Los filósofos de la gnoseología han debatido durante siglos sobre la naturaleza y el origen del conocimiento. El racionalismo y positivismo han contribuido a que la discusión gire en torno a un objeto de conocimiento restringido dentro del campo de lo sensible y de lo científico, y han restado valor al conocimiento intuitivo y de la fe. Las teorías del conocimiento actual se centran más que nada en el «saber qué» y el «saber cómo», conceptos centrales para la vida material del hombre. ¿Pero qué hay de la dimensión espiritual de la persona humana, el «saberse»? En el siguiente artículo, el autor rescata esa otra dimensión y nos comenta la forma tradicional de transmitir esta sabiduría en la cultura india clásica. Al leerlo, comprenderemos la naturaleza analógica del lenguaje y aprenderemos a encarar la lectura de los textos sagrados sin perder de vista su naturaleza metafórica, su calidad de poemas.

“María, sentada a los pies del señor,
escuchaba su Palabra”. (Lc. 10, 39-40)

Aproximación histórica.

Las Upanishad son los textos que constituyen las porciones concluyentes del Veda, la literatura sagrada más antigua de la India.  Son el punto culminante de este antiguo y profundo pensamiento. Por ello es que son denominadas Vedanta (final del Veda).  También significa que el propósito del pensamiento Védico se cumple o llega a su cenit con las enseñazas que recorren y delinean a las Upanishad.

Estos textos sagrados constituyen las fuentes básicas de la filosofía de la India y han ofrecido inspiración no sólo a los sistemas ortodoxos, sino también a las llamadas escuelas heterodoxas (como por ej. el budismo) y a sin números de pensadores de occidente.

El secreto de su encanto radica no sólo en la cosmovisión (no dualista) que transmite, sino también en el modo en que dicha enseñanza está expresada.

Al no ser compendios sistemáticos de pensamiento filosófico, ni tampoco atribuibles a un sólo autor, estas escrituras guardan siempre un dejo de misterio, tanto por su anonimato como por su forma de redacción. La tradición de la India sostiene que los sabios, cuyas intuiciones están escritas en las Upanishad, se hallaban más cerca de ser poetas místicos que grandes estudiosos de la metafísica.

Para el espíritu sensible no resulta difícil asombrarse y ponerse en contacto con el núcleo de sentido y la autenticidad de la experiencia que tales enseñanzas transmiten, nacidas todas, evidentemente, del contacto directo con una realidad superior más profunda o auténtica, en palabras más existenciales. Estas experiencias eran transmitidas en forma de narraciones y parábolas, de diálogos informales y conversaciones íntimas. En muchos casos se emplean expresiones simbólicas que, más que hacer explícito el mensaje, ocultan el sentido que aparentemente intentan expresar. Es por ello que es muy común oír que su sello distintivo está en su contenido de evidente tonalidad poética.

Es por esta razón que la enseñanza podía comunicarse sólo a aquellos que estaban aptos para recibirlas, maduros para acogerlas. Sólo una conciencia receptiva, una conciencia simbólica y comprometida era y sigue siendo capaz de percibir el sentido de tales palabras.

Como iremos desarrollando y viendo, sólo una actitud verdaderamente religiosa, femenina y dispuesta a la más profunda escucha podía crear el cuenco para albergar semejante educación.

Otra lectura.

La contextualización histórica, apenas mencionada anteriormente, explica mucho sobre lo que son las Upanishad. No obstante, esta aproximación no es la única posible para abordar el tema pretendido. Por ello se intentará suscitar el espíritu de las Upanishad, ahondando a la vez en las características que estos escritos necesitaban en la audiencia para ser comprendidos. Para ello la pregunta que haremos para comenzar no será: “¿Qué son las Upanishads?”, sino más bien: “¿Qué nos dice la palabra Upanishad sobre estos dos puntos que buscamos desarrollar?”.

No nos es posible conocer la cosa en sí, sino más bien, recibirla como ésta se aparece frente a nosotros, o bien, como nosotros la dejamos mostrarse. Es por ello que, en la tentativa de acoger esta interrogante, no intentaremos responderla de una forma puramente descriptiva, sino que trataremos de abrir una reflexión. Más que afirmar y establecer enunciados, agrietaremos profundizando, en lugar de cerrar o arribar a conclusiones. Sin embargo, sí buscaremos aproximarnos en intimidad a la misma, más allá de que su esencia permanezca siempre oculta, siempre por descubrir.

Un gran escritor argentino, Jorge Luis Borges, dejaba entre sus papeles una corta aunque profunda sentencia que decía “el nombre es la esencia”.  René Guenon, en uno de sus libros: “Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada”, nos cuenta que, “toda significación debe tener originariamente su fundamento en alguna conveniencia o armonía natural entre el signo y la cosa significada”[1].

Y profundizando, lo dicho por Borges y sugerido por él, nos recuerda que

“Adán, al recibir de Dios el conocimiento de la naturaleza de todos los seres vivos, pudo ponerles nombre (Gén. II, 19-20) y que casi todas las tradiciones antiguas convergen en enseñar que el verdadero nombre de un ser va unido a su propia naturaleza o esencia”[2].

¿Será esto cierto en el caso de las Upanishad? ¿Podremos barruntar algo de la esencia meditando sobre su nombre?

De la misma manera en que, el sacerdote y poeta, Hugo Mujica declara en la apertura de su obra “Flecha en la niebla”, nosotros también creemos que

“las palabras hablan, hablan cuando dejamos que sean ellas mismas las que se digan, las que nos hablen. También ellas buscan ser escuchadas, quieren declarar algo a quien las dice”[3].

Sumergirse en la palabra.

El significado etimológico del término Upanishad es “sentarse, yacer (sad) cerca (upa) con devoción (ni)” e indica la manera en que las doctrinas contenidas en las Upanishad eran aprendidas en un principio por los discípulos en pequeños cónclaves, sentados íntimamente de sus respectivos maestros, escuchando y aprendiendo.

Podríamos, entonces, a partir de esta primera aproximación a la palabra Upanishad, propuesta por T.M.P. Mahadevan, distinguir tres momentos.

1)     Sentarse, yacer;

2)     Cerca;

3)     Con devoción;

Sabemos que si bien el término es indivisible existencialmente, es posible deslindarlo conceptualmente para ir profundizando en cada momento para, desde allí, abrirnos al siguiente y arribar a una comprensión más honda de este símbolo ante el cual nos hallamos.

Sentarse.

nota06_img1“Sentarse, yacer, echarse, tenderse” dice el profesor y sacerdote catalán Raimon Panikkar. Éstas son algunas de las palabras que nos colocan en el primer peldaño hacia la hondura, hacia lo que hemos de saber para comprender el espíritu de las Upanishad.

Antes que nada, yacer nos sugiere un estado sedante, un estado donde nos hemos detenido, donde hemos parado la maquinaria de nuestras acciones, de nuestros pensamientos, de nuestras emociones. Nos echamos o nos tendemos en el cansancio, antes de ir a dormir, cuando el cuerpo y la mente se han serenado, cuando urgen y reclaman reposo a la voluntad. “Cittavrtti nirodhah”[4] dirían los yogasutras de Patanjali.  El cese de los movimientos en la conciencia insinuaría su traducción. Es el reclamo que nos hace una actividad profunda en pos de ser vivida intensamente; dejar de lado la oscilación entre las cosas que han sucedido (pasado) y las que han de acaecer (futuro) para sumergirnos en la pura concentración capaz de captar el acontecer original y originante de cada instante.

Al frenarse todas estas actividades y poder echarse, o mejor aún, yacer, como sugiere la tentativa traducción que hace el profesor Panikkar, sucede algo al escuchar esta palabra. Yacer también puede ser morir. ¿Pero qué es lo que muere? Como explicaría el Maestro Eckhart, “este morir es una cesación y no un dejar de vivir, una disponibilidad total, su integración en una instancia superior”[5]. Es esta instancia superior la que nos conduce hacia la plena serenidad, la pureza de corazón o como diría la espiritualidad flamenca del siglo XIV: “Gelassenheit”, sosiego, dejar-ser. La instancia en la que nuestro ser se ha dispuesto a la escucha para “recibir la Palabra y darle el espacio oyente en el que pueda labrar su resonancia. En el que pueda expresar su comunicación creativa y creadora”[6].

Después de haberse echado, en vías de detenerse, para estar y para en ese habitar serenarse, nos vemos preparados para escuchar, para hacer de nuestro ser un receptáculo y no un instrumento de imposición. Hugo Mujica nos recuerda en la “Palabra Inicial” que, “la expresión esencia (…) se remonta al indoeuropeo sed, raíz que implica estar sentado. Raíz que denota una expresión que funda, por asentamiento, como el recogimiento propio de las culturas sed-entarias, en torno y dentro de cuyo recogimiento los hombres construyen sus casas y poblados, labran y cultivan la tierra.  Aman, sufren y sueñan.  Recuerdan y mueren”[7].

Sentarse es símbolo de esta actitud de disponerse al encuentro de la esencia, de lo más propio; o mejor dicho de recogerse para lograr la apertura adecuada con el fin de que ella surja; o bien, para que lo esencial nos penetre, cualquiera sea la dirección en que esto acontezca.

“Todo lo que se le pide a la criatura es precisamente nada, una nada en la que se anuda todo lo posible, un abrirse en pura receptividad.  Abrir “la esencia del alma, allí donde esté el profundo silencio, la profunda receptividad que es la desnuda escucha”[8]…

Cerca.
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Cerca, juntos, a los pies… “Ni estamos ni somos solos”, dice Raimon Panikkar. Juntos es como crecemos, nos desarrollamos e intentamos cumplir con nuestro destino. Es la cercanía de nuestras almas la que genera el calor suficiente que nos mantiene vivos en el frío de las tristezas, la proximidad de nuestros cuerpos para acompañarnos, para alentarnos, socorrernos o abrazarnos en momentos de dolor y de profunda tristeza.  Así es como las tradiciones se sostienen y perduran: trasladando el testimonio de lo vivido, de lo aprendido, a las futuras generaciones.

La intimidad, la cercanía esencial parece ser una condición primordial para la transmisión del verdadero conocimiento (el saber), para que el espíritu de la tradición se continúe renovando, para que siga siendo guardado y recordado en lo profundo de los corazones.

“Lejos de ser el relato o la crónica de hechos históricos, el recordar es de otra índole, de otra cualidad. Tanto re-cordar como a-cordarse, albergan la sílaba cor –o el ker griego-. Albergan el corazón, es decir, tener el corazón en, estar acorde con. Para San Agustín la memoria es una facultad del alma, la que recuerda su origen de creatura, su finitud y dependencia, y, en ello, su destino hacia su creador, su eternidad”[9].

Las Upanishad nos hablan de este misterio, nos musitan el misterio de la vida, de nosotros mismos, del creador, de la verdad de todo en cuanto que, como diría el sabio javnivlakya, se halla guardado en el corazón, en el centro hipostático del hombre, o en términos más modernos, en el sí mismo, su identidad más profunda. Por eso es que resulta indispensable la pureza de corazón, la predisposición amorosa para recibir este saber. Raimon Panikkar nos recuerda que

“saber es mucho más que conocer, como conocer es más que calcular y poder predecir.  Saber es saborear y también amar”. “La palabra ciencia, hasta el comienzo de la ciencia moderna, no indicaba lo que ahora indicamos con tal palabra. Jñana es la palabra sánscrita que en griego se convierte en gnosis y en latín en scientia, de donde viene precisamente ciencia. Ciencia es conocimiento pleno. La ciencia significaba siempre esta especie de abrazo, unión y comunión con la realidad”[10],

… Éste estar cerca.

Con devoción.
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“Lo que designamos ontológicamente con el termino “encontrarse” es, ónticamente, lo más conocido y más cotidiano: el temple, el estado de animo”.  “Así comienza, en Ser y Tiempo, la descripción de la “constitución existenciaria del ahí”. De los tres existenciarios que plantea Heidegger en su analítica existencial, de las tres formas en las que el hombre se encuentra en el mundo –la situación afectiva o estado de ánimo, la comprensión y el discurso- la que ocupa el primer lugar, significativamente, es el temple anímico.  Lo que nos enseña que éste tiene, con respecto a los otros, una situación fundante: la tonalidad afectiva de-termina nuestra situación en el mundo.  Las cosas, la vida, no tienen para el hombre sólo una significación, tienen, antes que nada, una validez y una evaluación afectiva: el mundo nace para el hombre, global y primigeniamente, como un acontecimiento afectivo”.

El hombre es antes que todo y ante todo, su temple.  El hombre colora tanto su comprensión como su interpretación del mundo con su tesitura anímica, su tonalidad”[11].

Con devoción, nos dice la palabra Upanishad. ¿Qué es la devoción? “Sentimiento inspirado por algo o alguien, en el que se funden: admiración, respeto, amor y adhesión. También, actitud de íntima entrega en la realización de un acto”.  Estas son algunas de las definiciones que el diccionario nos acerca de esta palabra.

Como bien decíamos en la introducción, “la enseñanza podía comunicarse a aquellos que eran aptos para recibirlas y para beneficiarse de ella”. Por esta razón, el devoto no es tanto el que está preparado intelectualmente para entender, comprender y razonar tales palabras, sino quien se halla comprometido afectivamente, enamorado y atraído a encarnar el sentido.

El amor contiene tanto su elemento racional (logos) el entendimiento, como su rostro irracional (eros) o pasión. El amor hace posible que la cosa amada no pierda su misterio, su encanto sobre nosotros. También, genera en nosotros deberes y responsabilidades hacia ella: compromiso.

Como epílogo: “Las Upanishad se leen como se lee un poema”.
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Como conclusión transcribiremos una reflexión realizada por el sacerdote y poeta Hugo Mujica sobre la lectura de la poesía. Son palabras que sintetizan el mensaje que se quiere transmitir: mostrar una de las tantas maneras en que intuimos que las Upanishad deberían ser abordadas… como poemas.
“Antes de encarar el tema de la particularidad de la lectura de un poema, empecemos por afuera, por nosotros, los lectores. Sin duda hay un situarse ante todo y, también, sin duda, cada situación pide ella misma una manera distinta de ser abordada. En cuanto a la lectura, es evidente que no es lo mismo tener los ojos sobre un diario que sobre la «Divina Comedia», un manual de computación que un libro de poemas… Sólo si tenemos una actitud propia para cada encuentro, cada encuentro nos podrá revelar lo propio de sí.

La actitud esencial ante un poema, para que él nos hable, nos entregue su esencia poética, no es buscar sacar algo, sea una definición, un concepto, una respuesta, sino la de abrirse al poema como ante una totalidad, un mundo verbal que se conjuga en sí mismo, dentro de sí. Es saber que la poesía no describe al mundo, inscribe un nuevo mundo, abre perspectivas, alternativas… instaura nuevos sentidos. Los crea.

Sentidos, no significados; la pregunta sobre qué dice la poesía no es la pregunta sobre el significado sino sobre el sentido, es aquello que no dicen las palabras pero se dice en las palabras, aquello que más que decirse hace que lo diga yo. No se trata de qué dice la poesía sino qué me hace decir sobre mí, sobre el mundo, la vida: no qué dice sino qué enciende, que alumbra.

Tampoco se trata de sacar algo de un poema, de quedarme con una idea, se trata de que me saque, me saque del mundo mental en que solemos encerrarnos. Me saque del mundo pragmático y utilitario para ponerme en otro lugar: ponerme en un mundo abierto, o en lo abierto del mundo que es lo que la poesía expresa, expresa y abre, expresa abriendo”.

Las Upanishad “se leen como se lee un poema o se escucha una sonata, sin para qué, no buscando que nos informe sino esperando que nos transforme”[12].

[1] GUENON, Rene, Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada, PAIDOS ORIENTALIA, Barcelona 1995, pag. 19

[2] Op. Cit.

[3] MUJICA, Hugo, Flecha en la niebla, editorial TROTTA, Madrid 1997, pag. 11

[4] IYENGAR, B.K.S., Luz sobre los yoga sutras de Ptanjali, Ed. Kairós, Barcelona, p. 94 (1.2)

[5] MUJICA, Hugo, “La palabra inicial”, Trotta, Madrid, 1995, p. 165

[6] Ibid.

[7] Op. Cit  pag. 174

[8] op. Cit. Pag . 165

[9] Ob. Cit., p. 120

[10] PANIKKAR, Raimon, Ecosofia, San Pablo, 1994, p. 22

[11] MUJICA, Hugo, “La palabra inicial”, Trotta, Madrid, 1995, p. 191

[12] http://lacassandra.8k.com/paginas/poeticamujica.html

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