Tocó lluvia la calurosa mañana en que pautamos la entrevista con Germán Marín en un hotel internacional del microcentro. Tres factores desalentadores (calor, lluvia y centro) para cualquier plan que no involucre quedarse en la cama viendo algún clásico del cine americano; pero la lectura de Carne de perro, Conversaciones para solitarios y Lazos de familia, los tres títulos que del autor chileno reeditara en nuestro país Random House Mondadori, me inyectó la fuerza de un inconmovible deseo por conocer al dueño de una pluma que inexplicablemente se encuentra aún hoy, al menos en nuestro país, lejos de la popularidad que le corresponde.

Valió la pena, Germán Marín controló su ansiedad (como así también un servidor) y respondió pacientemente mis preguntas en una pintoresca cafetería de esta nueva Buenos Aires libre de humo.

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Algunos miembros de la guerrilla urbana son masacrados por fuerzas de seguridad, contra las órdenes del presidente Allende; uno de sus sobrevivientes se inmola con un cinturón de dinamita a las puertas de la central de policía… Después de leer Carne de perro lo primero que se me ocurre preguntarte es si tuviste alguna participación política en la década del ’70…

Germán Marín: No. La participación política que podía tener un ciudadano chileno en aquellos días respecto al suceso que hubo, que fue bastante grave. Grave por lo que sucedió y por las consecuencias políticas que significaba en un momento de fragilidad democrática como era el gobierno de Allende, de muchos asedios desde distintos lados. En ese sentido, como ciudadano me interesó mucho esta historia.

E. C: ¿Cuál fue tu primer acercamiento a los acontecimientos?

G. M: El primer contacto que tengo yo con esta situación de Carne de perro fue auditivo, y conservé la percepción de ese instante porque fue algo que nunca me había ocurrido, algo que me evocó el Saturno de Goya. Yo iba por la calle Ahumada, que es una calle muy céntrica y sentí una gran explosión, como un gran bostezo, como si un gran gorila en algún lugar hubiera bostezado; en ese momento veo correr policías en dirección del cuartel. Ese fue el primer contacto con esta historia y mi única relación; luego hice una pequeña investigación periodística para averiguar qué había ocurrido, qué decía la gente del gobierno de Allende sobre esta situación, porque había algo muy claro… Allende había afirmado en una serie de oportunidades que su gobierno nunca iba a cometer un acto de sangre bajo su administración. Esto lo decía porque en general todos los gobiernos que habíamos tenido fueron inevitablemente teñidos por algún hecho de sangre, alguna masacre…

El origen de los acontecimientos narrados en el libro proviene también un poco de una venganza por una masacre que hubo en un lugar que se llama Pampa Irigoin1.

Entonces yo investigué el tema, investigué por el lado de todos los protagonistas. Por el lado de la VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo) me fue difícil obtener información, pero también investigué por el lado del gobierno. Yo en ese momento no pensaba en escribir la novela, pero el tema me interesó, empecé a indagar y empecé a anotar…

E. C: ¿Ya en ese momento estabas dedicado a la literatura?

G. M: En ese momento yo estaba por publicar mi primer libro que se llama Fuegos artificiales, y estaba preocupado por eso. Por otro lado, en ese instante yo dirigía una Revista de la Editorial Universitaria que se llamaba “Cormorán”, que era el nombre de una colección que tenía dicha Editorial, la hacía con Enrique Lihn, él era el Director y yo era el Jefe de Redacción y nos entreteníamos mucho haciéndola…

Entonces, como te decía, investigué por ambos sectores, obtuve mucha información y la guardé en unos cuadernos. Después, ya pasado un año y medio del golpe, tuve la suerte de conocer en Méjico a alguien que por el lado del gobierno había estado en una relación muy estrecha con todo este tema, y eso me aclaró mucho más las cosas, entonces empecé a escribir… Pero escribía y lo dejaba, porque soy medio vago. A veces me acordaba del cuaderno, escribía un par de páginas y decía ‘bueno, voy a seguir mañana’, y ese “mañana” era otro año…

Un buen día lo terminé, me di cuenta de que ya estaba listo y lo guardé.

Lo publiqué años después al volver a Chile en Planeta -mis primeros libros empezaron a aparecer por Planeta, después me pasé a Sudamericana-.

E. C: Uno de los puntos fuertes de la novela es descubrir cierto orden paralelo al institucional.

G. M: Claro, como te decía antes, el gobierno estaba preocupado por que se cumplieran estrictamente las leyes y el propio Allende se había comprometido a evitar derramamientos de sangre, pero fue el Ejército quien rompió ese acuerdo, como queda bien en claro en la novela, y por la fragilidad del momento político Allende se la tuvo que tragar… Entre paréntesis, la persona que dirige el operativo, como Jefe de la Guarnición de Santiago, fue nada menos que Augusto Pinochet, y las instrucciones de Pinochet fueron “matar”, no dejar testigos.

Esa es más o menos la historia; esa es la implicación que yo tengo con este libro.

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¿Te lo publicaron ya instalada nuevamente la democracia?

Lo publiqué en un momento todavía muy incierto de la democracia en Chile, si bien ya había un presidente constitucional, Pinochet seguía de Gobernante en Jefe del Ejército. Cuando se editó la primera edición, las cosas estaban todavía raras, pero finalmente tuvo resonancia, tuvo muy buena crítica… “El Mercurio” lo soslayó un poco, pero habló. En fin, todas esas cosas que más o menos también ocurren acá con cierto tipo de libros que no se sabe muy bien dónde ubicarlos.

¿Estuviste exiliado durante la dictadura?

A los pocos meses de establecerse la dictadura me fui, estuve en Buenos Aires, pero con muy mala fortuna, porque en ese momento empezó acá la Triple A y mataron al General chileno Carlos Prats en Buenos Aires. Yo tenía información de Chile de que la cosa venía muy dura acá, y dije “-No, vámonos”. Y nos fuimos a Méjico, conseguí Visa y en Méjico estuve un año y medio, yo tenía dos hijos que estaban creciendo, y la verdad que Méjico no me gustaba para un par de niños, porque ellos ya iban a entrar en la universidad y el tema de las drogas estaba muy fuerte… Entonces, en ese momento muere Franco y se me abren las posibilidades de ir a España, ahí estuve como 17 años, en Barcelona. Los catalanes siempre me preguntaban cuántos años llevaba allá y yo les decía “-170 años, por como me aburren ustedes…”. La verdad que la ciudad me gustaba mucho, pero los catalanes me aburren soberanamente. Estuve 17 años y ahí, producto del aburrimiento, que es un gran incentivo, me puse a escribir; cuando no hay nada que hacer uno cae en manos del psiquiatra, pero sale mucho más barato escribir que hacer análisis…

¿Te exiliás por la revista?

No, era una revista inofensiva…

Acá la Junta Militar prohibió El principito, y un montón de revistas inofensivas…

Sí, allá también, bastaba que tú tuvieras un nombre medio ruso, medio judío y chau, fuera… Pero no. ¿Por qué me voy? Yo era director de un Centro de publicaciones de la Universidad Chile, de un Centro de Estudios Socioeconómicos, que para la dictadura inmediatamente se constituyó en un semillero del marxismo, eran todos profesores universitarios de varias nacionalidades, había brasileros, argentinos muy valiosos… Fue cerrado inmediatamente y toda esa gente se empezó a exiliar. Eso por un lado, por otro lado, empiezan a allanar la casa, porque soy considerado como una suerte de agente ideológico del marxismo. Yo era un tipo que trataba de pensar con cierto vocabulario y cierta normativa, que tenía valores personales que no eran partidistas ni nada de eso. Entonces noté que empezaba a estar en una situación peligrosa, y en esa incertidumbre, a través de alguien de la Democracia Cristiana que se pone al servicio de la dictadura, averiguo mi situación en el Ministerio de Defensa y era a corto plazo peligrosa, iba a ser detenido. Estaba puesto ya en unos listados, no en los primeros -que ya habían caído-, estaba en la tercera o cuarta serie, pero caía, y la cosa era muy dura. Entonces tomé contacto con la Embajada de Méjico y me ofrecieron asilo, los mejicanos son muy carismáticos, me decían ‘Hermano, aprovecha, no te pagas el pasaje, te lo paga el Estado mejicano’. ‘Sí’, les dije, ‘pero pierdo el pasaporte’ -porque en esas condiciones yo me iba a Méjico pero nunca más iba a poder volver-. Así que dije ‘no, yo me pago mi pasaje, el de mi familia y todo, ustedes denme la visa’. Y estuve como un año y medio allá. Estaba bien, tenía una buena situación, había mucho trabajo editorial, empecé a trabajar en Siglo XXI, después empezaron a llegar una serie de amigos. Pero para un exilio largo, como se veía venir la cosa, Méjico no me convenía, y vino lo de España. En esa época Barcelona era una ciudad con mucha más actividad editorial que hoy. Hoy es Madrid, en ese momento era Barcelona, y nos instalamos allí, tuve suerte y empecé a trabajar…

¿Publicaste durante el exilio?

Sí, publiqué un libro en Méjico. Era un libro más bien de denuncia a la dictadura, un libro con interés por la documentación gráfica que había. Pero en España no publiqué nada, porque la verdad es que me di cuenta de que era tan grave lo que había ocurrido en Chile que hice como una revisión de los propios valores personales y caí en una crisis que me llevó a dejar de escribir y a pensar algunas cosas; estuve en eso varios años… Por otro lado, con un trabajo profesional muy intenso, tenía que ganarme la vida y alimentar dos chicos… No tenía tiempo. Hasta que en un momento se me ocurre una novela, un proyecto muy ambicioso, pero en el que no encontraba el punto de arranque, que es lo que siempre me había costado. Había elegido una fecha, pero me daba cuenta de que no tenía respaldo, entonces empecé a retroceder y llegué a mis abuelos, inmigrantes que de Italia se vinieron a Buenos Aires. Por un lado, mi abuela genovesa, campesina y después obrera en Buenos Aires; y mi abuelo materno, albañil. Se forma esta parejita en el barco, se conocen. Ellos tenían parientes que los fueron a esperar acá y fueron a parar al Hotel de Inmigrantes en el Puerto. Después los parientes les buscaron trabajo, se casaron y empezó una vida. Ahí encontré la base para escribir esta novela, por el lado materno. Quería hacer como una visión mía, de mi clase, hasta llegar a explicarme qué había sucedido para llegar a 1973; qué había pasado para que mi país terminara siendo una republiqueta de mierda matando gente, ¿por qué tal derrumbe?

Por el lado paterno, también empiezo a estudiar todo esto, son unos orígenes totalmente distintos, eran dueños del mundo en el Sur de Chile , pero que empezaban a perder poder económico, entonces empezaron estas historias a desarrollarse hasta que como trescientas páginas después se unen, y empieza la otra historia, hasta que aparece un personaje que se llama Germán Marín y empieza el yo ficticio autobiográfico a relatar. Esto dio origen a un ladrillo que tiene más o menos 1400 páginas.

Empecé a escribirlo en España, era mi refugio, mi mujer se puso a trabajar y yo me quedaba en casa obsesionado con esto. Un buen día se lo llevé a Herralde y él me dijo ‘Ni loco te publico esto. Te propongo lo siguiente, escribe otro libro, pequeño, lo publicas donde quieras, y si te va bien con ese libro, a mí me das pie para meterme con este…’. Me comentó que había gustado mucho, en fin, me dice ‘firmemos un contrato, pero sin fecha, publicas otra cosa antes y después yo te publico este’.

 

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¿Él ya había fundado Anagrama?

Sí, a todo esto, yo hice un viaje a Chile, todavía estaba la dictadura. Estuve allí como dos o tres meses, me invitó una ONG al extremo sur del país, una zona muy interesante, preciosa; estuve prácticamente todo el tiempo allí, en Santiago estuve poco. Cuando volví a Barcelona se me creó un sentimiento de extrañeza profunda por estar allí de nuevo, de melancolía desgarradora… Estuve así hasta que mi señora me convenció de volver a Chile, pero para ver, mientras ella aguardaba los resultados en el viejo continente. En ese momento, cuando me iba a Chile, dije ‘¿qué hay de mi novela?’, y me la llevé conmigo. Llegué y tuve una entrevista con la gente de Planeta y me dijeron ‘mirá, hagamos lo siguiente, te la publicamos, pero divide la novela en tres’. Entonces le escribí a mi mujer, le pedí que devolviera el dinero y le dijera a Herralde que me disculpara pero que iba a deshacer el contrato porque tenía una posibilidad de publicarla por tomos en Planeta de Chile, y así fue. Implicó todo un trabajo, tuve que volver los tres tomos independientes, darle a cada uno un final de novela, y los dos últimos un comienzo, en fin, me demoré un año en todo eso. Finalmente, cuando salieron publicadas, tuvieron un muy buen resultado en cuanto a las críticas, de ventas fue fatal.

¿Van a salir publicadas?

Sí, la trilogía se llama Historia de una absolución familiar; el Tomo I es Círculo vicioso, el II se llama Las cien águilas y el III La ola muerta. El tercer tomo transcurre casi todo en Buenos Aires, en los años ’55, este es considerado el esfuerzo mayor que yo he hecho literariamente en esta trilogía. Pienso que sí, es verdad, fue un esfuerzo hasta muscular, de años; con las dificultades de carecer a veces de bibliografía, porque hay mucha información que yo estaba utilizando. Pero salí adelante.

¿Y conservó el original de esa trilogía?

Fíjate que no, yo no dejo nunca evidencia de la cocinería. Mi mujer siempre me reta, me dice que piense en los escritores famosos que después venden los originales… -Pero qué famosos, si apenas me conocen acá en la casa-, le digo yo…

-Qué voy a estar guardando papeluchos…- Yo no dejo ninguna evidencia, no vale la pena.

¿Son los tres títulos que se reeditarán a fin de año?

No, los que vienen ahora son Palacio de la risa, Cartago e Ídola, Son tres novelas cortas que fueron publicadas en Sudamericana en un solo libro que se llamó Un animal mudo levanta la vista, que es un verso de Rilke. Y ahora esas tres novelas cortas se publican en bolsillo. Así que en eso estoy.

Me decías que cuando estabas en España empezaste a repensar la situación de Chile… ¿En qué desembocó esa reflexión?

Me provocó un cambio de sintaxis, empecé a escribir de otro modo, y empecé a escribir de otro modo porque empecé a ver la realidad de otro modo. La empecé a ver mucho más compleja, y entonces empiezan a crearse frases largas, encadenadas, y surge una revalorización y una desmitificación de muchas cosas… Todo eso lo fui volcando en toda esta experiencia literaria.

Como escritor, ¿siempre usás una base histórica como eje de la narración?

Mira, no hay que engañarse, porque muchas veces estoy hablando de historia y estoy haciendo ficción, pero creo que la historia es un buen soporte a veces, pero desde luego dentro de un marco histórico, bajo un desarrollo realista, de pronto hay inflexiones de mi parte que me permiten una tendencia al irrealismo de ciertos personajes, ciertas apariciones que tienen algunos personajes…

¿Cómo ves la literatura en la región?

Bien, la veo bien, aunque tal vez no sea de fiar en los juicios que pueda tener al respecto, porque sobre todo estos años, me tocó leer todo lo que era Random House Mondadori, por el cargo que yo tenía en Santiago. Ahora me he puesto de nuevo a leer, he recuperado el placer de la lectura que había perdido, dado que en el trabajo editorial al final no hay placer cuando la obligación leer y leer y leer. Recuperar este placer es una gran cosa. Pero en líneas generales la veo bien

¿Bailaste con Ava Gardner?

Sí, en la Rendez-Vous, donde yo era disc-jockey. La invitaron una noche y ella eligió al más joven, yo tenía 18 años, casi me muero. Me sentía morir y quedé enamorado de ella, tan puta que era, se metió con dominguín, se metió con medio mundo… Me dolía en el alma cuando leía la prensa, sentía que me lo hacía a mí, que me estaba engañando… Aún hoy continúo enamorado, tanto es así que voy a escribir una biografía, no, mejor aún, voy a inventar una biografía en donde vengarme de ella.

 

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LA NOCHE QUE BAILÉ CON AVA GARDNER

Nada auguraba esa jornada al retirarme temprano de la boîte Rendez-Vous, donde cada tarde de la se­mana, excepto los días lunes, trabajaba como pincha­discos dedicado a entretener a las parejas de enamo­rados, que estaba por alcanzar el momento cumbre de mi vida, a pesar de las promesas del futuro que segu­ramente aguardaban, al menos en el alma de este ser­vidor, dada la extrema juventud de que gozaba. Todo lo que sucederia después, tendría poca o ninguna im­portancia. El caso es que al salir de ahí, pertrechado de mis apuntes y libracos, me topé en la avenida Córdoba, en la esquina de la confitería Saint-James, con el pia­nista chileno Joaquín Prieto, más adelante compositor de la pieza Cuando calienta el sol entre otras, gracias a quien gozaba del curioso trabajo de diskjockey, invi­tándome a que regresara más tarde al lugar, pues asis­tiría a cenar, acompañada de un grupo de la farándula porteña, cierta artista del cine norteamericano que, sin lugar a dudas, yo conocía de la pantalla. No me quiso decir el nombre a fin de aumentar mi desaso­siego, pero al poco rato, hojeando el diario vespertino La Razón en la mesita de un café cercano, descubrí el secreto ya que se informaba en primera plana, debajo del grueso titular con una declaración del Ministro de Guerra, entre paréntesis bastante confusa, acerca de la estrella de Hollywood que arribara la noche ante­rior a Buenos Aires en viaje de descanso. Aparecía una foto a dos columnas de su llegada al aeropuerto de Ezeiza. Se trataba nada menos que de la lejana mujer de pómulos destacados, cuya película Los asesinos, en pareja con Burt Lancaster, había visto hacía poco en reposición en la pequeña sala del Lorraine, donde el buen cine, a partir de El acorazado Potemkin, de acuerdo a los títulos de su cartelera, era considerado una de las bellas artes. Como disponía de tiempo antes de vol­ver al local de la calle Maipú, me puse a leer, lapicera Birome en mano, la Ética a Nicómaco en una edición resumida, pues era un libro que tenía pendiente de la bibliografia de uno de los ramos. Estudiaba entonces en la Facultad de Filosofia y Letras, luego de haberme ido de Chile, harto de los problemas de ser hijo único de padres separados, convencido que dentro de unos cuantos largos años, casado con alguna colega y ya con las sienes plateadas, escribiría un importante tratado literario, sin darme cuenta en ese momento de que es­taba al borde de alcanzar la gloria, aun cuando fuera el oscuro muchacho, del otro lado de los Andes, que vi­vía en una pensión del barrio Once, a dos cuadras del profuso Mercado de Abasto. El presente reemplazaría mi futuro, pero de eso, como una riqueza muerta, me daría cuenta más tarde. Aburrido de esperar unas horas, desfallecí de impresión al llegar a Rendez-Vous, casi al término de la cena que se celebraba con champagne, verla sentada en el sitio principal de la mesa, hermosa como una canción. Su traje de terciopelo negro, en­fundado como un guante en aquel cuerpo, hacía más radiantes sus brazos al descubierto. Arrinconándome a un costado junto a mi amigo Joaquín, como el invitado de piedra que no dejaba de ser, la seguí observando sin abrir la boca, mientras escuchaba lejos, al otro lado del mundo, la música que interpretaba la orquesta del maestro y compositor Osvaldo Fresedo, dueño además del establecimiento. El nombre Ava se pronuncia algo así como Eva en inglés, como se dirigían a ella en la mesa los afortunados próximos a la artista. Discutían algo en broma por lo que deduje de sus expresiones, aunque, de repente, poniendo término al asunto, ella miró largamente en torno, a la par que con el movi­miento agitó su melena de azabache casi azul y, después de un segundo de indecisión, me señaló con el imán de su dedo, ante lo cual me hundí de pavor en el asiento, yo era aquel, mientras me preguntaba azorado qué hice, Dios mío, qué hice, aunque luego entendí, a través de mi inglés bastante primario, que me había elegido para bailar por ser el menor de la mesa, zanjando así con su voz de sombra, letra de un tango, la disputa de quienes pretendían sacada para lucirse. Fue así como esa noche memorable de 1955, el año en que cayó Perón, bailé con Ava Gardner y, al reír abiertamente, mientras se ade­lantaba, su boca roja parecía desnudada. En una espe­cie de sueño que me transportaría al infinito, no presté atención a las miradas del público y, siguiéndola achunchado hasta la pista, ubicada delante del estrado de la orquesta, donde se destacaba al centro el bandoneón de Pipo Pancera, abracé nervioso su cintura al arrancar las primeras notas del tango, sin atreverme a contemplarla de frente. El riesgo me causaba cierta zozobra. Elucu­bré por un momento que, si lo hacía, era posible que el encanto se esfumara y, en consecuencia, todo resultara nada más que una impostura, pero a pesar de que des­pués la observara de reojo, no sucedió así al comprobar que, bajo la vida real, se parecía siempre a la actriz Ava Gardner, permitiéndome ahora como acompañante un suave giro, una ligera descompensación en la vuelta, que estrechó nuestras almas apretando sus senos contra mí, muelles y altos. Sentía que bailaba dentro de mí como una serpiente. Al igual como si perpetrara un robo nocturno, aspiré de su cuello, adornado por una gargantilla de diamantes, el perfume femenino de una extraña flor y me sucedieron, como se advierte, mu­chas cosas raras en la mente. Adiviné en esa fracción, iluminado por una suerte de relámpago que no ha vuelto a visitarme, que aquello que viviría a partir de esa oportunidad sería la rutina de una existencia gris, mediocre, feble, pues, luego de esa noche, qué signifi­cado guardaba lo que vendría después, si bien el relám­pago al desaparecer en mi interior se llevó consigo, tal vez de manera egoísta, los numerosos detalles. Divisé así, en una fugaz manifestación, lo que me ocurriría en los años siguientes y, luego, en los posteriores, dentro del curso de unos hechos que revelaban ser minús­culos, anodinos, parecidos a los de cualquier mortal. A la espera de algo mejor, acaso por ser demasiado joven, me defraudó el futuro que tenía por delante, en que se presentaba como vida el opaco destino de un profesor aburrido de trabajar en provincia y de repetir en clase los mismos conceptos. Parecido algún día a quienes hoy despreciaba, terminaría por aceptar a los filósofos que remendaban sus escritos con ideas ajenas y a esos maquilladores de muertos ilustres que existían en la crítica literaria. Escuchando que el tango volvía otra vez a mi alrededor, apoyé la mejilla en la de ella con suavidad, trémulo todavía, aunque ya con un poco menos de temor de que la hermosa estrella del cine, de ojos de ágata, se evaporara como una fantasma entre mis brazos. Sentía que bailaba en el borde de un preci­picio, donde si llegaba a caer sólo se apagaría la música, pues ella en la ilusión real proseguiría en la pista giran­do conmigo en la oscuridad. Advertí, sin embargo, que el tango, agónico y turbio como un episodio malevo, desfallecía con el último reclamo del bandoneón del gordo Pancera, en un sonido que se cerraba con el jadeo del fuelle, a la vez que ella, al soltarse luego de la mano, me regalaba profética, hasta el fin de mis días, la propina de una ancha sonrisa, generosa como fue. Pensé que alguna vez comentaría entre los amigos la noche que bailé con Ava Gardner, pero nadie de ellos creería que fue verdad, por lo que sólo me quedaría el recurso, si deseaba que fuese aceptado, de contar el hecho como una página de ficción.

De Conversaciones para solitarios

Germán Marín

DeBOLSILLO 2008

[1] http://es.wikipedia.org/wiki/Masacre_de_Puerto_Montt

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Sobre El Autor

Damián Blas Vives es actualmente es Director de Gestión y Políticas Culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Entre 2016 y 2020 coordinó el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de dicha institución y antes fue Coordinador del Programa de Literatura y editor de la revista literaria Abanico. Dirigió durante una década el taller de Literatura japonesa de la Biblioteca Nacional, que ahora continúa de manera privada. En 2006 fundó Seda, revista de estudios asiáticos y en 2007 Evaristo Cultural. Coordina el Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y Rastros, el Observatorio Hispanoamericano de Literatura Negra y Criminal. Ideó e impulsó el Encuentro Nacional de Escritura en Cárcel, co-coordinándolo en sus dos primeros años, 2014 y 2015. Fue miembro fundador del Club Argentino de Kamishibai. Incursionó en radio, dramaturgia y colaboró en publicaciones tales como Complejidad, Tokonoma, Lea y LeMonde diplomatique. En 2015 funda el sello Evaristo Editorial y es uno de sus editores.

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