Los ojos de mi perro permanecen clavados en algo que sobrevuela la habitación. La situación persiste desde hace aproximadamente medio minuto y todo indica que nada puede detenerla. Ni siquiera el ruido tremendo del camión de los recolectores de basura que oficia de banda de sonido a estas horas, y el cual suele obsesionarlo día a día. Tampoco cuando los basureros vociferan y lanzan blasfemias, en ese idioma que ningún mortal nunca pudo, ni podrá, descifrar, acaso uno de los misterios más recónditos de la vida cotidiana ciudadana. Y esta vez, además, con la radio del camión a todo volumen. Y no es precisamente Brahms lo que suena. Estamos asistiendo a la versión recargada de la recolección de residuos, la 2.0. Mientras tanto, el objeto volador ha sido plenamente identificado y responde al nombre de polilla. La polilla recorre el ambiente en cuestión, atravesándolo a lo largo y ancho de su extensión, como quien estuviera haciendo uno de esos tours en helicóptero que sobrevuelan New York o Rio, pero eventualmente menos atractivos. La tensión se incrementa. Es una postal frecuente de un perro pasando un buen momento, con su atención cautivada, pero está a punto de convertirse en una escena extraída de Apocalypse Now. Las pupilas de mi perro parecen petrificadas, como en una fotografía, y apenas destellan el tenue reflejo de la lámpara que está sobre la mesa de luz. Que en sus ojos parecen haces de luz de uno de esos batallones de soldados con lentes de visión infrarroja invadiendo un país, como en los informes de la CNN. Como en el cine, pero en casa. Y que en apenas unos segundos se transformará en La Batalla de Midway. La polilla, mientras tanto, ha culminado su vuelo circular tras pasearse por todas las atracciones turísticas posibles. Pero en el living del departamento. Ya ha sobrevolado la llanura de la mesa principal y las desniveladas estepas del mobiliario, la zona caliente del televisor, las ruinas volcánicas del cenicero y, tras un breve descanso sobre el mullido apoyabrazos del sofá, ha encontrado su destino final, el del vidrio de turno. Ventana o ventanal, la que corresponda según el caso. Transparente e inmenso, el vidrio. La mismísima muerte. Y que la polilla, en pleno rol de potencial víctima, desconoce como tal. Es la última instancia de vida de cualquier insecto volador, un callejón sin salida inventado por los humanos, y a otros efectos. Un verdadero camino sin retorno. Y todo huele a Hitchcock. Un metro y medio más abajo, mientras tanto, mi perro se dispone a obtener el rol protagónico que viene reclamando al menos desde el preciso instante en que los basureros volvieron a poner en marcha el camión, cuando despertaron a medio barrio. Está parado en dos patas, se ha convertido en bípedo, y parece un potrillo indomable. Hay un gruñido sospechoso, indescifrable, y todo puede ocurrir de aquí en más, mis amigos. Toma envión, y se abalanza sobre su presa como si no hubiera mañana. Está como poseso y parece Kinski en una escena de Aguirre, la Ira de Dios. Son poco más de 25 kilos de masa muscular sobrevolando los aires de un campo de batalla, con su mirada en rectísima línea a la infame polilla, que todavía se pregunta qué será de todo aquel más allá de aventuras por vivir, que jamás podrá experimentar, y todo gracias a un objeto transparente que le ha obstaculizado su transitar. Y que “encima el vidrio está frío, que no sabe a nada” (es verdad, no debe existir objeto más desabrido que un triste pedazo de vidrio) y “por qué diablos no me habré quedado en el placard, que tenía todo un banquete para mí”, todo eso…Pero en una fracción de segundo mi perro no yace más al nivel del piso, y está volando y boooooooommmm!!!!, es todo puro ruido. Parece el fin del mundo. Los ojos de mi perro apuntan a la bendita ventana, la misma que está justo sobre la estufa de tiro balanceado de metal contra la cual su cuerpo estrelló un segundo antes, y que sonó a un bus de doble piso atravesando la pared. Entre tanto, buena parte de las cosas que se encontraban sobre la mesa se han ido al diablo. Y cayeron todas al mismo tiempo. Como ésos a los que se les ocurre hacer el famoso truco del mantel, que obviamente siempre falla. Ésta vez a cargo de mi perro, en desbordado éxtasis. Desconoce por completo que está diezmando la ya de por sí corta existencia de la pobre polilla quien, desesperada, lucha una y otra vez por atravesar el vidrio. A quien jamás se le hubiera cruzado por la cabeza que de un vidrio se trataba. Acaso el objeto más infranqueable que pudiera imaginar. Y todo en vano, claro. Es que jamás ha tenido la posibilidad de ser advertida por alguno de sus semejantes. Y peor aún, la tendrá jamás. Ni ninguna otra polilla. Es que las polillas no tienen tiempo de nada, no saben de sociales. De ahí su resentimiento, un pequeño ser vivo cuyo hábitat transcurre entre roperos y placares, y con una agenda de actividades limitada, por cierto. Y que insiste en atravesar el bendito vidrio!

Pero hete aquí que mi perro falló en su primer intento. Y de paso se olvidó que entre su boca y la inocente polilla existe una serie de objetos mundanos que podrían poner en riesgo su estado original.  Digo, el de los objetos. Bien lo sabe la maceta que reposa junto al ventanal. La misma que, valga la redundancia, no impidió que ésta, mientras tanto, caiga, en un aporte más a la ley de gravedad. Una escena sin igual donde, como en la guerra, todo vale.
Ahora le quedan unos cuatro años más de vida a la polilla (entiéndase, en su efímera escala), y menos de dos segundos según los cálculos de mi perro. Y también los míos, que hacen lo imposible para explicarle (a mi perro, porque la polilla igualmente no me iba a escuchar bajo tamaña situación de estrés) que son más de las 3 am, que es día de semana,  y que no sería una buena idea poner la casa patas para arriba, en uno de los intentos más ridículos al que un ser humano pueda atreverse a realizar. Que las sillas nacieron para estar paradas y la mesa ratona en el lugar que uno decidió ubicarla. Y que el cenicero no tiene por qué terminar rodando como un trompo sobre el piso, y que las cenizas antes estaban dentro de éste porque para eso se inventó, y no deberían acabar esparcidas sobre el abrigo que estaba sobre una de las sillas, y la mar en coche.
Pues bien, a todo ésto, la polilla ya ha pasado a mejor vida. Para entonces sus restos descansan en algún tracto de quien oficiara de victimario. Y el victimario se pavonea como si hubiera
cruzado a nado el Atlántico. Aquellos haces rojo fuego de sus ojos en plena posesión ya retomaron su tinte normal, y casi me atrevería a afirmar que hay una sonrisa socarrona por
detrás de su hocico, el cual no para de lamerse aún después de la digestión. Ni que hubiese devorado un hipopótamo. Ha superado el test de efectividad y se siente exitoso.
Es un momento pletórico y mi perro lo sabe. Es una pequeña gran victoria, un capítulo de Animal Planet en el living, sin cortes, y de bajo presupuesto. Una auténtica función privada.
Tal como lo afirma los ojos de mi perro, que siguen hablando. Que “lo de victimizar a la polilla nada tiene que ver con que el gusto del balanceado sea siempre el mismo y de ahí el ir por un
canapé nocturno. Y que entonces tal vez, se me ocurre, te sugeriría te busques un gato, que no sólo duerme todo el santo día, sino que aparte no necesitás bañarlo ni sacarlo a pasear, y
que encima te origina menos gastos, salvo los de los libros que vas a tener que reemplazar tras su eventual destrucción, si es que no te abandona antes, digámoslo así… Y que nuestra eterna
y tan mentada rivalidad, llevada a los extremos a través de los siglos, está tan demodé como una buena parte del psicoanálisis y que al fin y al cabo caninos y felinos compartimos
un acuerdo de palabra, ladrido, maullido o como quieras llamarlo, que nos resulta favorable a ambas especies, llevándonos incluso a firmar jugosos contratos en Hollywood…Y que ahora
sólo resta que escribas sobre las veces (y fueron más de una, eventualmente), que me llevé puesto el recipiente con agua del que bebo (de puro distraído, más que seguro alguna mosca
invasora), generándote un lago natural en la cocina, o mi poca paciencia para con las palomas, que a esta altura del partido, como bien sabés, son consideradas plaga mundial, o los ruidos
que hacen las motos, y demás está decirlo, con los caniches toy que, los muy histéricos, no callan jamás, son el causante principal de otitis aguda, y blah blah blah…Y tanto escándalo por
una escenita con el dichoso insecto, debería estarme agradecida, lo menos, por brindarle un poco de entidad y…”
Los ojos de mi perro tienen razón. Hasta la próxima polilla…

los.ojos.de.mi.perro

Sobre El Autor

Periodista especializado en música y artes desde 1986. Escribió en medios gráficos como La Nación, Página 12, La Maga, Pelo, Metal, Expreso Imaginario, Chicas, Madhouse, 13/20, Pan y Circo, Diario Sur, Revista Rock & Pop, Gente, Rock en Blanco y Negro, Rock N’Shows Magazine, entre otros, y también colaboró en medios radiales y de TV locales, como así también en publicaciones y libros de Brasil, Estados Unidos y Europa.

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