ¡El asesinato de un ser humano en diez folios!

Me atreví a explicarle:

—¿Y si hemos atrapado al criminal con esos pocos folios…?

Pero no me hizo caso y se marchó pesando el atestado en la delicada balanza de su mano:

—¿Quién creería que este atestado es el asesinato de un hombre?

Entonces le dije inmediatamente:

—Si Dios quiere, la próxima vez vigilaremos el peso.

Todo esto andaba yo revolviendo, callado y cabizbajo, cuando la voz del sayj perturbado se alzó en la sala cantando:

Busca mujeres, si quieres

ver la fuente del pesar.

Las pestañas de mi amiga

alfombran medio marjal…

No me encolericé con el sayj por haber faltado al respeto debido a la instrucción con esta cancioncilla, y ni siquiera lo eché de la sala. Lo que hice fue reflexionar un poco sobre el sentido de sus palabras, por si tenían alguno que me sirviera de algo.

La única palabra digna de atención era la de “mujeres”. No había que buscar sospechosos, sino mujeres. Pero ¿qué mujeres? Jamás había visto un asunto más falto de mujeres que éste. El herido vivía solo, después de la muerte de su esposa, sin más compañía que la de su madre, una vieja paralítica que no se podía contar entre las mujeres. Indudablemente ‘Usfur no sabía lo que se decía. Este viejo verde es de la familia de los papagayos: repite palabras y canciones, sin querer decir nada de nada.

Pero ¡cuidado! La víctima tenía un niño. ¿Era posible que se ocupase de él aquella madre impedida y enferma?

—Alcalde, acércate.

Le espeté la pregunta, y me contestó con una inocencia infantil y una simplicidad de idiota:

—El niño está al cuido de la muchacha.

—¿De que muchacha?

—De la muchacha. La hermana de la muerta.

—¿Y es una muchacha mayor?

—Es una chica.

Me volví al ayudante y le ordené que hiciera comparecer inmediatamente a aquella muchacha.

A poco apareció una chica como de dieciséis años. Desde que estoy destinado en el campo jamás había visto otra más bella de cara ni de talle más esbelto. Se detuvo en el umbral de la puerta, con su larga túnica negra, como si fuese una muñeca de ébano que tuviese la cara de marfil. El alcalde le dijo animándola:

—Pasa, novia.

Avanzó vergonzosa, con paso titubeante, porque no sabía ante quién de los circunstantes tenía que pararse. El alcalde la encaminó hacia mí, y, cuando la tuve enfrente, alzó hacia mi dos ojos… Bueno; por primera vez me quedé cortado en la instrucción y no supe qué preguntarle.

El secretario, que no la había visto, porque se había parado detrás de él, notó mi silencio, que atribuyó al cansancio; mojó la pluma en el tintero y, alzando la cabeza hacia ella, le preguntó:

—¿Cómo te llamas, muchacha?

Pero en cuanto sus ojos se fijaron en ella, se abrieron con desmesura y ya no volvieron al papel.

Miré en torno mío y vi que mi soñoliento auxiliar estaba muy despierto y solícito, contemplando a la jovencita con dilatados ojos. Dirigí la vista hacia el delegado gubernativo y lo encontré en aquel momento sin pensar en el café ni en el bunn. En cuanto al sayj ‘Usfur se había corrido hasta ponerse a mis pies, acurrucado como un perro, mirando a la hermosa campesina con la boca abierta. No cabe duda de que la belleza ejerce un gran imperio. Me pareció que debía rehacerme al punto, antes de que las cosas siguieran adelante, y dije a la hermosa con los ojos en el vacío para no mirarla:

—¿Te llamas?

—Rim.

Lo dijo con una voz que hizo vibrar mi alma como una cuerda de instrumento herida por unos sutiles dedos. Tuve la certeza de que mi voz temblaría caso de interrogarla otra vez. Me paré y comprendí lo delicado de la situación, seguro de lo que la instrucción iba a alargarse, porque habría de detenerme como aturdido entre pregunta y pregunta. Reuní pues, las pocas fuerzas y energías que me quedaban, y le disparé una serie de preguntas seguidas, para que tuviera que contestarlas todas juntas. Luego le dije:

—Háblame de todo esto.

Me quedé mirándola y comprendí su gran asombro. Hasta este momento no había tenido ni barrunto de lo sucedido a la víctima. Acababan de despertarla para traerla ante mí, sin decirle nada. No quise informarle de lo ocurrido, porque había comprendido en ella cosas que no puede percibir más que la pura intuición. Le interrogué:

—¿Nadie ha querido casarse contigo?

Me contestó que sí y que el último que la había pretendido era un guapo mozo, al que ella no había hecho ascos; pero que el marido de su hermana, que hacía las veces de tutor, no había querido aceptarlo, como nunca había querido aceptar las muchas manos que se habían alzado pidiéndola, como se alzan las manos de los creyentes en la oración.

—¿Y tú lo odiabas por hacer eso?

Me dijo que no; pero con un tono cálido, de un calor particular, que también percibí con la intuición.

—¿Mantenías relaciones con ese mozo que te pretendía?

Me dijo que sí; que se habían visto un par de veces con toda inocencia, delante de la casa; que el muchacho sabía que a ella no le repugnaba como marido; pero que ella no quería desobedecer a su tutor.

Pero este tutor, ¿qué se proponía con espantar a los pretendientes y solicitantes? ¿Era por un desmedido deseo de verla feliz o porque no le encontraba un marido a su gusto?

Ella no lo sabía, aunque hubiera querido saberlo. Eso era lo que la desazonaba en ocasiones y lo que la hacía llorar. Quería saber; pero ¿saber qué? Nada. No podía expresarse. Saber expresarse es un don que no tiene todo el mundo. Además, saber expresarse requiere conocer con certeza las sensaciones que se esconden en los entresijos del alma. Y el alma de esta muchacha se me antojaba a mí como esos macizos de juncos y de cañaveras, a cuyo suelo no llega la luz más que en redondelitos como monedas de oro, que bailan en la oscuridad del suelo cuando el viento menea las cañas.

De todos modos, algunos circulitos de luz empezaban también a caer entre las líneas del atestado. Habíamos llegado a poner el dedo en uno de los nervios vitales del asunto. La sesión era deliciosa y la instrucción, dulce. Iba yo a pedir otra taza de café, cuando el auxiliar preguntó al oficial del puesto, que se había asomado a la puerta:

—¿Vinieron los sanitarios a llevarse al herido?

—Hace tiempo.

Entonces la muchacha lo comprendió todo, y empezó brotarle de la boca un grito, que reprimió en seguida por vergüenza de nosotros, aunque yo estaba seguro de que dentro de su alma había estallidos y explosiones. Quise proseguir mi trabajo; pero no encontré ante mí más que una pobre muchacha que me contestaba con palabras inconexas, sin enjundia ni jugo. Me pareció oportuno diferir la instrucción y le dije:

—Descansa, Rim.

Luego miré al delegado gubernativo:

—Lo mejor será acabar la instrucción por la mañana.

Pero él me señaló la ventana, por la que entraba a hurto la claridad del alba, que hasta entonces me había disfrazado la luz de la lámpara Como un autómata, me puse en pie, acordándome de que tenía hoy juicio de faltas y de que por la noche se me había pasado arreglar que me sustituyera uno de mis colegas fiscales. No tenía, pues, más remedio que volver a toda prisa para asistir al juicio a la hora exacta.

—Señor ayudante, tráete a la muchacha en la camioneta.

Cerramos el atestado para proseguir la instrucción después del juicio, en la fiscalía, y nos dirigimos hacia las cabalgaduras, que montamos para regresar. El sayj ‘Usfur iba detrás de nosotros, gritando y meneando su vara verde como un poseso excitado:

—Es ella misma.

El delegado gubernativo le contestaba:

—Ten juicio.

—Es ella misma… Con sus ojos… La conozco… Con sus ojos.

—Ten juicio, sayj ‘Usfur. Cuida de ti. Vas a caerte del borrico.

El cansancio se apoderaba de mis miembros, y me inclinaba sobre el lomo del rocín; pero gracias a que el vientecillo fresco de la mañana me daba ligeros golpes, como las bofetadas de frescura de un abanico en manos de una coqueta elegante, no perdí mi actividad y me puse a pensar. La canción de ‘Usfur se elevaba de pronto violentamente como si se le escapara con el corazón:

Las pestañas de mi amiga

alfombran…

No oí más. Lo que oí fue algo que caía al suelo. Nos paramos, y los guardias volvieron rápidamente a montarlo en el burro. Erguido sobre él, mientras se sacudía el polvo, decía gritando y siguiendo el hilo de su canción:

…medio marjal.

Oí que el delegado y mi auxiliar prorrumpían en carcajadas. Luego oí que el delegado gubernativo reprendía al perturbado, diciéndole:

—Vete con cuidado. Ya sabes que tu compañera se ahogó en el canal artificial hace dos años.

Pero mi pensamiento no estaba entonces ocupado más que con la imagen de la muchacha de la túnica negra, y con su secreto, en el que todavía no había yo penetrado; ese secreto que era la clave del asunto. Ahora me movía a poner en claro la cosa un deseo en que no entraba para nada el trabajo. Sí, yo también quería saber.

Siguió la caravana avanzando hasta llegar a una confluencia de canales, ancha y profunda, desbordante de agua, sobre la cual habían cruzado un madero de tronco de palmera, de un codo de ancho. El guardia empujaba por el anca a mi caballo, queriendo que pasara conmigo la confluencia por aquel madero, que era estrecho como el sirat[8]. Me di cuenta y grité:

—Pero ¿estás loco, guardia? ¿Vamos a pasar por aquí el caballo y yo?

En la cara del hombre se pintó la sorpresa:

—Excelencia, esta noche misma ha pasado por aquí con este caballo.

Yo miré al madero con una especie de terror:

—¿Quién? ¿Yo? ¿Que yo he pasado esta noche la confluencia por aquí, sobre este madero? ¿Que iba montado entonces sobre este caballo? ¡Imposible!

—El camino es ancho, Excelencia, y el caballo es listo.

No quise escuchar más. Si a su juicio aquel madero era un camino ancho, indudablemente en la otra vida yo podría cruzar el sirat montado en un camello. Y en cuanto a la listeza del caballo, me la garantizaba él, que iba a pie; pero ¿qué podía moverme, a mí que era el jinete, a aceptar esa peligrosa fianza?

A toda prisa descabalgué y cruce la confluencia, por aquel madero, a pie, apoyándome en mi bastón.
*Extracto y resumen biográfico autorizados y cedidos por cortesía de Ediciones del viento para la Revista Seda. Está prohibida la reproducción parcial o total de los presentes textos sin previa autorización. (http://www.edicionesdelviento.com)

Título original: Yowniiat Naa’b Fi al Ariaf

Traducción y prólogo: Emilio García Gómez

© Instituto Hispano-árabe de Cultura, 1955

© Ediciones del Viento, 2003

1ª edición, octubre 2003

2ª edición, abril 2004

ISBN: 84-933001-3-6

[1] Arkoun, Mohamed, El pensamiento árabe, trad: José Gonzalo Castaño, Ediciones Paidós ibérica, Barcelona, 1992, Pág. 119.

[2] Vernet, Juan, Literatura árabe, Ediciones El Acantilado, Barcelona, 2002, Pág. 253.

[3] Bunn designa la planta y el grano del café, pero no la bebida.

[4] Sala en que son recibidos los visitantes varones.

[5] Baraka, literalmente “bendición”, significa también “poder carismático, sobrenatural” anejo a las cosas o personas que se reputan santas.

[6] El segundo nombre viene inventado y en rima con ‘Usfur, para acompañar a éste. Como si en español, tratándose de un “tío Juan” dijésemos: “al tío Juan y al tío Adrián”.

[7] Palabra turca que significa señor, y sigue usándose mucho en árabe.

[8] Camino sutil, como un cabello, por el que los musulmanes creen que en la otra vida se ha de pasar al paraíso.

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