Da la sensación y es: un encuentro con Claudia es un encuentro con un ser atravesado por la luz, como si por algún efecto mágico de los reflejos, las sombras se hicieran a un lado para que podamos escuchar su alma y su intensidad. Y, entonces, lo demás se desliza como un acuerdo tácito: confiamos siempre en que esto es parte de la plenitud de la poesía; poder compartir un instante con cierto halo de eternidad.

Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Es psicoanalista y escritora. Vive desde 1990 en Buenos Aires. Coordina talleres de escritura. Publicó los libros de poesía: Bizarría (1997), Geología (2001; reeditado en 2011), La vista (2002, íntegramente basado en films, va a ser reeditado –en versión corregida y aumentada- en 2012 por Hilos Editora), El secreto (antología 1997-2007) Abrigo (2007) y La plenitud (2010); así como el libro de fotografías y poemas El verano (2010). Su libro la vista ha obtenido por unanimidad el Premio Casa de América de España en 2001. Su libro Abrigo ha obtenido una mención del Fondo Nacional de las Artes en 2004. Textos suyos han sido traducidos al francés, inglés y portugués, y sus poemas han sido recogidos en múltiples antologías. Fue codirectora de los sellos editoriales Abeja Reina y Curandera. Ha creado y coordinado, junto a artistas de diversas disciplinas, ciclos de poesía, música e imagen, como La mirada, Poligrafías, El pez que habla, La musik, El gallo y la luna

Para comenzar, cito de tu libro La plenitud: “No hay modo de remediar en el pensamiento ni en el corazón / lo que ocurre en el mundo”. ¿Puede ser el poema la chispa que nos salva de lo que ocurre, sin remedio, en el mundo?

Creo que la poesía va a contramano de lo que pasa hoy en el mundo. Hablo de la dirección hegemónica, la que prima, no de las honrosas y bellas actitudes de resistencia que se desarrollan desde el margen. La poesía es, creo yo, una de esas posturas de resistencia frente a la fealdad y la injusticia del ordenamiento social tal como está planteado hoy. Pero no se trata de una resistencia testimonial solamente, es decir, la dimensión del dar testimonio puede ser una de las aristas del asunto, pero no creo, en general, en la eficacia transformadora de una poesía que se plantea abierta y explícitamente como comprometida, o sea, que aborda directamente determinadas cuestiones sociales. Para mí la poesía opera en la fisura, en la grieta, y va minando los edificios de ideas aparentemente inexpugnables desde allí. No necesita de grandes declaraciones; su poder reside en escuchar el habla minoritaria: de los niños, de las mujeres, de los oprimidos de toda laya. No se trata de dar palabras o de hacer escuchar ese habla, desde un lugar de cierta superioridad donde sería “yo, el poeta, el letrado” el que tendría a su disposición una palabra de la que los débiles, los menos afortunados, estarían desposeídos. El papel del poeta, tal como lo veo, es el de escucha y el de escriba, es decir, el rol del que está allí, prestando atención a las más mínimas variaciones en la atmósfera que nos rodea. Son esas voces las que nos hacen hablar a nosotros, no a la inversa; no poseemos el patrimonio del uso del lenguaje para darle una voz a quien no la tiene. Tenemos en todo caso —en el mejor de los casos— el privilegio de escuchar para detectar, con toda nuestra sensibilidad disponible y receptiva, lo que se dice en el mundo, sobre todo precisamente aquello que no es considerado —desde la opinión mayoritaria— digno de ser escuchado. Allí reside nuestra posibilidad, nuestra potencia: en escuchar y vehiculizar lo escuchado, tratando de ser lo más fieles posibles a la experiencia, de dejarnos atravesar, de ser capaces de transmitir lo que la vida nos ha dado el regalo de permitirnos escuchar. La escritura poética, para mí, encuentra su tesoro entre los desechos. Lo que no tiene un valor desde el punto de vista del mercado, desde el intercambio de utilidades que parece ser hoy el único modo de mediar las relaciones entre las personas. La poesía no tiene utilidad alguna, no es un valor de cambio; y además el lenguaje, en ella, no tiene una finalidad comunicacional, no se trata de describir, analizar, convencer, estudiar, exponer, argumentar; se trata, básicamente, de conmover. Y esa es la chispa que enciende: la del deseo, la de la inquietud, la de la incomodidad. La chispa del no saber como diría Symborszka, que despierta la curiosidad más radical y la más radical sensación de incertidumbre. Si nada sabemos, si la humildad es la única manera honesta de acercarnos a las cosas, despojados de una vez de las imposturas del yo, entonces —pero sólo entonces— la poesía será capaz de iluminar algo, y de transformar, a partir de su luz, lo que vemos. Por eso creo que es muy importante que los poetas pensemos desde qué lugares escribimos, a qué ideales o visiones servimos, es decir, a quiénes nos debemos, a quiénes rendimos nuestro pequeño homenaje, día tras día, al hacer lo que hacemos.

Pienso que para escribir poesía es necesario hacer un gran trabajo no sólo en relación a la sensibilidad, sino también —y centralmente— en relación al ego. El ego no tiene nada que hacer en relación a la poesía, excepto obstaculizarla y hasta impedirla. Creo que hace falta mucha humildad para esperar que el poema aparezca, mucho desprendimiento para dejar ir (en el trabajo de corrección del texto) lo que sobra, el exceso, la infatuación, la impostura. Y hace falta mucha serenidad y templanza para dedicarse durante años al mismo oficio y no obtener un reconocimiento mundano. Los grandes maestros (pienso en Orozco, pienso en Bellessi) han logrado sortear una por una esas trampas del ego, y eso, sumado a una sensibilidad y un talento extraordinarios, les ha otorgado esa maestría en su oficio que hoy todos reconocemos. Cuando a veces escucho poetas de mi edad o menores patalear por sus quince minutos de fama, sumirse en un hervidero de envidias y divismos, me da pena, porque si una cosa he aprendido en todos estos años, es que ese no es el camino de la poesía, ese es el camino que nos aleja y nos enfrenta a la poesía, poniéndonos del lado del arte como mercancía, de la fama (bajo la forma de premios, becas, reconocimientos económicos) como motor. El motor, a mi entender, es esa necesidad desnuda, urgente, que nos lleva a escribir como si fuera el único acto posible en el mundo, el que nos va a salvar, nuestra ancla y nuestro talismán.

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En tu obra poética, aparece con bastante fuerza la figura del talismán. Desde Bizarría, en tu poema “Poéticas” (criminal / que cortó cierta vez / la mano de un niño, / su talismán y su oro / desde entonces / único objeto precioso / para él”), pasando por Geología: “hay un amor a lo inevitable que es casi / un talismán contra la furia de las sequías / y las tormentas”; hasta La plenitud: “No hay belleza para mí en las cosas / que no pueden volverse talismán contra las fuerzas / del desamparo o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso”. ¿Un poema puede ser un talismán a pesar de las palabras?

Creo en el poder reparador de la poesía. Hasta me animaría a decir el poder sanador que tiene sobre nosotros al permitirnos recrear lo perdido, volverlo a traer, pero transformado, transmutado en otra cosa. Esa operación no puede, para mí, ser nombrada de otra manera que como mágica. Los poemas, en ese sentido, funcionan como talismanes que nos recuerdan todos los lugares de reparo, de amor, de calidez: los que aún existen, los que hemos perdido, los que nunca tuvimos. Es que el poema mismo es la posibilidad de reparo, aún cuando para escribirlo sea necesario atravesar territorios de peligro y muchas veces de tormento. La experiencia de escribir poesía no es una experiencia de la que se salga indemne: es necesario tener el valor y el deseo de enfrentarse a los propios fantasmas -muchos de ellos informes, innominados- y luchar cuerpo a cuerpo con esas sombras hasta dar con determinadas palabras que puedan nombrarlos y, nombrándolos, a su vez, los conjuren. Más de una vez me he encontrado escribiendo como modo de exorcizar una experiencia o una emoción cuya intensidad resultaba insoportable, imposible de resistir por el cuerpo. El poema contiene, condensado, lo que no podría decirse de otro modo, lo que está al margen de nuestra posibilidad de decir, e incluso a veces de pensar. Lo impensable es una de las dimensiones en las que el poema se adentra. Y de allá nos trae las palabras, que para mí son como piedras para apretar en las manos, así de materiales y de macizas. Por eso no sé si podría decirse a pesar de las palabras. Las palabras son inasibles por definición, pero también producen efectos corporales muy precisos y contundentes. Nos pegan en la boca del estómago o nos acarician la frente o nos producen un nudo en la garganta o nos desaceleran los latidos del corazón. Tocar y ser tocados por las palabras es una experiencia que todo poeta conoce. Y sentirse protegidos por las palabras, por su mera existencia, también es una experiencia que creo común a todos. Salvarse porque se pudo decir aquello que de haber permanecido silenciado nos hubiera hecho perdernos, quizás para siempre. ¿Cómo no va a transformarse en talismán el poema que logra esto? Es como vencer de una vez las fuerzas de la oscuridad y de la muerte que tememos desde la infancia, con una linternita —que alumbra intermitentemente— como única arma.

Siguiendo la misma línea, en Abrigo: “Quisiera / pronunciar la palabra que me haga real / pero el lenguaje es vasto, y no acierto”. ¿Cuál sería la ventaja de pronunciar la palabra que te haga real?

Creo que desde la infancia venimos siguiendo el mandato de acallar ciertas cosas, de mantenerlas en la sombra. Aquellas cosas que nos da vergüenza decir son —como bien sostiene Diana Bellessi— las que recupera la lírica. El lenguaje caótico, lúdico y desenfrenado de los niños debe pulirse a lo largo de los años, adquirir prolijidad, seriedad, servir a un fin. El habla adulta es el habla de la comunicación, es decir, el de la convención. Todos nos ponemos de acuerdo en qué queremos decir, lo que simplifica notablemente nuestra posibilidad de interactuar y entendernos a los fines prácticos de la vida. Pero ese habla llega a ser asfixiante en su univocidad y en su impostura, y la tarea del arte (si es que tiene alguna), consiste en develar — como escribe Proust— la verdadera vida escondida bajo capas y capas de hábito, de cobardía, de aburrimiento, de resignación, de muerte. La lírica viene a liberarnos de esto, del cepo que años de domesticación han cerrado sobre esa voz desobediente y desprolija. Por acción de la palabra lírica, todo lo interdicto retorna: la voz del niño, la más fustigada, la que no acata deber alguno, por fin habla. La lírica recupera esos afectos vergonzantes, y —siempre en el límite, siempre enfrentada al riesgo de caer en el cliché, en la cursilería— los enaltece, los devuelve a su grandeza original, porque esa vergüenza tiene, creo, el mismo origen que aquello que Clarice Lispector denuncia cuando dice: “hemos reído en público de aquello que no reiríamos en privado”. Venimos de muchos años de cinismo, no de ironía (para mí la ironía puede tener un poder crítico, transformador, pero el cinismo es la pose del que ha fracasado en su apuesta vital y se desploma para ver pasar a los que siguen vivos, y los ve tan desplomados como él mismo). El cinismo, en la poesía, ha ido minando las reservas de intensidad, de belleza, de valentía, por el simple mecanismo de declarar muerta la intensidad, la belleza, la valentía. Pero yo creo que lo que está muriendo es el cinismo (en la poesía y en el orden global, político, social, cultural). Estamos asistiendo a la caída del cinismo como modo de ver el mundo y de habitarlo. En la década del ‘90 tuvo su apogeo una escritura que podríamos llamar antipolítica (muy ligada al ideario neoliberal) en la cual precisamente la separatividad era lo que reinaba, encarnada en mecanismos como el cinismo, el desapego, el distanciamiento emocional, que develaban una concepción de la poesía como ejercicio solipsista, centrado en (y enamorado de) la propia individualidad. Dice Deleuze que: “en el cinismo hay una pretensión insoportable: la de pertenecer a una raza superior, la de ser una propiedad de los amos”. El gesto lírico, en cambio, podríamos decir que es plebeyo. Es minoritario porque lejos de ser la encarnación de la fantasía de ser la voz del amo, habla de aquello de lo que nos da vergüenza hablar en voz alta, de aquello que desde siempre nos fue enseñado que no debíamos decir en público. Es el murmullo de las emociones que nos dan pudor, que no encuentran cauce en el discurso cotidiano, adulto, en el discurso del poder. Es la voz tímida de lo que se resiste a crecer, a ser aplastado bajo el mandato de la productividad; la voz de lo que en cada uno hay de oprimido y de rechazado. Por eso —para mí— eso que suele llamarse tono lírico en la poesía, es a su vez político, representa una manera de plantarse ante el mundo, ante los semejantes y ante los discursos hegemónicos que nos atraviesan antipoéticos y antipolíticos, me gustaría agregar. Politizar la poesía es comprender también que si bien la poesía no va a cambiar el mundo de una manera radical —no va a hacer la revolución sí tiene la capacidad, más modesta y más sencilla de transformar el corazón de las personas, de tocar la sensibilidad de los otros; y eso desata una reverberación que se expande, y que aún desde su círculo pequeño, es capaz de transmitir calor y luz a su alrededor, es capaz de volver visible lo que hace falta que lo sea. Como dice Julia Magistratti en un poema, la luz es denuncia” y la poesía sabe iluminar. A mí me parece que esa es su humilde revolución.

 

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Cito de tu libro La vista: “Tenías razón: no hay olvido. / La memoria del daño, como la memoria del placer, nunca termina” y más adelante, en La plenitud: “Se puede entrar así, / no en un cuerpo, sino en la memoria de ese cuerpo, / en la reverberación del impacto que tuvieron sobre él / las primeras voces escuchadas”. ¿Cómo se construye la memoria sin ese vacío o noción de olvido? ¿La memoria es cuerpo?

Pienso que el cuerpo recuerda, y no sólo experiencias personales, sino también aquellas que han herido o acariciado el cuerpo social. No creo que pueda entenderse el mundo o la vida plantando nuestra propia pequeña vida en el centro de todo lo que existe, creo en un entramado que hunde sus raíces en la biología, en la historia, en las experiencias personales y colectivas; en los otros, animados e inanimados, con los cuales estamos tan densamente entrelazados. No existe posibilidad de no verse afectado por la más mínima transformación en lo que nos rodea. Es que esa misma expresión, lo que nos rodea es falsa, lo que aparentemente nos rodea en realidad nos constituye, somos parte de eso como eso es parte nuestra, y no hay, desde mi punto de vista, posibilidad de escribir poesía si no se alcanza a vislumbrar algo de esto, de la participación, íntima y constitutiva, de cada ser en cada ser. Pienso que no existe poética que no esté asociada, a su vez, a una ética; y en mi caso esa ética está fundada en la idea de no separatividad, es decir, en la certeza de no constituir una unidad aislada sino —más bien— formar parte de todo lo que existe. Y eso implica, como dice Helene Cixous: “politizar la poesía”; es decir, entender a la escritura poética como un acto fundamentalmente ligado a la empatía, a la capacidad de comprensión y compasión hacia el sufrimiento ajeno. Escribe Cixous: «Tenemos que politizar la poesía. Lo necesitamos. Si queremos existir vivas, llegar a ser contemporáneas de una rosa y de los campos de concentración, tenemos que pensar lo intenso de un instante de vida, de cuerpo, y los tormentos de las hambrunas. La vida tiene que pensar la vida y contra-pensar la muerte. Es lo mínimo que se puede hacer, no necesariamente escribir, sino acercarse con nuestra piel, con nuestro corazón, cada cual con sus medios, al sufrimiento ajeno. No dejarlo solo. E intentar ser el testigo de ese sufrimiento. Escribir poéticamente es acercarse a los otros en lo que tienen de más vivos, más mortales, más moribundos.”

Para mí, la empatía es una de las herramientas que más afinadas deben estar en nuestro oficio, a través de la empatía podemos ser capaces de adoptar la voz ajena sin imitarla, es decir, sin correr el riesgo de la parodia, la exageración o el estereotipo. La empatía implica una operación muy diferente a la de la mera imitación. Al imitar no nos salimos del ego, más bien lo apuntalamos, forzamos una representación del otro a partir de nuestros prejuicios, de ideas preestablecidas acerca de él. Un malentendido fundamental por el cual se piensa que haciendo como si es posible alcanzar cierta cercanía, cierta proximidad vital a otro. La proximidad, en cambio, me parece que se obtiene cuando se vuelven borrosas, difusas, las fronteras que dicta la convención y somos capaces de ver al otro con una mirada compasiva y empática; y merced a esta mirada vernos afectados nosotros mismos por aquello que lo afecta. Para mí la poesía implica romper con las certezas que están en la base de la idea de un yo y un otro diferenciado. Es empezar a dudar, a no saber dónde comienzo, dónde termino, dónde comienza o termina el otro, y quién escribe a quién.

En Bizarría escribís: “No se elige la sombra / por fascinación / de lo que ella hace / con ciertos cuerpos, / sino más bien por asco / de lo que la luz / exhibe en otros” y en El verano: “¿Qué hizo ese sol en mí? Creó zonas de sombra. Zonas de sombra que son el reparo necesario cuando hay demasiada luz, cuando todo queda expuesto y ofrecido a las miradas. No hay nada más preciado en las siestas del norte que la protección de la sombra”. ¿Cómo dirías que fue cambiando tu relación con la luz y la sombra? ¿Qué es lo que se fue gestando a la luz de las sombras?

Mi escritura partió de un lugar bastante oscuro y doliente; mi primer libro crea un mundo con el que después no he podido volver a identificarme, porque me parece sesgado, como si sólo hubiera tenido la receptividad (en ese momento) para establecer un contacto mordaz, filoso, con la realidad, y no hubiera podido, además, concebir otro costado del mundo que no fuera amenazante o cruel. Hoy creo que fue un exorcismo que permitió liberar otras fuerzas que estaban detrás de ese aparente desencanto. Digo aparente porque pienso que nacía de una tremenda pulsión vital que no había encontrado su cauce. A partir del siguiente libro hay cierta luz que empieza a aparecer y se instala en mi poesía. Por supuesto, no se trata de que mi poesía se haya tornado bucólica, sino de que la tensión entre la luz y la oscuridad, entre lo grave y lo leve, empieza a tomar un rol central en mis poemas, sin definirse a favor de ninguno de los dos términos. En la poesía, creo que la intensidad de los textos depende en gran medida del equilibrio de fuerzas entre cada uno de los elementos del poema; es decir, de una tensión sostenida de principio a fin. Creo que es la intensidad. Por otra parte lo que más aprecio en la escritura de cualquier poeta, sólo que con el paso de los años he dejado de considerar que deba estar ligada a experiencias extremas y dolientes, al sufrimiento. Más bien me di cuenta de que la intensidad tiene que ver con lo que decía antes, con la condensación de la experiencia, con un mecanismo semejante al que hace que un carbón se transforme en diamante: ciertas condiciones de la temperatura, de la presión ambiental, entran en juego en el momento exacto, y producen algo que aparenta ser un milagro, la transformación de una materia tosca y sin atractivos en uno de los objetos más hermosos que existen. Lo mismo en la poesía: fragmentos aparentemente inconexos de la propia experiencia, percepciones, afectos, sensaciones eminentemente corporales, imágenes, confluyen, se condensan y se entraman de tal modo que dan por resultado un texto en el cual la conexión entre lo aparentemente disímil se revela en todo su esplendor.

 

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Otra cita de La plenitud: “Ese es el mayor desastre que conozco: haber estado al borde, / una noche, de que nos fuera concedida una verdad / extraordinaria, y al amanecer darnos cuenta / de que somos los mismos y no sabemos nada / que no supiéramos ya”. ¿No dirías que aquella extraordinaria verdad es admitir que somos los mismos inexorablemente?

En realidad creo que esa extraordinaria verdad no existe, a no ser fragmentaria y temporariamente. Es decir, es posible que se nos presenten iluminaciones, momentos de súbita comprensión (lo que la filosofía oriental llamaría satori), momentos en que comprendemos, intuitiva y no racionalmente, las conexiones entre las cosas. Esas experiencias existen y son efectivamente extraordinarias. No podríamos vivir constantemente en semejante estado de revelación, y en eso reside su carácter de excepción: nadie puede soportar más que un grado limitado de intensidad. Quizás los momentos de iluminación nos revelan una verdad extraordinaria que no tiene que ver con un contenido sino, precisamente, con una intensidad: la intensidad de nuestra existencia física sobre el mundo, la intensidad de una materialidad que sin embargo a la vez somos capaces de rebasar, de exceder de modos tan radicales como, por ejemplo, a través de experiencias que tienen tanto de inmaterial como la escritura o el amor.

En tu poesía también está muy presente la idea del cuerpo. Por ejemplo en el La plenitud decís: “La dicha más plena es una dicha física / y debería producirse sólo una vez, / antes de que conozcamos las palabras” y “la materia es sagrada, / sólo por el contacto con ella entendemos con el cuerpo / lo que nunca podrían comprender la inteligencia o las palabras”. Antes, en Geología: “Entonces, que tu amor a las palabras alcance / a temblar en la vacilación de la luz en el instante / que precede a la total oscuridad. Se desvanezca / cuando la luz se desvanezca y sólo entonces. Que aún allí toque tu cuerpo y lo encienda.” ¿Cómo pensás el lenguaje del cuerpo sin palabras? ¿Cuál es la fuerza de las palabras para llegar al cuerpo?

Mi poesía siempre retorna, de un modo u otro, a la experiencia mítica del momento de la infancia en que no poseíamos aún el lenguaje y el mundo era aprehensible únicamente a través de los sentidos, de la experiencia física, no mediada por el significante ni por la idea. Las cosas puras. Digo mítica porque, claro, la impronta simbólica siempre está sobre las cosas, humanizándolas, y aún cuando no poseamos el lenguaje, otros lo poseen y lo vuelcan sobre nosotros. Pero me gusta pensar en la existencia de algún lapso de plena libertad, de contacto inmediato con las cosas, que identifico con una alegría primordial, el “molde” de toda alegría que pudiéramos conocer después. La alegría de ver por primera vez, de tocar por primera vez, de oír por primera vez. La tremenda sorpresa de tener un cuerpo capaz de entrar en contacto con las cosas, de sentir, de moverse. Desearía lograr que mi poesía recupere aunque sea el halo, la estela que esa experiencia dejó sobre mí, que sea capaz de recuperar al menos la reverberación de esa alegría, previa a toda idea, interpretación, concepto. Puede parecer paradójico buscar esa experiencia primordial a través de las palabras, que son las que nos han alejado para siempre de las cosas, las que han instalado una mediación insalvable. Pero creo que existen combinatorias de palabras que operan como conjuros, como llamados, y despiertan lo remoto, lo irrecuperable, que nos roza por un instante fugacísimo para volver a hundirse en esos pantanos tan hondos de la memoria de la infancia.

 

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Escribiste que “sentimos, como Adrienne Rich, que lo personal es político, y que la poesía, por supuesto, es política”. Pienso también en el epígrafe de tu primer libro, Bizarría: “No es bizarro que una mujer sea valiente. / Se necesita bizarría para ser extraña.” ¿Cómo vivís tu experiencia personal de militancia poética actualmente? ¿Dirías que aún hoy se necesita bizarría para ser extraña o para generar un espacio diferente?

Una de mis referentes como poeta es Adrienne Rich, que lamentablemente hace poquito tiempo nos dejó, y que nunca dejó de señalar las injusticias y las incoherencias del país en el que vivió. Las señaló en su poesía y fuera de ella, logrando además una gran poesía, para nada panfletaria o atada a determinada coyuntura de época. Logró universalidad hablando de su tiempo y de su país. Eso es extraordinario y sí creo que muchos poetas han naufragado en ese intento, al reducir enormemente el poder de su poética por haberla circunscripto a un espacio-tiempo determinado. ¿Qué es lo que hizo que Rich triunfara donde otros fracasaron? Yo diría que es esa mixtura entre lo íntimo y lo público, esa transferencia de fuerzas desde por ejemplo la vida amorosa a la vida política, donde ambas se funden y son lo mismo; no existen compartimentos estancos del estilo: aquí está la mujer que vive su vida entre cuatro paredes, aquí está la mujer que se muestra. Rich rompió con esa disociación y logró salir de una alienación que creemos que es constitutiva, pero en realidad es aprendida: la que nos hace vivir como seres separados cuando en realidad estamos construidos, habitados, contagiados, atravesados por los otros. Pensar que la poesía puede no ser política es pensar que el dolor o las alegrías ajenas pueden pasar a través nuestro sin dejar huella, pueden ser realmente ajenas. La poesía es política desde su propio origen: es insubordinada, no acata las reglas de la lengua, no se somete a las reglamentaciones que la encauzan y la direccionan. Quiebra la función práctica, utilitaria, del lenguaje, para decir más, para decir otra cosa. Y esa otra cosa que dice es inútil desde el punto de vista del lenguaje como herramienta de dominación o de alienación. No es el habla resignada, pasiva, adulta, blanca, patriarcal, no es el habla del patrón. Es el habla indomable de los que han sido aplastados una y otra vez y una y otra vez resisten; es el inconsciente del lenguaje, lo que ha sido reprimido y vuelve, y volverá todas las veces que sea necesario para decir lo que no queremos escuchar.

En cuanto al compromiso político personal de los poetas y al mío propio, a veces me parece que hay —particularmente en la Capital aunque no exclusivamenteen muchos poetas un gran miedo a lo popular, a lo que viene de lejos, de las provincias, de los países limítrofes, lo morocho, el otro de esta capital que se cree tan rubia y europea. Esto obviamente no es sólo patrimonio del ámbito poético, es un pensamiento muy extendido en la sociedad.

En la mayoría de los casos, esto no se traduce en militancias políticas de derecha, sino en rechazos viscerales y furibundos a movimientos de raíz popular; feroces posiciones anti más que pro, si se me permite el juego de palabras… Siempre pensé que las posiciones políticas de derecha (aún en quienes se dicen de izquierda) son producto casi exclusivamente del miedo y la ignorancia. Ignorancia ante lo diferente, que produce terror, porque es identificado con el enemigo, que en este país históricamente ha sido un enemigo interno. No olvidemos que la Argentina se construye sobre un genocidio, una matanza impune de nuestros propios habitantes, de nuestros indios. De ahí en más, el enemigo ha sido siempre —casualmente— el que es distinto al parámetro que esa matriz original impuso (lo europeo, lo blanco, lo ilustrado). Yo, como poeta, voy a estar siempre del lado de los que para muchos en este país son el enemigo, el causante de todos los males: el cabecita negra, el provinciano, el inmigrante, porque la poesía es todo eso: la que quedó fuera del banquete; a la que no le repartieron ni las sobras de la fiesta capitalista, la que se quedó en la puerta, pero no para ver si la dejaban entrar, sino para dar testimonio de que existe otro mundo, otra forma de estar en la vida. Y esa forma está afuera, en las calles, y se rige por otras leyes, las leyes de la solidaridad que mantienen entre sí los que tienen poco y sin embargo lo reparten; no las leyes del sálvese quien pueda de los que quieren entrar como sea a esa fiesta o mantenerse adentro. Diana Bellessi es, entre todos y todas nuestras poetas, la que más ha sabido —y querido— hablar de todo esto en sus poemas; y la que sin dudar, sin anteponer sus intereses personales, sin pensar si eso le convenía o no a su poesía siempre tomó partido. Esa valentía es, más que ninguna otra cosa, lo que hace de ella mi maestra.

¿Cómo ves el panorama de la poesía actual?

La poesía actual la veo muy viva, exuberante, en ebullición, llena de voces nuevas; mucho más liberada de las camarillas y las modas que en las dos décadas precedentes (en las que se instaló un discurso bastante uniforme a través de medios como Diario de Poesía o los suplementos culturales de los diarios). Creo, por una parte, que afortunadamente tanto ese medio como los suplementos culturales han perdido de modo notable la influencia que tenían, y no puedo despegar esto del descrédito que buena parte de la prensa en general ha sufrido en los últimos años. Como si por fin pudiera pensarse que es posible que no todo lo que digan los medios de circulación masiva es bueno, que no todo lo que dicte la academia es bueno. Muchos años de imposición de estéticas y poéticas por insistencia mediática y académica, han acabado, creo yo, por saturar un terreno —el de la poesía— que siempre ha sido excepcionalmente reacio a esos mecanismos externos de legitimación. Para mí la poesía vive un momento de liberación en ese sentido, de expansión, un momento en el que las voces autorizadas han dejado de ser las que antes eran —las digitadas desde los espacios de poder— y han pasado a ser las que los propios lectores destacan, las que circulan de boca en boca, las que surgen desde los blogs y los medios virtuales, que de alguna manera han democratizado enormemente el acceso a la información y la posibilidad de difusión. Eso me parece muy saludable, y me admira la vitalidad de un género como el poético, que anda siempre escapando de los anquilosamientos y de las imposturas, que no se deja atrapar ni cristalizar. Además hay una vuelta, ya sin vergüenza, de la lírica, desatendiendo esa consigna de que “la lírica ha muerto” (que proviene de la misma etapa histórica —nuestra propia década infame— en la que se sostenía que habían muerto las ideologías). No hace falta decir mucho acerca del error de diagnóstico, porque es evidente… Aunque cuando digo que hay una vuelta de la lírica, en realidad no estoy siendo justa, porque la lírica nunca se fue de la poesía argentina, siempre hemos tenido excelentes poetas líricos, que han continuado escribiendo aún cuando —por esta tiranía de las modas académicas— las condiciones de circulación de sus obras eran escasas o directamente nulas. Pienso en Susana Villalba, por ejemplo, sin duda una de nuestras mayores poetas, que recién ahora está obteniendo parte del reconocimiento que merece. O en Paula Jiménez, Teresa Arijón, Beatriz Vignoli. En fin, son muchísimos los nombres que me vienen a la mente, pero estas poetas que nombro son poetas a las que vuelvo una y otra vez. Creo que se está publicando mucho, que se están generando muchos espacios de difusión (ciclos de lectura, editoriales, etc.), y que, como en todas las épocas, hay quien escribe, publica, crea editoriales, genera ciclos de lectura por pasión; y hay quien hace algunas de estas cosas para reafirmar su ego y llevar adelante revalidaciones narcisistas de toda índole. Esa es la diferencia fundamental entre los poetas, luego vienen para mí las otras (el trabajo, la calidad de la obra, etc.). Pero lo que respeto por sobre todo es esa honestidad y ese compromiso, ese amor a la poesía por sobre las vanidades personales. Por supuesto que es más frecuente toparse con la vanidad que con la pasión, pero yo estoy segura de que lo inconsistente cae por su propio peso, y que, a la vez, lo que viene del corazón siempre encuentra su camino para llegar a los otros. Apuesto por eso.

 

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