Patricio Pron es un autor controvertido, muchas de sus posiciones académicas despiertan polémica en sus congéneres, pero por sobre todas las cosas es un escritor de ideas. Retoma obsesivamente el tema de la construcción de la memoria haciendo foco en diversos escenarios sociopolíticos. De esta manera se erige como uno de los pocos autores jóvenes ocupados en abordar, de manera lúcida, la reconstrucción de una historia nacional que no vivieron pero de la que son herederos directos.

Su última novela, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, centra su acción en un joven escritor argentino que regresa a su país de origen para despedirse de su padre enfermo y se adentra involuntariamente en la historia de su familia a la vez que en la suya propia. Al hacerlo, procura comprender quién fue su padre y en qué creyó durante los años que precedieron a su nacimiento, un período de convulsión política, lleno de atrocidades y clandestinidad. También descubre que su padre buscaba a un hombre desaparecido en extrañas circunstancias y se pregunta si en sus historias no hay una simetría. Desde el primer momento se intuye la gravedad del asunto, que apunta al sustrato podrido de una pequeña comunidad en la Pampa argentina, pero también una segunda simetría: el desaparecido era el hermano de una joven amiga de su padre, secuestrada y asesinada por las fuerzas represivas del Estado argentino en 1977, y la búsqueda del escritor argentino que narra esta historia se convierte así en la de una respuesta, por dolorosa que ésta sea.

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Si bien el tema de la identidad es central en tu narrativa desde tus inicios con Nadadores muertos, el tema de la memoria -su construcción, su percepción y el concepto de la verdad- hace eclosión en El comienzo de la primavera. ¿El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia puede considerarse la continuación de esta reflexión centrada en la historia nacional reciente?

Sí, absolutamente. Por entonces, cuando escribí El comienzo de la primavera, este libro era la forma más cercana que tenía de escribir sobre Argentina. Lo que no significa que fuera una forma directa o simple; por el contrario, algún crítico dijo que era una forma de desvío para referirse a Argentina. En este caso, con El espíritu de mis padres, no hay desvío posible. Sin embargo, me parece que ambos libros recogen la principal enseñanza de la sociedad alemana posterior al nazismo. Esa enseñanza consiste en entender a la memoria no como una cualidad intrínseca a las sociedades, sino más bien como una especie de actividad que está pendiente siempre y debe ser revisada generación tras generación. Ambos libros participan de ese esfuerzo que, como digo, es un esfuerzo social; en el caso específico de El espíritu de mis padres no con la finalidad de glorificar ese pasado sino la de preguntarse cuánto del espíritu que presidió las decisiones políticas de mis padres y de su generación es pertinente aquí y ahora.

Podemos plantearlo a la manera de un trabalenguas y decir que aquello que deseemos ser, depende estrechamente de nuestro conocimiento de lo que somos. Ahora bien, ese conocimiento está incompleto en tanto no sepamos qué nos ha llevado a ser lo que somos, es decir, qué fuimos. Si esta última novela participa de algo es de este esfuerzo por hacer memoria para construir visiones alternativas de futuro, que es acaso la finalidad última de la literatura.

En el libro se entrelazan la memoria individual, la memoria familiar y la memoria política o nacional. ¿Qué relaciones encontrás en los tres tipos de memoria?

Bueno, muy posiblemente lo que denominamos “memoria nacional” no sea más que un puñado de memorias individuales. El libro presentaba para mí la dificultad de tener que narrar una experiencia política colectiva lo suficientemente diversa y de a ratos contradictoria, para que no pudiese ser recogida por un libro, a excepción de que fuese uno de grandes dimensiones. Incluso textos muy grandes y abarcadores, como por ejemplo La voluntad, son versiones incompletas de una experiencia histórica mucho más amplia.

¿En países como el nuestro, la construcción de la memoria histórica es más complicada?

El esclarecimiento de la responsabilidad individual de nuestros padres en los hechos trágicos del pasado reciente, en Argentina en particular y en otros países en líneas generales, es muy problemático. Mientras escribía el libro, me preguntaba si era posible recurrir a esta experiencia individual -que en última instancia es la única que yo conozco- para contar un episodio que superaba lo puramente personal y se convertía en una especie de fragmento de esa Argentina. De hecho, las simetrías de estas historias me permitían pensar que el relato en su totalidad podía decir algo de la historia argentina de los últimos cuarenta años. Espero que sea así, no lo sé.

¿Cuánto hay de memoria personal y cuánto de construcción literaria en El espíritu de mis padres…?

En mi opinión, los hechos narrados son completamente verídicos. Dicho esto, recurro a la frase de Muñoz Molina que cierra el libro advirtiendo que una gota de ficción puede teñir todo de ficción. Prefiero recurrir a la palabra novela para definir este libro, me parece conveniente no arrogarse un estatuto de verdad absoluta. Entre otras cosas porque, si bien el libro es fiel a los hechos tal como yo los recuerdo, la memoria es traicionera. Puede que yo haya cometido errores o puede, incluso, que mi relato esté incompleto. Por su propia naturaleza, el relato está incompleto; pero eso constituye un incentivo para mí en la medida en que si alguien considera que esta versión de los hechos es incompleta o parcialmente errónea, está invitado a ofrecer la suya propia, como hizo mi padre.

¿Pensás que el gobierno kirchnerista articuló o legitimó variaciones importantes en cuanto a la construcción de la memoria política nacional?

Sí, desde luego. Hay cuestiones muy importantes desde el punto de vista simbólico, independientemente de las diferencias que se puedan tener con este gobierno, que posiblemente sean numerosas dependiendo de las personas a las que uno consulte. Lo cierto es que es el primer gobierno –desde que yo tengo memoria- que ha conseguido articular una versión abarcadora del pasado reciente, ha conseguido construir un relato capaz de enmarcar la experiencia individual de buena parte de los argentinos, o al menos de la mayoría, ya que finalmente ha sido legitimado en las urnas. Pero también, ha podido construir una visión de futuro compartida, y eso es muy esperanzador.

Naturalmente, no se puede adherir a los procesos sociales y políticos de forma absoluta o irreflexiva, pero tampoco se los puede rechazar por irreflexión. Sí se los puede observar; en este caso yo lo hago a la distancia, desafortunadamente, pero con mucha perplejidad y entusiasmo.

Estableciendo un paralelismo entre El comienzo de la primavera y El espíritu de mis padres… ¿qué diferencia encontrás en la construcción de la memoria del pueblo alemán y la construcción de la memoria del pueblo argentino?

Creo que son experiencias muy diferentes. Sin embargo, la enseñanza de la nación alemana posterior al nazismo es la necesidad de revisar periódicamente los horrores del pasado reciente. Y si bien estas revisiones admitían variantes y dejaban un margen a la especulación, estaban atravesadas por un discurso muy específico que sustentaba moralmente la autoridad de la República Democrática Alemana y que consistía en una especie de rechazo al pasado totalitario. En el caso de la República Federal de Alemania la versión de ese pasado se contraponía ligeramente a la de la República Democrática siendo, por otra parte, muy similar. Dicho esto, quizás el éxito de la sociedad alemana haya consistido en establecer una versión consuetudinaria del pasado. En la actualidad una gran cantidad de los alemanes considera al nazismo un enorme error histórico, y sus orígenes son impugnados. Las ideas que posibilitaron el Nacional Socialismo son confrontadas en su origen, al punto de que las opiniones divergentes, aquellas que consideran que el nazismo no fue tan mala idea, son muy minoritarias. En este sentido, Alemania está blindada a la posibilidad de un nuevo fascismo, un nuevo antisemitismo, mucho más que la sociedad española o que otras sociedades europeas, como por ejemplo Francia o Bélgica.

Creo que en la Argentina requirió más tiempo la imposición de un relato unificado del pasado, posiblemente porque ese relato fue impuesto en Alemania por parte de las potencias que la ocuparon.

Ahora bien, ¿en la imposición de este relato del pasado se puede traicionar a la memoria de los muertos?

Ninguna versión de los hechos debe ser aceptada de forma acrítica, incluyendo la versión de los muertos. Pero es muy difícil para mí decir algo al respecto…

Hay una visión que considero errónea y que establece una distinción entre vencedores y vencidos, pero mi impresión es que hay mucha victoria en la derrota y mucha derrota en la victoria. Desde luego hay una derrota real insoslayable y es el asesinato de 30.000 personas, pero -aunque parezca cínico decirlo- el hecho es que al menos el proyecto cultural, si no el proyecto político de este período, salió vencedor.

 

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En ese sentido, cuando el protagonista de tu novela reflexiona sobre su propia generación dice: “alguien nos había inflingido ya una derrota y nosotros bebíamos o tomábamos pastillas o perdíamos el tiempo, etc, etc”. ¿Esta anestesia generacional no fue el subproducto más evidente del éxito de aquél proyecto cultural?

Sí, desde luego, es el resultado directo del ambiente opresivo y de terror en que crecimos buena parte de nosotros; el temor atenaza, naturalmente. Posiblemente quienes fueron adolescentes durante la dictadura han vivido esta experiencia de forma mucho más directa que nosotros que la vivimos como una especie de amenaza informe. En contrapartida, ellos han podido racionalizarla y nosotros no. Pero, dicho esto, el temor parece haberse extendido lo suficiente en la sociedad argentina como para que no fuese sino hasta treinta años después del golpe de estado cuando una promoción de activistas políticos surge. Promoción que no somos nosotros, sino que son acaso nuestros hermanos pequeños. Yo tengo una gran confianza depositada en ellos, me parece que se trata de un puñado de personas que por razones personales comprendieron mucho antes que nosotros que los valores que presidieron la década de 1990 estaban sustancialmente equivocados, que el énfasis puesto en el progreso individual era incompatible con una sociedad que no progresaba sino que avanzaba en el aumento de dificultades. Nuestra generación fue principalmente criada en la frivolidad y la estupidez, bajo una visión completamente egoísta del presente. De ahí que sea a menudo bastante inconveniente para mí tener charlas con mis colegas.

¿Considerás que la política perdió su carácter ético?

Creo que hubo un malentendido en los últimos treinta años que llevó a concebir la política como una actividad profesional. Fue un enorme error, la política no constituye una actividad desgajada de la vida cotidiana sino que es parte sustancial de ella e incluso encuentra su expresión en buena parte de lo que hacemos, incluyendo en mi caso el trabajo de escritor.

Los vínculos entre literatura y política han sido siempre muy complejos, en algún momento histórico este vínculo fue visto, bajo una perspectiva errónea, como un vínculo espurio. Se atribuía a la literatura explícitamente política una función meramente panfletaria cuando, en realidad, toda literatura es política, incluso aquella que explícitamente se aleja de sus intenciones políticas. Aquellas obras que no se ubican en posiciones políticas explícitas dan lugar a una lectura implícitamente política, lectura que si no está puesta al servicio del progreso, está puesta al servicio de la reacción.

Esa es quizás una de las diferencias más sustanciales con mis compañeros de promoción, digamos.

¿Cuál es la diferencia entre la literatura política en la generación de nuestros padres -los militantes- y esta literatura que empieza a surgir ahora?

Hay una diferencia sustancial que está vinculada con lo que yo llamo “la economía del testimonio”. Que ellos hayan sido testigos directos, y en buena medida protagonistas de los hechos que narran, les otorga una especie de estatuto de verdad contra el que sencillamente uno no puede oponerse.

¿Qué fuerza tiene el documento en la construcción de la memoria histórica?

Es muy difícil decirlo. Tendemos a otorgar una gran credibilidad a los documentos. Ahora bien, posiblemente en el libro hay una llamada muy insistente a desconfiar de los documentos, o al menos a desconfiar de las posibles interpretaciones de esos documentos. Recordarás que hay descripciones de fotografías en las que ciertos gestos pueden ser leídos de múltiples formas. Ni siquiera lo que consideramos el registro más fidedigno de una situación o de una persona -como una fotografía- admite una lectura absolutamente unívoca; eso para mí es muy interesante. Lo cierto es que las fotografías existen, la carpeta existe; no son un recurso literario. Pero, incluso existiendo, son documentos absolutamente intangibles: los gestos han sido detenidos en el tiempo, pero su significación se nos escapa.

Sobre todo para quienes formamos parte de una generación que creció en el cinismo y el egoísmo, el significado de la experiencia colectiva de nuestros padres es incomprensible, por más que nos esforcemos o compartamos buena parte de sus convicciones políticas. Qué sentían nuestros padres ante la eventualidad de dar la vida por alguien de quien no sabían absolutamente nada –solamente conocían sus ideas- es algo muy misterioso para mí. Reconforta saber que uno no ha tenido que pasar por cosas que pasaron ellos, desde luego; pero a su vez, también está la sensación de que algo se nos ha escapado, de que hemos perdido la oportunidad de constituir una especie de colectivo de alguna índole.

Espero que las nuevas promociones de activistas no tengan que plantearse la disyuntiva de dar la vida por alguien, pero observo con interés y con cierta envidia que ellos forman parte de una causa que los trasciende; nuestra generación no ha tenido nunca esa causa. El caso es que, aunque de a ratos me sienta reconfortado por formar parte de una generación cuyo único elemento común por parte de sus miembros es la decisión de no formar parte de una generación (lo que los convierte de inmediato en miembros de una generación), hay algo que hemos perdido. Es la restitución de esa experiencia perdida la que está detrás de los libros que yo escribo.

 

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