Partiendo de la investigación del mexicano Gustavo Vargas Martínez, Daniel Sorín nos presenta en este relato de ficción inédito al momento, el melancólico retorno de Zheng He, almirante de la más grande flota imperial de la antigua China, quien luego de circunnavegar el planeta, habiendo cruzado por el estrecho de Magallanes cien años antes de que éste lo bautizara con su nombre, retorna a una patria que no es la que lo vio partir.

Ya era de noche cuando caminó por el sendero de hojas crujientes. Se sentó, ensimismado, al borde del agua; a sus espaldas estaba la casa que había dejado años atrás, lucía todavía majestuosa y solitaria. Había llegado navegando por el Gran Canal con las últimas luces y, mientras languidecía el día en un oscuro atardecer rojizo, Zheng He había reprimido esa extraña sensación que no sentía desde su lejana niñez. Ahora, solo frente al espejo líquido, recordada que había bajado de la nave mientras el viento del poniente azotaba los techos curvos de la gran capital.

Hacía dos años que faltaba, pero no alojaban su corazón y su memoria ni nostalgia ni desasosiego, solamente esa sensación inexplicable de ansiedad. Durante su ausencia no lo había atribulado la zozobra ni desvelado los recuerdos, pero sí un impreciso rumor parecido al miedo. Era susurro quedo y persistente con el que no había combatido, pero al que supo sentar a su mesa como a un invitado, sino preciado sin duda inevitable. Mientras bajaba por la escalerilla, el almirante Zheng He supo, no por el movimiento inquietante de las frondas de los árboles, ni por el balanceo rítmico de las olas a sus espaldas, y menos aún por comentario de hombre alguno, que esa calma era tan frágil y delicada como la más finísima de las porcelanas fabricadas en el Imperio. Intuyó, no en la mente sino en su corazón, que estaba apunto de tropezar con una noticia, un aviso, o una advertencia, que cambiaría su vida.

Todavía en la escalerilla —memoraba ahora—, había cerrado los ojos, respirando el aire salobre y pesado, sintiendo el leve cosquilleo con el que la Fatalidad anuncia sus proezas: era breve pero reconocible, un hormigueo en la base de su miembro, en el centro de su sexo inconcluso.

Ya en tierra, un soldado se acercó, tenía, como debe ser ante un superior, la mirada amparada en el piso.

—Almirante, el emperador quiere que sepa que su corazón reboza de alegría por su regreso y que quiere verlo. Pero desea que ahora descanse, una escolta irá a buscarlo a su casa mañana al mediodía para llevarlo ante su presencia.

Él le había agradecido y, acaso olvidado de que el hombre era lo que era, exclamó no sin sorpresa que bien sabía como ir a la Ciudad Prohibida. Raro, muy raro, no solía compartir pensamientos ni perplejidades a no ser con sus pares. Debía ser la Fatalidad que lo hacía proceder así, pensó. Después escuchó que el hombre señalaba lo que, efectivamente, cambiaría su vida.

—La Ciudad Prohibida ya no existe, almirante.

“La Ciudad Prohibida ya no existe”, se repetía a sí mismo, ahora, mientras contemplaba su rostro en el espejo líquido del agua.

Treinta y cinco años antes, oscuras luchas políticas en Kunming, la capital de Yunnan, habían enterrado el futuro de un hombre desafortunado que, mongol y musulmán, había sabido peregrinar a La Meca. Su hijo, San Pao Tai-chien, fue entregado a los vencedores; debía ser un jovencito despierto porque poco después sirvió en el gineceo del príncipe de Yan, razón por la cual fue castrado. San Pao, a pesar de su origen étnico y religioso, se abrió paso por su notable inteligencia. El príncipe, que siempre apreció sus servicios, lo llamó Zheng He, que quería decir: eunuco que vale tanto como tres piedras preciosas.

En 1403 el príncipe de Yan, cuarto descendiente de Zhu Yuanzhang, fundador de la dinastía Ming, se convirtió en el emperador Zhu Di, y su fiel eunuco en el almirante Zheng He.

Aquellos eran tiempos decisivos. China había desarrollado la industria y el ingenio que conlleva como nunca antes, y parecían avecinarse grandes cambios. El nuevo emperador, hombre resuelto, poseía el espíritu necesario para ubicar a la nación en la margen del río en que mora el futuro. Pero, como cada vez que una fuerza avanza hacia ignotos horizontes moviliza otra que posa su mirada en el pasado conocido, el Imperio se veía fracturado entre quienes deseaban mercar con el mundo bárbaro más allá de sus fronteras, y quienes sólo veían en la inmensidad de sus llanuras y mesetas el campo propicio para trabajar la tierra.

El emperador Zhu Di trasladó la capital de Nanjing a Beijing, edificó la Ciudad Prohibida donde habitarían los emperadores y mandó a construir una flota gigantesca formada por miles de barcos, entre ellos doscientos cincuenta pao chuan, o barcos del tesoro. Generalmente los pao chuan tenían cinco mástiles, pero algunos llegaron a poseer nueve palos y más de ciento treinta metros de eslora, con capacidad para transportar centenares de toneladas de carga. Los pao chuan tenían proas cortas y carecían de quillas y, como sus fondos eran planos, podían encallar en la arena sin riesgo. De semejante flota ha hablado el célebre tunecino Ibn-Battuta que, en su legendario A través del Islam, confesó que la rada de Zaytun era la mayor del mundo, y que en ella había visto en obra cien enormes juncos, aparte de incontables embarcaciones menores.

Zheng He fue el almirante mayor de esa flota y realizó varios viajes que lo llevaron hasta alejados confines. El primero de ellos fue en 1405 y duró dos años, en los que visitó Vietnam, Siam, la península Malaca y Java; en el segundo arribó a Ceilán; en el tercero a Hormuz; en el cuarto a Egipto y La Meca; en el quinto al golfo Pérsico y la costa oriental del África: Brava, Djofar, Aden y Malindi, hasta llegar al emporio comercial de Sofala.

Ahora, mientras contemplaba su propia mirada en el agua, el almirante eunuco llegaba de su sexto viaje, el más extraño, el más formidable y exótico que hubo realizado.

Al día siguiente, justo al mediodía, la guardia del emperador lo fue a buscar, los soldados lo escoltaron con solemnidad, estaban ataviados con ropaje de gala y lo condujeron hasta el palacio. Lo hicieron con el respeto de quienes llevan a un rey, Zheng He era, para entonces, el más grande navegante de la historia. El almirante, con sus casi dos metros de altura y sus anchas espaldas, salvó las diez puertas que se abrieron a su paso y que se cerraron, en silencio, delicadas y trémulas, detrás de él. Después esperó al emperador en un sala de más de treinta metros de largo, solitaria y silenciosa.

Dos años antes se había inaugurado la Ciudad Prohibida con grandiosos festejos, por lo que veintiocho emperadores, reyes o jefes de estado, con sus mujeres, concubinas, ministros y escoltas habían llegado a Beijing. China, por fin, se abría al mundo. Cuando los agasajos terminaron, casi con el invierno, una flota compuesta por más de un centenar de barcos, el 5 de marzo del año 1421, se hizo a los vientos para llevar de vuelta a los visitantes a sus tierras. Zheng He dividió tripulación y navíos en cuatro flotas comandadas por cada uno de sus almirantes: Hong Bao, Zhou Man y Zhou Wen, reservándose para sí la última. Tan pronto como terminaron de dejar en sus dominios a los visitantes se reunieron en Sofala, al sur del estrecho de Mozambique, desde donde partieron a cumplir con las misiones secretas que el emperador Zhu Di les había encomendado.

Fue cuando pusieron rumbo hacia las profundidades del mundo, por mares y países desconocidos. Tres o cuatro meses después de su partida llegaron a Calicut o Koylicota o Kozhikode, en el suroeste de la India, allí subieron varios árabes musulmanes, y junto con ellos, un joven mercader veneciano ganado para el Islam de nombre Niccoló dei Conti.

Los chinos navegaban guiados por la estrella Polar, su astronomía determinaba la ubicación norte-sur según la distancia al Polo Norte. Brillante y fácilmente identificable, la estrella Polar les indicaba la latitud según la altitud que tuviera. A noventa grados, justo encima de la cabeza, la observaría quien estuviese en el Polo Norte, y a cero grado, en la línea misma del horizonte, quien estuviese situado en el Ecuador. Pero en el hemisferio meridional, al sur del Ecuador, los navegantes chinos perdían a su estrella y la navegación, a pesar de los buenos oficios de brújulas y compases magnéticos, se hacía azarosa. No es seguro, pero hubo quienes afirmaron que los árabes subieron en Calicut porque sabían orientarse a la manera de Occidente, sin tener a la vista la estrella Polar.

Bajaron por la costa oriental del África y, rodeando el cabo de Buena Esperanza, llegaron a cabo Verde. Después de atravesar el Atlántico conocieron las costas del Brasil y pusieron proa hacia el sur, pasando por un ancho estuario hacia poniente y llegando al mar Antártico. Allí la flota se dividió, unos volvieron a China por el Índico y otros, atravesando un estrecho, pasaron al Pacífico, donde navegaron hacia el norte, salvando la línea ecuatorial. Después cruzaron el océano para llegar de vuelta al Imperio.

Pero antes de que la flota se dividiese, una docena de naves amarraron un tiempo en una bahía, la misma en la que estaría un siglo después un navegante portugués de nombre Fernao de Magalhais, y un duro corsario hijo de un pastor puritano, Francis Drake.

Más al sur, en las gélidas tierras del estrecho que comunicaba los océanos, conocieron a unos seres altos y esbeltos cual mongoles, que vestían con pieles desconocidas, encendían fogatas y usaban grandes calzados.

Cuando el emperador entró en la sala, Zheng He creyó que el corazón se le paralizaba, su espalda se encorvó y su cabeza se apoyó en el piso mientras un estruendo interior, un trueno imposible, parecía provenir de su alma. Entonces comprendió: el emperador no era Zhu Di.

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Mapamundi de Zheng He (1418)

El almirante llegó a China en 1423, había circunnavegado la tierra y traía un tesoro de mapas, observaciones y mediciones capaces de revelar el mundo con exactitud.

Con ese conocimiento China podría ser la más espléndida potencia naval.

Pero el emperador había sido derrocado y la Ciudad Prohibida destruida presa de las llamas de un pavoroso incendio.

El nuevo soberano prefirió ser más prudente. El enorme imperio comenzó a mirarse para adentro, con una visión interior y paciente, como la que Confucio reclamaba a los hombres.

Un siglo después del arribo del almirante Zheng He a Beijing no quedaba ninguna de las miles de naves que formaron la flota imperial.

Sobre El Autor

Escritor. Nacido en Buenos Aires, ganador del Premio de Novela de Emecé en 1998 con Error de cálculo (Emecé, 1998), una "reinterpretación de las atrocidades de la dictadura militar en clave de ciencia ficción", según escribió Luis Pestarini en La ciencia ficción en la literatura argentina, un género en las orillas. Autor de El dandy argentino (Grupo Editorial Norma, 2000), Palabras escandalosas (Sudamericana, 2003), Palacios. Un caballero socialista (Sudamericana, 2004), Velas para Gilda (La Bohemia, 2007), El hombre que engañó a Perón (Sudamericana, 2008), El cerco (Del Nuevo Extremo, 2012), La última carta (Edhasa, 2013), John William Cooke. La mano izquierda de Perón (Planeta, 2014) y Tres segundos es una eternidad (Vestales, 2016),

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