Selva Almada piensa antes de responder; como si distintas cosas no fueran lo mismo, como si pensar no fuera en vano, como si escribir fuese lo más importante.

Su primera novela, El viento que arrasa, ha sido reeditada, goza de aplausos diversos y un futuro realmente visible.

Almada habla, sin embargo, con la mesura e inteligencia de quien, en definitiva, todavía lleva el carro atrás, y no adelante.

Antes de El viento que arrasa publicaste Mal de muñecas, Niños y Una chica de provincia. Es con esta primera novela, sin embargo, que te distanciás de lo autobiográfico. ¿Considerás que esto se corresponde con un crecimiento específico de tu escritura?

En realidad, al principio escribía ficción. Después hubo un vuelco hacia lo autobiográfico que empezó con los poemas de Mal de muñecas, agarré muñecos de la infancia y escribí poemas sobre eso. Al terminar quise hacer un libro de poesía un poco más largo sobre mi infancia en general, ya no solo los muñecos. Niños empezó siendo eso, dos poemas largos que no me convencieron y probé pasarlos a prosa para ver cómo funcionaban.

Mientras escribía Niños iba pensando en una segunda parte que retratara la adolescencia. En esa época había toda una movida de lo autobiográfico, muchos estábamos escribiendo textos más autorreferenciales. Cuando terminé el libro, el objetivo de retratar la infancia, la adolescencia y este suicidio que nadie entendió en la familia, estaba cumplido. Ahí dije “bueno, ya está, basta de mí, a ver si puedo retomar la ficción”. Al principio me dio un poco de miedo no poder volver a escribir un libro que no tuviese que ver conmigo. Pero, entre Una chica de provincia y la novela, escribí un cuento largo que se llama “Intemec” y que este año se publicó en ebook. Este cuento -que sólo tiene pequeñas cosas autobiográficas- me sirvió como puente para llegar a la novela. Para mí es un crecimiento.

Al leer Niños tuve la sensación de estar frente a un texto muy lúdico, un lenguaje signado por la exploración. Esto cambia en las partes que siguen –“Chicas lindas” y “En familia”- pero, me parece, deja de estar en El viento que arrasa.

Quizás Niños al comenzar siendo dos poemas guarda esa cosa bastante musical que tiene que ver con ese primer embrión de poesía. Me parece que sí, en “En familia” hay mayor control, no tanto desborde, sino más dominio de lo que quiero contar y cómo quiero contarlo.

Además, con la última parte de Una chica de provincia ya había empezado a trabajar narrativamente otras cosas que con “Intemec” profundicé y ya con El viento… me embalé mucho más. Cosas que no sólo tienen que ver con la historia, sino con lo formal.

Algo que encuentro en todas tus obras -especialmente en El viento que arrasa– es cierta ternura, una especie de mirada benevolente aun frente a lo más terrible. ¿De dónde pensás que viene este rasgo?

Algo que a mí me importa -esto me lo enseñó Laiseca- es no juzgar a mis personajes. Quizás lo que vos llamás mirada benévola o tierna -yo diría más humana- tiene que ver con la construcción de un personaje que no sea completamente malo ni completamente bueno. Es un poco como miro la vida en general, para mí no hay personas que sean absolutamente de una forma, sino que siempre hay un mix. Esto es algo que me interesa y busco que esté en lo que hago, no catalogar de antemano a los personajes, intentar cierta comprensión. Lo aprendí con Laiseca y después lo encontré -aunque ella no lo dice- en Flannery O’Connor. Como lectora siento que lo que Flannery a veces me cuenta es horroroso pero, por la forma en que lo cuenta, puedo comprender hasta los actos más terribles.

La cercanía de El viento que arrasa con la narrativa sureña de Estados Unidos es notoria. Por momentos, el mismo lenguaje se ve afectado, ¿esto fue algo buscado?

No. Supongo que se ve la influencia porque es lo que estuve leyendo en mayor cantidad estos últimos años. Y sí (ríe), algo te queda… Me parece que el hecho de que haya un pastor en El viento que arrasa remite enseguida a los norteamericanos. Igual, yo no pensé que se iba a linkear tan rápidamente.

Pero evidentemente las lecturas y los autores que a uno lo conmueven dejan su marca.

 

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¿Por qué autores de la literatura norteamericana te sentiste atraída?

La primera que descubrí fue Carson McCullers, ella me llevó a una narrativa con la que me sentí identificada: lugares rurales, medio salvajes. Después conocí los cuentos de Flannery O’Connor. Algo que me gusta de ella, que tal vez no está tanto en El viento pero sí en la próxima novela, es esto de calcar la oralidad en los diálogos, como si al leerlos pudieras imaginar la tonada sureña por cómo está escrito el diálogo. Me gustaba poder rescatar eso, el habla de la gente de los lugares que yo narro. Por esa época también leí una novela de Faulkner, Mientras agonizo, que me gustó muchísimo, esta cosa de contar desde cada personaje, me interesó. Más allá de que en Mientras agonizo se narra directamente en primera persona la perspectiva de cada personaje y en El viento que arrasa hay un narrador omnisciente, el narrador de El viento va tomando distintos puntos de vista. A veces, incluso, el narrador usa giros o frases que tienen que ver más con el discurso del personaje que con el de un narrador omnisciente que, supuestamente, debería ser más neutro.

Mientras leía El viento que arrasa recordé un fragmento de un texto de Carver que habla de la innovación formal cuando es arbitraria y estéril; imaginé que, tal vez, podrías estar de acuerdo: “Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos”.

Sí, me siento identificada con lo que dice Carver. Yo siempre fui bastante clásica para escribir. Siempre me pareció que la mejor forma de contar algo es ir sencillamente a lo que se quiere contar. Nunca me interesó la experimentación, me parecen fantásticas las experimentaciones a principio del siglo XX pero ahora, creo, ya no hay experimentación posible. Sí, se siguen haciendo algunas cosas que pueden ser interesantes, pero yo nunca me sentí llamada a este tipo de ejercicios creo que mi búsqueda es otra.

Por otra parte, naturalmente lo experimental tiene un público muy puntual y reducido, casi de elite. La verdad es que a mí me gustaría que me lea mucha gente, escribir para unos pocos nunca me interesó. Obviamente, esto no significa escribir para que se venda.

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¿Cómo llegaste al asunto de la religión? ¿Vos sos religiosa?

No, pero siempre me llamaron la atención las religiones en general. Yo nací y me críe en un pueblo ultracatólico. En los últimos años que viví allí empezó a haber testigos de jehová y mormones, pero eran vistos con mucho rechazo. Recuerdo a la gente pegar en las puertas un sticker que daba la iglesia, “en esta casa somos católicos”, decía.

La verdad es que el catolicismo es algo con lo que siento mucha distancia; aunque fui criada en la religión y seguí todos los ritos -bautismo, comunión, confirmación-, siempre lo miré con bastante desagrado.

Cuando empecé a ir al Chaco me llamó la atención la cantidad de iglesias protestantes que había. La ciudad donde yo voy es chica y llena de templos, desde Testigos de Jehová y mormones hasta otras religiones muy poco conocidas pero siempre vinculadas al cristianismo. Realmente me impresionó la cantidad de templos y pastores que te imponen manos o te hacen expulsar el demonio. Cosas que, hasta entonces, sólo había visto en películas o leído en libros norteamericanos.

Me llamó mucho la atención que ahí, a diferencia de mi pueblo, pudiese convivir la iglesia católica con todas estas otras religiones.

La novela, al principio, iba a ser un cuento. Yo quería hacer una serie de cuentos que transcurrieran en la ruta (el cuento “Intemec” es uno de ellos). Comencé a pensar de qué podía tratar el próximo cuento y se me vino la idea de un pastor que viaja dando sermones. Así salió la figura del Reverendo, un poco de casualidad.

¿Cómo pasó un proyecto de cuento a convertirse en una novela?

Yo estaba escribiendo un cuento, siempre había escrito cuentos, me parecía que algo tan extenso como una novela me excedía. Ocurrió que la historia empezó a abrirse por lugares nuevos, lugares que sobrepasaban el formato de cuento. Me di cuenta de que se trataba de una novela corta, tuve que poneme a pensar un poco más cómo sería la historia. Igual, eso tampoco fue una dificultad para mí, suelo empezar a escribir sin saber a dónde voy. Pero, en ese momento, sentí que la novela requería tener más firme algunas cosas. De todas maneras, ahora estoy escribiendo una novela y no sé a dónde voy… (ríe).

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Muchos escritores reniegan de esa forma de trabajo en donde no se tiene deliberada de antemano la estructura.

Sí, Laiseca toda la vida me dijo “para qué empieza un cuento si no sabe cómo va a terminarlo. Pierde el tiempo, después lo va a abandonar”. Muchas veces lo abandoné, otras lo terminé; es mi método de trabajo, cada uno tiene el suyo. En el texto del que hablábamos antes, Carver cuenta la importancia que tenía para Flannery no saber qué iba ocurrir con la historia al momento de comenzar a escribir. Habla de la escritura como un acto de descubrimiento.

La tormenta es un momento clave de El viento que arrasa, una especie de descubrimiento, también. ¿Cómo desembocaste en esta instancia tan cargada de una extraña sinceridad?

En general, las tormentas revolucionan un poco el lugar. No son algo apacible. Aunque no necesariamente tienen que ser algo violento, la tormenta suele conmover o interpelar.

Por todo lo que estaba contenido entre los personajes, y por la naturaleza estar tan presente en la historia -dios y la naturaleza son dos fuerzas que se oponen permanentemente-, me pareció que la tormenta era un punto al que necesariamente había que ir, sí, que estuviese esa tormenta y que el pastor, por ejemplo, se permitiese tomar cerveza del pico. De repente hay una especie de comunión entre ellos, desde lo afectivo o incluso desde esta incertidumbre o inminencia que trae una tormenta: no sabés si te va a caer un rayo o si se te vuela todo y, en ese momento, te permitís cosas que en otro momento, de tener el control, no harías.

Quise que estuviera eso, un lapso de comunión entre los cuatro. Y que después sí, los adultos se sacaran las caretas, se agarrasen a trompadas, ocurriese todo eso que ocurre.

El viento que arrasa fue recibido con mucho entusiasmo…

Sí, la verdad es que me sorprendió. No esperaba que le fuese tan bien a la novela, para nada. Creo que en parte le fue así por la editorial en donde se publicó. No sé si hubiera sido mirada con tanta atención de haberse publicado en otro lado. Si bien hacía pocos meses que Mardulce había sacado sus primeros libros, ya era una editorial bien vista que tendía a tener un catálogo prestigioso en el tiempo. El viento que arrasa fue, además, la primera novela que Mardulce publicó de una autora joven. Creo que el haber salido en esta editorial y este año colaboró mucho para que la novela fuese leída por determinada gente. Y, bueno, que haya gustado ya fue otra cuestión.

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¿Cómo es tu experiencia dando talleres de escritura?

A mí me gusta dar talleres, sobre todo cuando viene gente que nunca escribió; pedirle que escriba el primer viaje que recuerda de su infancia para luego trabajar con otras pautas que lleven a la ficción. Me gusta ver cómo alguien que nunca había escrito termina el año con diez cuentos que ha trabajado y están muy bien. También me agota cuando la gente no se compromete: empieza, deja, viene, va. En ese sentido tengo algo contradictorio con los talleres; por un lado me gustan mucho, por el otro me agotan estos vaivenes. Además, en estos últimos años hay mucha oferta, todos damos talleres, eso hace difícil armar grupos que perduren.

Este año trabajé mucho haciendo informe de obra y me gustó, vos escribís una novela, me la traés, yo la leo y te hago un informe. También me gusta mucho dar talleres de lectura, este año di un taller de cuento norteamericano, me encantó. Ahí es distinto, la gente que viene sabe que disfruta leer y necesita otras personas para hablar de los textos que le interesan. Es más relajado, dinámico y gratificante, te vas con opiniones y lecturas que no habías hecho de un autor. El taller de escritura es un poco más complicado; hay gente que no tiene paciencia, quiere publicar a los tres meses de empezar a escribir…

La avidez de resultados atraviesa todos los ámbitos.

Sí. Hay mucha prisa por publicar, por mostrar, sacar afuera.

Me parece que si uno quiere ser escritor tiene que poder pensar en publicar en algún momento, claro; pero también tiene que tener paciencia. Escribir exige mucho trabajo, concentración, tiempo corrigiendo. Para eso hace falta, además de paciencia, muchas ganas. Sí, hay que tener ganas de pasar por todas esas instancias hasta poder tener algo que esté… bien.

Y claro, no es solamente en la escritura donde hay esta prisa por salir afuera y mostrarse, de ahí esta cantidad de concursos televisivos donde la gente canta y baila.

Desde que empecé a escribir hasta que publiqué Mal de muñecas pasaron diez años, la prisa no me movió. Al contrario, sentía que no estaba lista para publicar, que me faltaba trabajo. Entre Mal de muñecas y El viento…, que es el primer libro que podemos decir que le fue medianamente bien, pasaron otros diez años.

 

 

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