Olor a sopa. A compota de ciruelas. A pan casero. Olor de almohadones viejos. Y polvo de biblioteca, como en la suya, con libros demasiado viejos para ser tocados. Con un silencio definitivo. Con una tenuidad a la que no se llega fácilmente. El sofá cruje cuando se sienta y cruje en cuanto el rabino se acomoda

El rabino lo ha recibido en la puerta, vestido de jeans y un viejo cardigan. Después de saludarlo con mucha efusividad lo hizo pasar a su pequeñísimo escritorio, a un costado del comedor familiar. En tanto busca un cigarrillo que nunca encontrará, lo instruye sobre el significado del nombre Aarón -iluminado, fuerte– burlándose de su propio comentario: los nombres ya no signan ni el oficio cincela a los individuos.

-Usted ha de tener un oficio.

Lector. Lector de tiempo completo. Leer es una negociación eficaz entre lo imaginario y lo real, un refugio todavía intacto de la subjetividad.

-Ajá.

La ficción -explicará Aarón- empuja hacia tejidos profundos de un pueblo a los que jamás se llegará como turista. En tanto la filosofía es la que nos des-ilusiona al enfrentarnos al impostergable pero irresoluble tema de la finitud que…

El rabino bosteza mientras limpia, concienzudo, sus anteojos. ‑Es abrumador lo que usted dice… pero innecesario. Mejor hábleme de su mamá.

Aarón no sabe hablar de su mamá.

Siempre se ha referido a su padre, el científico, la cabeza pensante. Su padre el morisquetas, el inventor, el ajedrecista. Ni judío era. Ni se consideraba creyente. Escudado en Goethe, el viejo decía que tal vez Dios deje de querer a sus criaturas y deba una vez más aniquilar al mundo y comenzar de nuevo. Se da por descontado que se refería a la URSS, donde supo en los tiempos grises pasar como incauto.

A Luva, su madre, no sabría describirla. Algunos confundirían discreción con timidez. No era tímida. Fue una arrogante muchacha que llegó desde Dolskoya, una población apenas a doscientos kilómetros de Moscú, que en aquél entonces era como venir de otro continente. Se hizo chica del Partido y consiguió un lugar para estudiar y un grupo de amigos que fumaban puritos cosacos en las noches de poesía. No volvió jamás a su pueblo ni visitó a sus padres ni a sus seis hermanos. Así se estilaba.

Como hijo, nunca se interesó en preguntar por su vida anterior y ella se cuidó mucho de informarlo. Recién accedió a retazos y medias verdades con relatos de velatorio y algunas cartas que encontró en el batifondo del ropero.

Dicen que Luva tuvo un primer amor temporal y accidentado porque el hombre partió a África y nunca supieron más de él. Guerrilla, suponen. Una amiga de la infancia asegura que de esa relación Luva concibió un varoncito que murió a los tres años por una neumonía mal diagnosticada. No se permitió llorarlo. No quiso llorarlo sola. Dicen. Otros secretos: problemas con la policía por divisas y trabas en el Partido por ese tema. Otro más: un hermano menor purgado de las Juventudes. ¿Tema?: mercado negro.

En casa de una pariente que albergaba estudiantes conoció a G. Muchacho despabilado de origen humilde que consiguió una beca gracias a los servicios del padre a la Duma. Una luz del ajedrez. Y se casaron y cosió ropa y cuidó ancianos y atendió enfermos mientras él hacía su carrera. Al año siguiente que nació Aarón (lleva el nombre del abuelo) se recibió de enfermera. Y al otro consiguió una vivienda para los tres.

Ahora que sería importante ser hijo de Luva Gurkia -como Gorki pero con u, decía ella- ya no está para presumirlo. Falleció. ¿Cómo? Después de su marido, apenas unos meses ¿cuántos? En una lápida del cementerio judío de Viena escribieron que Aarón, el hijo, ruega por ella. Aarón, el hijo, no olvidará jamás. Estuvo, por supuesto que estuvo allí, pero no puede recordar en qué mes, en qué año, con quién fue. Logró desocupar ese departamento, venderlo incluso. ¿Quién lo ayudó? La biblioteca del padre se donó al Instituto y los objetos de valor se guardaron para los nietos. En la caja fuerte, algunas joyas y acciones ¿cuáles? El dinero que Luva solía esconder entre su ropa nunca apareció. Las cuentas bancarias estaban a nombre de Aarón: las vació y no volvió a pensar en ellas.

Lo que había sido la vida errante de sus padres cupo en dos bolsas, una caja y tres órdenes al banco.

De regreso buscó las fotos, las pocas fotos en familia que tenía. En una de ellas, su madre de vestido a lunares y cuello almidonado, erguida, mirando con cierto desafío a la cámara, con su vieja y enorme cartera colgada del brazo; a su lado, él, pequeño cejijunto, al que ella toma la mano. Y lo toma de la mano con tal delicadeza que Aarón tuvo que gritar. Gritó el diminutivo con que su madre lo despertaba y los sobrenombres entre burlones y cariñosos con que los padres se llamaban entre sí. Después se agazapó en su estudio. Hizo un pequeño corte en la solapa del saco, gesto que no había aceptado en el entierro mismo, ni en el de su padre, pero que ahora consideraba como una deuda contraída con ambos. El desgarro creció a medida que otras fotos aparecieron: funicular, el viaje a Chile, su hijo pequeño paseado en un pony en un parque irreconocible, madre sentada en el malecón, padre comiendo uvas con un gesto pícaro, los tres abrazados. Y los lloró.

Tiene todo el tiempo del mundo. Es capaz de escuchar historias tengan la extensión que tengan, y a este visitante hay que ayudarlo a que se pronuncie. Está confundido, se nota. Dice el rabino: las Escrituras enseñan que para acometer buenas acciones, no debemos olvidar las malas.

Aarón no sabe cómo desenmascarar esas cosas malas o cómo describirlas. El calor sofocante de ese cuarto no ayuda; desearía tomar agua pero no se atreve a pedirlo. El rabino deposita anotador y lapicera en otro lugar, ofrece agua.

-Usted quizá desearía contarme algo.

En principio sólo ha venido Aarón a describir y encontrar el sentido de sus impresiones en el museo judío de Berlín. Ante los dibujos de los niños en los campos de concentración quedó pasmado; una loca, espuria e inconfesable fascinación le impedía seguir adelante. Los turistas lo empujaban: también ellos querían detenerse a mirar horrorizados. Salió de ese maldito museo, salió corriendo. Ninguna otra cosa que repulsión. Anduvo sin rumbo buscando un motivo, humano, divino, pero un motivo.

-Usted es de los que cree que Dios disfruta con el sufrimiento de los hombres. Que nos creó para echarnos del Paraíso y parir con dolor. Y que como aún nos considera en falta con él, cada tanto nos envía a la Historia a darnos nuestro merecido –el rabino sube la voz- mientras nos observa desde su escritorio de nubes.

Aarón sonríe. Una sonrisa socarrona. Hombres como el rabino, con certezas incluyendo las religiosas, le subvierten por un lado y por otro le dan pena. Para contestar con ironía Aarón necesitaría tener a disposición palabras dignas y suficientes. Del mismo modo él podría elevar la voz y mostrarse indignado, pero sólo sabría hacerlo en inglés y su interlocutor ya le advirtió que a lo sumo habla en castellano, su lengua natal. Del campo soy, precisó el rabino en cuanto se presentaron. De hecho, pues, hay dos forasteros presentes en ese cuarto.

El rabino también sonríe. Puede controlarse. Sabe controlar el sarcasmo propio y ajeno.     -Usted me adelantó que acaba de regresar de Jerusalén. ¿Algo lo sorprendió allí?

Difícil decirlo. Allí se sintió confundido y tironeado; estar solo le resultaba insoportable. Necesitaba hablar con ella y hacerle una propuesta razonable que ella aceptase. Al momento no cree necesario entrar en esos pormenores, jamás hace confidencias. De unas simples vacaciones -ese viaje a Berlín- salió disparado, hambriento, dispuesto a comprender a cualquier precio qué andaba buscando, atropellándose consigo mismo. Partió de apuro. Y de apuro llegó a Jerusalén.

¿Qué lo sorprendió?

un molino de viento y un McDonalds en una vieja casa de piedra.

racimos de viviendas colgadas del monte en el sector árabe, niños en la calle, graffitis y consignas de odio y de guerra en las paredes

en un puesto de mercado, montañas colorinches de caramelos pegajosos: allí compró una bolsa y perdió o le robaron la cámara de fotos.

¿Qué vio allí?

la vereda sombreada por cientos de árboles que llevan de Yad Vashem; jardines que honran a los justos que salvaron personas que salvaron textos que salvaron narraciones.

vidrieras de Chagall: luz convertida en cuentos orientales, ventanas al cielo buscando contacto con el Cielo.

-Mire Aarón: usted estuvo pero no estuvo -el rabino se reacomoda el kipá y quita una pelusa inexistente de su manga-. Es obvio que usted iba a refrescarse (digamos) a esas tierras; usted pretendía zambullirse en su identidad echando un vistazo. Y, por supuesto, en el apuro desatendió lo esencial: con lo nimio que estaba dispuesto a conformarse ponía de relieve la magnitud de lo que le falta.

Tocado, piensa Aarón. Tocado, le avisa al rabino.

Están sentados demasiado cerca, ya que no hay otra forma. El calor, el calor de Buenos Aires. Aarón se da vuelta para mirar de frente al rabino y descubre que después de todo, aquél es mucho más joven. Se gustan. Acaban de conectarse mejor. Podrían incluso declarar que se conocen desde críos; que patinaron juntos en el hielo a pesar de las advertencias maternas, que robaron cerezas una primavera cuando la tarde no llegaba nunca y que en el río, en calzoncillos, debían zambullirse por turno para cuidarse la ropa. Dos hombres inteligentes descifrando por cuáles caminos uno de ellos salió en búsqueda del otro. Y dado el cariz que ha tomado esa búsqueda, no imaginan aún como lograrán saldarla.

El rabino se disculpa, regresará enseguida. Lo deja solo.

Aarón aprecia ese desorden. Él jamás se atrevería ni se lo permiten en su casa. Y las fotos de los hijos paradas así, sin marco. Él ni siquiera las tiene a la vista. Y el pequeño reloj cuyo minutero salta de número romano al otro. Un bote de monedas, otro de lapiceras y un niño de porcelana con el puño levantado…

El motivo original de su visita se está desdibujando. Pretendía conversar sobre eso que llaman la diversidad y como en otras ocasiones no llegará más allá de lo evidente: la diversidad resulta ser el precipitado de impresiones y aprehensiones que conforman las identidades. Eso es todo. No va a pulsear con el rabino, tampoco desea convertir su viaje a Jerusalén en el gran descubrimiento de obviedades. Odia la obviedad.

No creyó necesario mencionar que el recorrido por Jerusalén no lo inventó. Lo llevaron. Aceptando la sugerencia de su guía de viajes, contrató en una empresa de turismo cultural a un intérprete, baquiano/ entrenador en una sola persona. Un muchachón despierto, estudiante de antropología. Multilingüe, se sobreentiende. Nada de recorrer museos, nada de santuarios: conocer a la gente, dónde y cómo viven, qué queda en pie. Lo arrastró por la maraña de callejuelas. Olores y escándalo. Eludieron moscardones vendiendo souvenir y rutas santas. Lo hizo trotar de arriba abajo por barrios cuarteados; metralla en las paredes le iba señalando mientras arrojaba cifras de escaramuzas, muertos y heridos… Cinco horas de sacudidas, hasta que lo depositó, extenuado, en el acceso del Muro de los Lamentos. Ese era el lugar para mirarse en el espejo -aconsejó su cicerone y le regaló la botella de agua mineral.

Se sentó en esas horribles sillas de plástico a pensar en ella -de golpe pensaba mucho en ella- y a mirar. Imágenes: en el sector para mujeres, preciosas muchachas del ejército retirándose sin dar la espalda al Muro como está prescripto. Chicos con ropa deportiva a la moda cubierta por el talit, meciéndose. Viejos apenas apoyados, suspendidos en los atriles, musitando al firmamento. Turistas y mucha policía. Como otros escribió un deseo y lo embutió entre las grietas. Antes de abandonar el recinto miró a los hombres de su edad y comprendió que había llegado con cinco mil años de retraso.

Tendría que decirlo. Ahora. Al rabino.

Siendo un ruso con pasaporte inglés viviendo en Buenos Aires con miedo a ser demasiado viejo para lo que ahora se propone, no le queda más que mostrarse tal cual es. Si no lo hace ya, no se lo mostrará a nadie, nunca. Es un hombre confundido: eso es todo lo que es.

El rabino entra y se sienta a su lado. Apoya una mano en el hombro de Aarón y allí la deja mientras se observan. Ambos traspirados. El rabino se ha quitado el suéter. Lleva la camisa a cuadros, azul, juvenil, salida del pantalón. Sandalias ya sin medias.

Ha dejado que el sujeto exhale y expire. Que inspeccione sus cosas, que olfatee. Siempre es así. El visitante está haciendo un esfuerzo por desamarrar algo atorado y el abecedario se le escabulle. Siempre es así. Empero, éste no podrá desatorarlo porque es un hombre sin fe que entrevista un rabino para comprarse una. Una fe al contado.

-Usted ha regresado de Jerusalén, pero Jerusalén no ha venido con usted. Lamentablemente no puedo ayudarlo.

Se levantan. Lo acompañará el rabino hasta la puerta. Un sol de justicia acordona al patio y a las hortensias del zaguán. Debe estrecharle la mano y darle las gracias, pero Aarón está enojado: tendría varias cosas para decirle si ese hombre aprendiera la lengua de otros semejantes, y pudiese discernir que él buscaba un simple interlocutor para sus descubrimientos. Además, carajo, además se equivoca el rabino: Jerusalén ha venido con él. Ante todo para recordarle que adonde vaya será judío. Aunque se declare no creyente, en la mente de los demás (¿de sí mismo?) está marcado por esa pertenencia. Bien. Lo acepta. Segundo hallazgo: reconciliación con quién ha venido siendo y aceptar que el misterio de dónde provenimos los humanos continúa intacto.

Y deja para lo último la revelación: salió a buscar un nombre propio, una filiación, la historia de su origen y se topó con lo que ya tenía: un amor. ¡Qué sencillo era! Aceptar que la necesita. Que ni sabía que la necesitaba y -aunque sea un pecado irredimible sentirlo e incluso pensarlo– que podría llegar amarla más que a sus hijos. Lograría necesitarla más que al niño que fue en su Moscú dorado. Y la tendré, se lo juro que la tendré. Adiós Rabino. Adiós.

(De La sed, de Marta Kapustin)

Kapustin b y n

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