Narrador, poeta y ensayista, Andrés Neuman es, a los treinta y tres años, uno de los escritores más reconocidos de su generación. Enfant Terrible, a los 22 años ya había resultado finalista del premio Herralde con su novela Bariloche. El año pasado -2009- levantó el premio Alfaguara con su novela El viajero del siglo. En las últimas semanas volvió a Argentina, su país de origen, para presentar su último trabajo, Cómo viajar sin ver, bitácora aforística de un recorrido vertiginoso por 19 países de América latina.

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¿Cómo empezó tu carrera? ¿Cómo decidiste dedicarte a esto de escribir?

Precisamente, creo que son dos cuestiones distintas. Una es cómo uno empieza a escribir y otra, cómo eso se va transformando -a veces- en una carrera.

Cómo empecé a escribir es la historia de una necesidad íntima más que otra cosa. Me parece que fue un caso bastante claro de vocación infantil. A los nueve años adquirí una costumbre –que yo no sabía que eso se llamaba palimpsesto- de reescribir las historias que me contaban o que leía. Tenía una especie de necesidad un poco menardiana de volver a escribir una historia. Una reescritura de lo que leía que me producía un inmenso placer y no sabía muy bien por qué. Me parecía que entendía mejor la historia que había leído si la reescribía. Y poco a poco esas reescrituras fueron alterando cada vez más el original, hasta que de pronto, un par de años después empecé a prescindir del original. Así que bueno, es la historia de un plagiario también –risas-.

Ya a los once o doce años tenía dos aficiones favoritas. Una era el fútbol, que me encantaba y me encanta, y eso me convertía en una especie de niño normal, y la otra, que cada vez fe ocupando más tiempo, era la de escribir a máquina con dos dedos índices –en ese sentido me parece increíble lo rápido que ha ido el tiempo mecánico en ese sentido, pues todavía era una Olivetti, digo, no siendo yo un abuelito, escribía en una Olivetti de mí abuelito, una Olivetti azul en la que yo escribía con dos dedos índices en la que podía tardar tres o cuatro horas en pasar en limpio una página. Y esa era otra cosa que me causaba muchísimo placer y que tampoco sabía que se llamaba exactamente producir manuscritos o corregir un borrador. Sentía que eso de pasar a limpio era un ejercicio de ordenar el mundo, me parecía la mejor forma de pasar el tiempo.

Por entonces hacía poemas, si se les puede llamar así a aquellos espantos, de los que alguna carpeta habrá sobrevivido en manos de mi madre o de mi abuela. Eran espantos pero me producía mucha felicidad. Hacía historietas, cuentos, y esto es muy generacional, hacía también novelas de elige tu propia aventura. Soy de la generación de elige tu propia aventura. Estamos hablando de los años ochenta, de mediados de los ochenta, y estaban de moda esos libritos blancos que hoy calificaríamos de interactivos y que eran una especie de germen de los juegos de rol.

Me imagino que eran muy malos, pero tenían algo bueno y es que te creaban el espejismo de la decisión del lector. Aunque estuviese todo planificado y a veces torpemente, la conclusión que uno sacaba al leer esos libros, más allá de la traducción, de las torpezas de la narración o de los clichés de los personajes, lo que se imponía, que era lo más importante para nosotros, era que el lector decidía qué contaba el libro y esa estructura es exactamente la estructura verdadera de la lectura, en el libro que sea.

Entonces, con ese primer contacto rayuelístico, que me pegó mucho, empecé a escribir pseudonovelas con historias de espías, de policías, en aquél formato.

Para completar el cuadro de esta iniciación, llegó el día en que de alguna forma llegaron a mis manos los celebérrimos -y todavía vigentes- tomos de Poe traducidos por Cortázar, pero con el añadido interesante y un poco accidental de que casi al mismo tiempo descubrí a Cortázar, pero sin saber que él era el traductor de Poe. Éstas fueron dos lecturas marcadamente iniciativas en mi formación. Cuando me di cuenta creí descubrir el mediterráneo, tanto es así que se me creó la ficción de que todos los escritores estaban conectados. Saqué la conclusión de que todos los clásicos se reescribían unos a otros, se traducían entre ellos. Claro, ¡no había leído más que eso! Me llevó un tiempo decepcionarme y enterarme que no.

Entonces, esas dos conclusiones: la libertad del lector para crear la historia y la interconexión de los libros me parece que me marcaron mucho como lector y en la forma de relacionarme con los libros.

A partir de entonces seguí escribiendo hasta que pasé a esta fase tan voluble y hasta cursi que podemos llamar “carrera”, en la que comencé, como todo el mundo, publicando poemas en revistas universitarias, incluso fundando una en la Facultad de letras de Granada –acabo de hacer una elipsis de la inmigración porque no venía al caso, yo ya estaba viviendo en España…

 

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Andrés Neuman

¿A qué edad te fuiste?

Mis padres se fueron de acá cuando ganó Menem. Eran muy alfonsinistas y muy antimenemistas desde el principio. Cuando Menem indultó a los milicos, mis padres se fueron. Eran músicos, mi mamá tocaba en la filarmónica del Colón, ahora por desgracia no vive, y lo cierto es que todos los veranos iban a tocar a Europa, con la idea siempre de ahorrar unos mangos para seguir viviendo acá. Era la época de la hiperinflación y cada vez hacía falta más guita para comprar lo mismo, pero la idea nunca había sido irse. Pero nuestro primer verano luego de que Menem ganara, lo que hicieron fue buscar trabajo para irse. Yo me acuerdo que se vivió como un funeral la victoria de Menem en mi casa, por desgracia entiendo por qué.

¿Por qué por desgracia?

Porque por desgracia tenían razón, porque Menem fue una desgracia para este país. En aquél momento yo hubiera preferido que se equivocaran y que volviesen arrepentidos a los dos años, pero no fue el caso. Yo justo había terminado la primaria y había alcanzado a hacer el primer año en el Nacional Buenos Aires, lo que pasa es que en ese momento en España la primaria eran ocho años yo tenía los siete años de la primaria argentina más el primer año del Nacional Buenos Aires, por lo que me alcanzó en la equivalencia para completar la primaria española, por lo que comencé la secundaria en España. Seguí escribiendo y al cabo de algunos años empecé a publicar poemas en revistas, fundamos una revista muy linda y muy trucha que se llamaba Letra Clara. En fin, todo lo propio del caso con la única peculiaridad –y acá termina el recuento- de que cuando tenía veintiuno o veintidós años tuve la enorme suerte de conocer a Justo Navarro, que es un poeta y novelista extraordinario español que es muy desconocido fuera de España –te diría que es un autor de culto incluso dentro de España a pesar de que todos sus libros son brillantes-. A Justo le di un manuscrito de una novela que estaba trabajando -que se llamaba y se llamó Bariloche– con la firme intención de que me la tachara y me dijera todos los errores que había cometido y sin intención de publicarla por supuesto. No me sentía para nada novelista en ese momento, me sentía mucho más cuentista o poeta, no parecía que era el momento de publicar una novela ni me sentía capaz de escribir una. Y se la di a Justo Navarro y sin decirme nada, la mandó a Anagrama, al premio Herralde. Para mi sorpresa me llaman un día de Anagrama y me costaba entender qué estaba pasando. En lugar de devolverme un comentario, Navarro la mandó directamente al concurso y además con el enorme azar de que ese año, en el jurado, por primera y única vez estaba Bolaño, porque acababa de ganar el Herralde el año anterior con Los detectives salvajes. Y entonces, gracias a eso, conocí a Bolaño. No en la entrega del premio, porque como siempre, no asistió. Pero ahí me enteré de que Bolaño era el que más había defendido la novela y bueno, al año siguiente pude conocerlo al fin… pero eso ya es otra historia.

 

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¿Cómo te marcó esa frase elogiosa de Bolaño que se repitió en todas las solapas o contratapas de tus libros? ¿Fue un espaldarazo o un peso?

A. N: Depende cómo la leas, si la leés con la solemnidad de los epitafios debería ser una responsabilidad, pero jamás la he leído así. Esa frase salió de un artículo que él publicó sobre mí al año siguiente del premio, que me produjo mucha sorpresa y que me convenció de que tenía que escribirle, llamarlo o algo para darle las gracias y ahí empezó una breve amistad que duró hasta que murió. En el poco tiempo que conocí a Bolaño -poco pero muy intenso para mí y muy aleccionador también- me di cuenta de que era un opinador borgeano. Era un hombre de adhesiones inexplicables y de fobias furibundas e injustas, muchas veces. De manera que tenía bastante claro que había algo de sorteo en la manera en que Bolaño de pronto celebraba muchísimo a ciertos escritores jóvenes, como era mi caso, y atrás castigaba de manera inmisericorde a la vaca sagrada. Era un tipo que te amaba o te quería matar, entonces, a mí me tocó, un poco azarosamente la parte buena, pero esa especie de arbitrariedad visceral que tenía Bolaño yo siempre la tengo muy presente. Esas palabras fueron dichas o escritas con la sangre bien caliente y por lo tanto con una dosis de entusiasmo y de relatividad. Cuando muere Bolaño, como todo gran escritor que además se convierte en leyenda, vienen las relecturas excesivamente serias, literales y solemnes de todo lo que dijeron y opinaron.

Me parece que esas palabras han transformado su supuesta trascendencia no por quien las recibió sino por lo que le pasó a quien las dijo, pero no fueron dichas en ese estado de leyenda. Por eso yo las sigo leyendo como que el día lunes escribió eso mientras que el día miércoles hubiera escrito lo contrario, pero bueno, tuve suerte con eso, fue lindo que esas palabras estuvieran ahí, pero lo cierto es que tuvieron bastante de accidental y lo siguen teniendo por mucho que ahora nos tomemos tan en serio todo lo que dijo. En realidad tomar tan en serio todo lo que dijo, termina siendo una traición al propio Bolaño, porque Bolaño no era tan serio opinando, era serio escribiendo su literatura pero no tanto opinando.

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¿Qué relación tenés con Argentina ahora?, o mejor ¿Qué relación afectiva tenés ahora con Argentina y con Latinoamérica en su conjunto?

Está bien que le hayas puesto el adjetivo “afectiva”, porque creo que hay un gran peso de eso más que de otra cosa. A veces con el tema nacional, me refiero a la adscripción nacional, te obligan a una especie de postura hamletiana de ser o no ser que es un poquito gruesa y en el fondo totalmente incomprensiva con la situación de los emigrados y mucho más de los híbridos, es decir, me refiero con híbrido, no al exiliado político que en edad adulta salió huyendo para que no lo mataran, ni tampoco al profesional que emigra por situaciones laborales o para hacer carrera afuera, sino al que formativamente pertenece a los dos lados, bien porque se fue de niño, como es mi caso, o bien, como es el caso de otros con los que me identifico más que con nadie, los hijos de latinoamericanos que se criaron en España, o los que nacieron en Europa pero cuyas familias son enteramente latinoamericanas, o en mi caso argentina. En nuestros, casos la pregunta no es si sos o no sos, porque no sos ni dejás de ser ninguna de las dos cosas. Es decir, no me convertí en un español integral, ni nunca podré ser un argentino normal, soy el producto de esas dos cosas y no hay elección posible. Entonces, la pregunta no es tanto ¿de qué manera participo en la vida cotidiana de mi país natal? Ni ¿Cómo me inserto en el canon nacional? Esas son cosas para las que soy incapaz de dar una respuesta, por eso me gustó el enfoque que le diste a la pregunta, ¿Cuál es la relación afectiva? Que es la mayor relación que yo tengo con Argentina. Eso empieza por la familia de manera unánime: dos padres y cuatro abuelos argentinos, es decir, desde mis bisabuelos en adelante, todos son argentinos. Eso es una herencia que se transporta donde vayas y a la que le es absolutamente indiferente dónde vivas por el resto de tu vida, es decir, si yo no hubiera vuelto nunca jamás a Argentina, como estuve toda mi adolescencia sin volver, el peso de la educación familiar en lo afectivo habría sido idéntico. Entonces, el vínculo familiar es todo. Mantengo algunos amigos de mi infancia, la parte muy diezmada de mi familia que no hizo diáspora, muchos se fueron muriendo pero todavía queda una parte de mi familia aquí y, algo que me hace muy feliz porque no tiene que ver con los restos arqueológicos sino con las nuevas adquisiciones, tengo nuevos amigos en Argentina. Algunos escritores y alguna gente que incluso no tiene que ver con el mundo de la literatura, un grupo de amigos que hice ya sin vivir en este lugar. Mi relación entonces con Argentina tiene que ver con mi infancia, con mi primera formación y con mis afectos, por lo tanto con Latinoamérica, siempre me sentí parcialmente parte de ella. Y este libro, Cómo viajar sin ver, acentuó muchísimo mi compromiso afectivo con el resto del continente, yo venía durante los últimos años viajando bastante por Latinoamérica, cosa que antes no había hecho, entonces, cuando me tocó esta gira desaforada de recorrer todas las capitales juntas por la presentación del premio Alfaguara, me pareció que era una experiencia política, sociológica y cultural digna de algún tipo de escritura. El balance de escribir todo esto fue volver sintiendo que mi parte latinoamericana se había reactivado mucho.

En tu novela Bariloche se advierte una atmósfera de… tal vez enojo, de sensaciones encontradas para con Argentina. En Cómo viajar sin ver, la sensación es diferente, por un lado se encuentra la mirada sardónica o grotesca del propio latinoamericano ,y espejada a ésta, tal vez por la hibridación de la que ya hablamos, se encuentra la mirada del turista europeo, del extranjero…

A. N: Sí, tal cual. Dos cosas sobre eso -que interesante lo que decís, nunca lo había pensado pero tiene mucho sentido- primero habría que decir que entre Bariloche y éste, hay un libro muy importante en términos de mi relación con este país que es Una vez Argentina. En él se cuenta toda la historia de mi familia y de mi infancia en Argentina. Es un libro que me supuso una investigación de la historia de mis ancestros que no conocía, y de algún modo fue casi la reinvención –no el recuerdo- de una familia cuya historia estaba totalmente atravesada por Argentina; es la historia del siglo XX en Argentina, a través de mis ancestros, pero contada en primera persona. De forma que no son unas memorias sino un ejercicio de memoria fantástica. Empieza con el relato del parto de mi madre: mi nacimiento. El libro avanza linealmente contando mi infancia exactamente en el momento del parto, hasta el momento de subirse al avión en Ezeiza, en el comienzo del menemismo; y después de cada recuerdo de infancia hay un flashback a algún ancestro que llegaba a Argentina, entonces hay un cruce de idas y vueltas. Nunca había pensado que en Bariloche había algo de enojo, aunque puede ser y ahora voy a pensar por qué: bueno, podía haber mucho dolor político e histórico porque Argentina es un país que expulsa a sus ciudadanos recurrentemente, pero había un amor inmenso por toda esa familia y toda esa memoria argentina.

En Bariloche lo que me parece que hay más que nada es una metáfora de la basura, que es una metáfora precartonera. Yo escribí Bariloche sin haber vuelto todavía a la Argentina, y cuando regresé y vi a los cartoneros me impacté mucho porque era como si una metáfora se hubiera vuelto literal, porque mi idea era tratar de alegorizar el empobrecimiento de la clase media, cómo el menemismo había acabado con la clase media.

Es fiel exponente de nuestra más rancia clase media.

Exactamente, no es una clase baja, sino un media cuya vida no sólo económica se va lumpenizando, hasta confundirse literalmente con la mierda y la basura. Pero era un enojo no con esa abstracción llamada país sino con el menemismo muy en concreto que era lo que a mí me había partido en dos la infancia, era más un ajuste de cuentas con eso, que una relación general con lo que yo entendía por Argentina, que era bastante confuso incluso. Pero es un libro lleno de tensiones, creo que si la literatura no tiene tensiones y contradicciones no tiene ningún sentido; también hay una tensión lingüística, porque ese era otro conflicto. Yo cotidianamente hablo español de España –que no es como te estoy hablando a vos-, hablo con zeta, con vosotros, y con todo lo que aprendí a hablar cuando estudiaba la secundaria en España, y como hablo con mi pareja –con la que convivo y es andaluza-. Entonces, por un lado, a mí impostar un narrador omnisciente argentino me resultaba imposible, forzado, artificial; yo no hablo porteño cotidianamente, entonces era horrible, falso, como ponerme una careta y decir ‘no, pero mis raíces están intactas’, yo creo en la mezcla y en la contaminación y en el dejarte influir por los lugares, entonces yo ya no hablaba porteño, pero tampoco me creía nada que un personaje argentino hablase de otra manera que no fuese argentino. Y todo esto me obliga a una decisión bastante extraña pero que fue la única manera que encontré de sentirme fiel a mi situación, que fue agarrar un narrador omnisciente español y desarrollar todos los monólogos de los personajes en porteño, y entonces esa es otra tensión.

Quiero completar, llegando a Cómo viajar sin ver y las dos orillas. Hablábamos de la tensión entre España y Argentina, los dos dialectos, estar afuera / estar adentro… precisamente la temperatura del libro, que es precisamente el lugar desde el que miro yo siempre las dos orillas -porque no tengo otro, no porque me parezca el mejor para mí- se encuentra en dos momentos que están al principio deliberadamente. Uno es que estoy en Barajas, en Madrid, a punto de embarcar y una mina que me quiere vender algo me pregunta ‘Señor, ¿usted es español o extranjero?’, te lo preguntan porque las ofertas son distintas. Y yo, que estaba pensando en las notas que estaba tomando, mecánicamente sin pensar le respondo: ‘No lo sé’. Que es una respuesta que no estaba prevista en el folleto de ella entonces ella se enojó mucho porque le pareció que la estaba mandando a la mierda, lo cierto es que no pude ser más sincero. Al día siguiente aterrizo en Ezeiza con mi pasaporte español –con el que viajo desde que soy mayor de edad, creo que no puedo legalmente entrar en mi país natal como argentino, aunque tengo la nacionalidad argentina, porque tengo unos asuntos burocráticos que debería tramitar y siempre encuentro que es más lindo ir a comer pizza o comprar libros o ver a mis amigos que hacer esos trámites, entonces no tengo derecho legal a entrar como argentino a Argentina y entro con mi pasaporte español- y cada vez que veo la cola que dice ‘argentinos / extranjeros’ entro como en shock, porque durante un instante realmente no sé en cuál ponerme e incluso me confundo, creo que estoy en una y estoy en otra… Es como cuando aterrizo y confundo los adverbios ‘acá’ y ‘allá’, digo Argentina cuando quiero decir España. Esa confusión es precisamente el punto de vista desde el que está observado el libro. Es decir, hay una familiaridad muy íntima con todo lo narrado por un lado, y una cierta distancia extranjera que me sirve y además me parece como para analizar de una forma más neutral y objetiva lo que estoy viendo. Es un ejercicio que de todas formas hago de manera cotidiana, infinitas veces en España contemplo todo –por ejemplo la crisis económica española actual- con una memoria totalmente argentina que proviene de una diferencia básica con mis pares españoles. Mientras los españoles de mi edad estaban viviendo el super despegue económico de España, el mejor Felipe González y la modernización socialista de España, yo había vivido un golpe de estado, habíamos cambiado cuatro veces de moneda, estábamos a punto de caer en la hiperinflación. Entonces, yo viví como cualquier niño argentino la precariedad institucional, la debilidad de la democracia, y una economía disparatada; entonces a mí me quedó esa memoria, y por mucho que hace que vivo en España, la manera en que yo enfoco la crisis económica española es clásicamente argentina y me produce bastante escepticismo esta hecatombe europea que no es hecatombe ni nada parecido. Entonces no puedo evitar ver Europa como un latinoamericano, pero a veces vengo acá o puedo creer las cosas que veo porque mi parte española dice ‘no es verdad lo que estoy viendo en este país’. Y bueno, es el lugar o el no lugar que me tocó, es así. Trato de sacarle partido literario más que preguntarme si hubiera sido mejor otra cosa o si podría terminar de decidirme… ya sé que no, es el único lugar que puedo habitar.

¿Cómo surge El viajero del siglo y cómo cambia tu carrera el premio Alfaguara? Me parece que el cambio en el Neuman narrador excede incluso a los cambios mediáticos subsiguientes al premio.

El viajero del siglo es el libro que más ventas y proyección publica me ha dado y es probablemente la novela más rigurosamente escrita de todas las mías, quiero decir, la que más trabajo me dio y la que menos supuse nunca que podría tener nada parecido a la repercusión comercial o esa cosa escurridiza que llamamos éxito. Si una novela en mi fuero íntimo no estaba destinada a eso era precisamente El viajero del siglo, una novela larga, donde hay mucha filosofía, traducción de poetas, un diálogo con un ritmo más pausado propio del siglo XIX, una introspección psicológica mayor. Mientras la escribía, lo que pensaba era: ‘nadie va a querer publicar esto’, y sobre todo: ‘no voy a ser capaz de terminarla siquiera’.

Cómo viajar sin ver es una apuesta difícil. Dentro de tu obra es un libro de una identidad muy importante.

Sí. Bariloche tenía algo de balbuceo, pero era un balbuceo enfocado a la novela fragmentaria. Bueno, a mí me interesaba balbucear una novela de desarrollo, como El viajero del siglo. E inmediatamente hecho eso se trata de quemar los puentes, es decir, mi única norma –si es que se puede tener normas al escribir- es sabotear lo anterior, precisamente para regresar a la sensación de aprendizaje. Y si te fijás, si comparás cada novela que yo he publicado con la anterior, más allá de lo temático y argumental, en términos de estructura, de punto de vista, de técnica, hay una voluntad deliberada y es la única premeditación que me permito de una novela a otra por tratar de contradecir lo aprendido en el libro anterior, porque creo que más que desde la seguridad adquirida se tiene que escribir desde la duda no ya ideológica sino técnica, es decir, no sé cómo se escribe un libro así. Si el comienzo de un libro no es ‘no sé cómo se hace esto porque no lo hice antes’, creo que difícilmente el libro te aporte una experiencia estética fresca. Y por eso el siguiente inmediatamente después a El viajero del siglo fue un regreso al zapping, a la hiperbrevedad, al salto, como manera de tirar por la ventana la novela que me había tenido entretenido no ya los cinco años de escritura sino todo el año anterior de gira, etc.

¿Y ahora?

Ahora estoy trabajando en una novela que va a ser breve, que va a tener la voz de un niño para resetear la cierta complejidad de discursos que tiene El viajero del siglo, esa especie de ejercicio de traducción postmoderna, de toda la traducción del siglo XIX, de la novela clásica y de la poesía romántica que implicaba un ejercicio de lectura histórica muy fuerte. La única manera de resetearlo era buscar un personaje que ignorase todo eso, entonces me agarré una voz que no pude contar con ninguno de esos instrumentos culturales y que sólo tiene una mirada cándida. Estoy trabajando en eso. Y también estuve este año y el anterior escribiendo muchos poemas y espero que alguno de esos poemas sea bueno porque el año que viene se van a publicar en Argentina, y esto me hace muy feliz y volvemos al comienzo de la entrevista porque eso tiene que ver con mi vínculo afectivo con Latinoamérica, pues es la primera vez que voy a publicar un libro primero en Latinoamérica. Va a ser un libro que no ha salido y no sé si va a salir en España, o va a sacar Ediciones del Dock, y el título de ese libro es muy significativo de lo que venimos hablando: No sé por qué. Lo que decidí es dárselo a un puñado de editores independientes latinoamericanos antes de publicarlo en España, y eso tiene que ver con esa inmersión latinoamericana que tuve en Cómo viajar sin ver, de la que salí –si cabe- con una conciencia de doble orilla mayor todavía, y eso me llevó a preguntarme ‘¿Por qué hay que publicar el libro primero en España?’. La respuesta al principio era bastante obvia, porque vivo ahí y es el circuito literario en el que me muevo, por la misma razón por la que un argentino se plantea publicar primero acá. Pero en el fondo dije ‘Sí, ¿y qué?’.

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Sobre El Autor

Damián Blas Vives es actualmente es Director de Gestión y Políticas Culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Entre 2016 y 2020 coordinó el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de dicha institución y antes fue Coordinador del Programa de Literatura y editor de la revista literaria Abanico. Dirigió durante una década el taller de Literatura japonesa de la Biblioteca Nacional, que ahora continúa de manera privada. En 2006 fundó Seda, revista de estudios asiáticos y en 2007 Evaristo Cultural. Coordina el Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y Rastros, el Observatorio Hispanoamericano de Literatura Negra y Criminal. Ideó e impulsó el Encuentro Nacional de Escritura en Cárcel, co-coordinándolo en sus dos primeros años, 2014 y 2015. Fue miembro fundador del Club Argentino de Kamishibai. Incursionó en radio, dramaturgia y colaboró en publicaciones tales como Complejidad, Tokonoma, Lea y LeMonde diplomatique. En 2015 funda el sello Evaristo Editorial y es uno de sus editores.

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