Martín Lococo consigue, en unas pocas páginas en las que recorre la historia y la cultura del pueblo coreano,que el lector vislumbre la identidad de este pueblo y lo intuya uno, más allá de las rupturas políticas de la historia contemporánea. Publicado originalmente en el Nº1 de Revista Seda con fecha de septiembre de 2006.

Introducción

Intentar comprender la identidad de un pueblo como el coreano bajo una mirada occidental, latinoamericana y argentina, no es tarea sencilla.¿Cómo abandonaremos nuestros sombríos y grises ropajes, para vestirnos con las festivas y coloridas tonalidades de la vida coreana? ¿Cómo nos olvidaremos de nuestra fe única, para dejarnos sorprender por las mucho más variadas formas religiosas que conviven dentro del espíritu coreano? ¿cómo dejaremos la superficie de nuestra historia apenas dos veces centenaria, para sumergirnos en las profundidades de una tradición varias veces milenaria, y que sin embargo, no ha perdido en nada su simpleza? Nuestras costumbres, nuestra historia, nuestra cultura toda, han sido creados bajo parámetros completamente distintos.

Los países asiáticos no se han llamado ni considerado de esa manera jamás. La palabra «Asia», que en su origen se sigue discutiendo, pero cuyo significado etimológico en todos los casos sería «oriente»[1], fue rescatada tardíamente por los europeos para denominar a todos aquellos que no lo eran. De allí la subdivisión en Oriente Próximo, Medio, y Lejano según la menor o mayor distancia respecto de ese mismo centro.

Las naciones «no europeas» por excelencia parecerían ser entonces aquellas que se encontraran en una ubicación de mayor lejanía, los llamados países del Lejano Oriente: Corea, China y Japón. A juzgar por la mayoría de las obras disponibles, pareciera imposible tanto al erudito como al neófito, explicar la naturaleza de uno de estos países, prescindiendo de los otros dos. Muchos son los préstamos, por cierto, y generalmente se han dado en una misma dirección: partiendo de China hacia Corea, y de éste a Japón. Pero no menos son las diferencias.

Sin embargo, quién sabe qué virtudes destaca el Occidente moderno que lo ha llevado a ensalzar en mayor proporción las tradiciones china y japonesa por sobre la coreana; a la que han creído ver brillar con una luz más tenue que la de sus vecinas de este y oeste. Pero como dijo el poeta «La pureza de las estrellas es sólo cuestión de distancia», de modo que este trabajo se propone acercar al lector al maravilloso mundo coreano, para que, brindándole una idea de aquellos elementos que definen y dan identidad a su pueblo, pueda juzgarlo por su verdadero fulgor.

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Ascendencia

La identidad de un pueblo suele estar signada por su raza como elemento fundamental e indeleble. Los coreanos heredarán la suya de sus antepasados tunguses. Eran estos pueblos nómades antes de su arribo a la península. Hábiles jinetes esteparios vivían en constante lucha con la sedentaria civilización china.  En estos enfrentamientos los prisioneros de guerra tunguses solían ser esclavizados por sus captores chinos. Lo racial jugaba entonces un papel de gran relevancia en China, al diferenciar a vencedores y vencidos. Entre los pueblos  tunguses, sin embargo, la esclavización de enemigos no era tan frecuente. La supervivencia en la estepa requería del esfuerzo conjunto y solidario de cada uno de los integrantes del clan. Era sumamente peligrosa la incorporación de hombres que pudieran ser desleales en momentos decisivos. De esta forma, cuando los tunguses capturaban enemigos se trataba de niños o mujeres, que por adopción o matrimonio terminaban incorporándose como miembros comunes al clan y no como esclavos.

La fidelidad grupal se estructuraba en un conjunto tácito de reglas de convivencia a la que todos adherían.. Cuando estas eran transgredidas, a falta de cárceles, el detractor pagaba su delito trabajando para su víctima.  Este castigo era concebido como una idea de esclavitud, pero no era entonces motivo de prejuicio racial sino de desprestigio. Los reos pertenecían a la propia raza, pero el haber cometido actos vergonzosos los convertía en blanco del repudio de toda la comunidad y eran considerados seres inferiores. Tal vez es posible ver en ello la más elemental forma de distinción clasista. Cuando estos antepasados nómades se asentaron en la península, esta diferenciación tendió a ser hereditaria, y terminó fijándose en una estructura social en base al linaje, que marcó toda la historia de Corea.

Otra característica social heredada por los primeros coreanos será el matriarcado[2] (adquirido por sus antepasados nómades en su largo trayecto hacia el Este desde Asia Central). Es probable que los primeros jefes clánicos en la península hayan sido mujeres. En aquellos tiempos tempranos, el poder político y el religioso eran ostentados por la misma persona. La religión practicada era una mezcla de concepciones animistas, totémicas y chamanistas centradas en la figura del chamán.

Con la entrada de la cultura china, los coreanos sufrirán un primer quiebre de identidad. La imposición de la forma patriarcal del continente, sea por influencia directa, o por la renovada importancia que descubría el varón en la necesidad de defensa contra el agresor chino, derivó en diversos problemas. Se dudaba que camino habría de seguir la herencia. El campesinado, que ha sido históricamente más aferrado a la tradición, se inclinaba por un matrilineado. La elite detentora de poder, más influenciada por las formas extanjeras, se decidía por un patrilineado, e incluso puso rápidamente en práctica la poligamia. La humillación que esta práctica significaba  para la mujer, acostumbrada a un rol más importante dentro de la sociedad, derivó en una serie de leyes contra «los celos de las esposas»[3]. La historia mitológica que instala a una figura masculina como primer progenitor del pueblo coreano, fue concebida, en tiempos tardíos, cuando solo quedaban resabios de ese pasado matriarcal. De allí el error anacrónico en que parece caer: de existir un primer progenitor, este debe haber sido mujer[4].

Otro cambio de las formas autóctonas provocado por la llegada de la cultura china se dará en materia de propiedad privada. Los actos de pillaje cometidos por los chinos tomó por sorpresa a los coreanos que por su pasado nómade jamás habían ideado un lugar donde poner los bienes a buen resguardo.

Pero a pesar de todo ello la cultura del Continente pudo más que sus desvanes y el pueblo coreano tomó desde entonces y para siempre al pueblo chino como su padre cultural y en igual medida le fue fiel. Esta fidelidad se mantuvo incluso cuando mongoles y manchúes, emparentados racialmente con los coreanos por compartir una misma ascendencia tungusa, lograron la conquista de China.

Pero tal vez sean los japoneses quienes aun compartiendo ciertos orígenes raciales con los coreanos reciban el repudio más sincero por parte de estos. La razón de ello es históricamente bastante reciente, y está directamente ligada con la actividad imperial de Japón en la península. Pasado ya más de medio siglo de la finalización de aquellos sucesos, el gobierno japonés propuso un cambio en los manuales de enseñanza primaria. Al hablar de las conquistas imperiales de su país, intentó suprimir el término «invasión». El dolor de coreanos y chinos hizo oír su voz, y la presión que sus países ejercieron a través de la comunidad internacional evitó que el aparentemente inocente cambio pudiera aplicarse[5].

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Lengua

La lengua es un elemento directriz de la identidad de un pueblo. Adquirida en la infancia, carga con una serie de valores, asociaciones y recuerdos, que nos sirve de vínculo con quienes lo compartimos, y de diferenciación contra quienes no la poseen.

Es imposible separar lengua de identidad coreanas. Durante la ocupación japonesa, los invasores prohibieron el idioma coreano en las escuelas, imponiendo en su reemplazo el japonés[6]. El resultado adverso que tuvieron en la Segunda Guerra Mundial, salvó a Corea de caer en una alienación.

La lengua coreana ha sido clasificada por los lingüistas como perteneciente a la familia uraloaltaica. Se distingue notoriamente de la lengua china y ha influenciado en buena medida al idioma japonés. El entrecortado territorio tendió a la creación de diferencias dialectales. Sin embargo, salvo rara excepción no han perdido similitud y al contrario que en China y Japón jamás llegaron a ser una barrera para la comunicación de la población.

Varios fueron los nexos, naturales o políticamente implantados, que permitieron homologar los diferentes modos dialectales en un habla común. Así, por ejemplo, devenido de los cantos rituales de origen chamánico, los pansoris fueron a lo largo de la historia de la península, la forma más primitiva de literatura oral. Eran usados, en su cadencia, para trabajar en las plantaciones. Por sus raíces matriarcales, estos cantos populares se legaban de madre a hija. Más tarde fueron incorporadas al teatro de máscaras por el campesinado, como medio secreto de comunicación frente a una clase aristocrática que se había separado lingüísticamente en su emulación de China. Pero no siempre la elite gobernante se vio ajena a esta forma natural, de hecho la ha sabido utilizar como medio de enseñanza a la población[7]. Hoy día los pansori se siguen utilizando durante las labores fabriles.

Otro elemento importantísimo para la difusión de un idioma común es una escritura que le sirva de base. Si bien en el siglo IV a.C. ingresaron a la península los ideogramas chinos, mucho tiempo hubo de pasar hasta que el gobierno implantara una forma de escritura homologada. Ello llegó bajo el reinado de Sejong durante la dinastía Chosón, quien ideó un alfabeto de sólo 28 letras (actualmente se utilizan 24). El objetivo popular de su creación está explícito en el mismo nombre con que bautizó a esta escritura: «Los Sonidos Correctos para la Instrucción del Pueblo». El invento del posteriormente llamado «Rey sabio», es considerado hoy mundialmente uno de los idiomas más perfectos. Sin embargo, en su tiempo, fue rechazado por la elite aristocrática, quien lo llamó despectivamente «letras matutinas» (en coreano achimgeul), en alusión a que era tan sencillo que podía aprenderse en una mañana. Pero es precisamente este carácter simple y práctico, el que hace del científicamente creado hangul un idioma perfecto, y  fiel exponente de la sencillez y el pragmatismo que le son tan propias al pueblo coreano.

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País

La península coreana estuvo ocupada desde sus albores por un mismo pueblo. No obstante, durante gran parte de su historia fue dividida en más de una entidad política. Tal situación se extiende hasta nuestro días. Fruto de intereses ajenos a las ambiciones de los coreanos, el territorio fue fraccionado en dos países modernos. Significativamente las dos Coreas (la República de Corea y la República Popular Democrática de Corea) se diferencian en su nombre generalizado por la dirección geográfica que posee una respecto de la otra (en igual orden, Corea del Sur y Corea del Norte).

¿De dónde obtienen su nombre la otrora unificada Corea? Algunos autores aseguran que proviene del primer reino confederado de Ko Choson (es decir «antigua Choson», pudiendo significar “Choson”, etimológicamente, “Frescura de la mañana”[8]). Dicho nombre sería retomado por la más larga dinastía de la historia coreana, la dinastía Chosón (también llamada Yi). Otros eruditos consideran que el término deriva de Koryo, de sonido más similar al término actual. La expresión significaría en este caso “Grande y Hermoso”[9] que derivada del nombre del antiguo reino de Koguryo, sirvió de denominación a otra dinastía coreana.

Las dos nos llevan a una misma noción: el coreano busca su realidad política en la línea genealógica, retomando un pasado que honra y da sentido al presente. Corea no se define con términos exclusivistas. Destaca la frescura y la belleza, contemplando el mundo. Esta característica se repite en diversos ámbitos, haciendo de este país, un lugar rico en costumbres, pero a la vez abierto a la incorporación de nuevas ideas

Tal vez un examen de los nombres de sus países vecinos puedan mostrarnos una primera diferencia. El nombre Japón significa «sol naciente». Desde su visión centrada en su territorio, Japón se define diferenciándose del resto del mundo, donde el sol ya no aparece, sino que pasa o se pone. Lo mismo podemos decir de China, nombre que significa «país del centro» también de características geográficas y de rechazo hacia lo que desde su óptica pasaría a ser «periférico».

Podemos arriesgar que el hecho de no derivar su nombre de un concepto geográfico, hunde sus raíces en el origen nómade del pueblo coreano. La constante movilidad imposibilita la identificación con un territorio definido. Con el paso a la sedentarización, los primeros habitantes aprendieron a amar la generosidad de su nueva tierra. El pueblo coreano se siente hoy íntimamente ligado a su geografía, reconociéndose a través de sus bellos paisajes, tales como los Montes Seoraksan. Pero el reconocimiento de esta naturaleza en su carácter emblemático tiene sus límites: la identidad del coreano tiene hilos más fuertes en su etnia, en su lengua, en el compartir una misma cultura y un destino común. El patriotismo coreano, tomado en el sentido de ligazón a su geografía, no generó jamás un nacionalismo extremo, como sí se ha dado en Japón, dónde una imagen geográfica (la del monte Fuji), basta para identificarlos como nación.

La península coreana es rica en recursos naturales. Su región septentrional detenta una de las mayores reservas minerales del mundo. En el sur las actividades agrícolas e itícolas resultan muy fructíferas. El control de la totalidad del país daba a los coreanos un equilibrio dinámico entre un norte metalúrgico y un sur agrario. La división de Corea en dos países políticamente separados trajo aparejada un sinnúmero de inconvenientes al dejar a la región septentrional incapaz de autoabastecerse de alimentos, y al sector meridional imposibilitado de generar con recursos propios una industria pesada.

En el pasado había sido ambicionada por chinos y japoneses. El carácter pacífico del coreano tendió a relegar su capacidad armamentística a la región septentrional, donde disponía de los metales necesarios. De allí que a China se le hizo imposible doblegar a los coreanos desde el norte, y en cambio Japón pudo fácilmente arrasarla desde el sur.

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Religiones

En Asia Central los pueblos tunguses, antepasados de los coreanos, habían desarrollado un culto animista de la naturaleza que, entre sus diversos espíritus, reconocían la existencia de un dios principal, considerado “en forma material, como el firmamento azul o el que mueve los astros y el sol; otras como un principio espiritual y suprapersonal creador de todas las cosas, el Señor del Cielo que premia el bien y castiga el mal”[10].

La descendencia de este dios celestial será invocada por los reyes coreanos (comenzando por Tangun) para avalar su posición. China, por su parte, también había desarrollado una idea similar, según la cual el emperador era instalado en su función por “Mandato del Cielo”. Cuando esta filosofía sea trasladada a la península coreana, tal coincidencia la hará más fácilmente aprensible a la clase dirigente. Sin embargo, en China, el mandato divino podía ser quitado ante la ineptitud de un gobernante. En Corea, en cambio, el rey no era elegido, sino que nacía dentro de un linaje que se remontaba hasta el dios celestial. La práctica usual de fundar una dinastía con el nombre de otra más antigua, como si se descendiera de ella, se realizaba socolor de volver a esa línea de consanguinidad que la dinastía que ahora era desplazada había supuestamente quebrantado.

Al trasladarse hacia el sudeste a través de China septentrional y Manchuria, estos grupos incorporaron un manejo chamanístico de las deidades en las que creían y, rara excepción entre cazadores nómades, una organización matriarcal. El sedentarismo que adoptarán al entrar a Corea protegerá la importancia de este rol femenino debido al abandono gradual del aspecto bélico.

Jefe político y religioso, el chamán era entonces y casi siempre mujer. Estas mutangs, como se las llamaba, lidiaban con los espíritus por medio de sus conjuros mágicos, intentando alejar las influencias negativas y apoderarse de las fuerzas positivas.  «Como mediadores profesionales y mensajeros del mundo de los espíritus, adivinaban el porvenir, curaban las enfermedades, y dirigían los actos de culto»[11]. Por medio del baile lograban caer en estado de transe extático. Estas danzas se realizaban por largas horas y al aire libre (directamente sobre la “madre tierra”). Usaban en ellas prendas de colores fuertes y vistosos con el fin de atraer hacia ellas a los espíritus. El verde, como cabría esperar, se utilizaba muy poco, pues tendía a confundirse con lo natural del entorno, y en cambio el color más utilizado era su contrario, el rojo. Pero en modo general se imponían los colores primarios, pues alegóricamente referían a una esencialidad de la que todo estaba compuesto, de la misma forma que en su visión animista todo elemento contenía en sí uno o más espíritus. Las mutangs influyeron grandemente en la vestimenta coreana con la combinación tan particular que hacían de los colores. El hanbok o traje tradicional coreano, es un ejemplo de ello. Los coreanos lo utilizan a la hora de celebrar sus fiestas tradicionales o para asistir a los actos sociales del país. Sus colores son tan llamativos, y son combinados de una manera tan sencilla, que no dejan de asombrar al occidental. Un ejemplo del carácter alegre y simple del pueblo coreano, que no descubriríamos por ejemplo en su vecino Japón, donde la estética, excepto durante algún período particular de su historia[12], se ha movido por caminos muchos más sobrios y sombríos.

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Estos espíritus que las mutangs convocaban, tomaron muchas veces características totémicas, pues la geográfica de Corea, donde los fértiles valles permanecían separados uno de otros por montañas, tendió a separar estas tribus recién llegadas en células clánicas, donde los dioses eran concebidos con una jurisdicción local. Vemos por ejemplo en la mitología del primer progenitor coreano, como éste descendía de una mujer perteneciente a la tribu del tótem del oso, animal propio de la región septentrional de la península, por donde entraron precisamente estos primeros pobladores. Otro animal de características totémicas será el caballo, resto de un pasado nómade y guerrero donde los equinos cumplían una función esencial.

No siempre se trataba de animales, las piedras por ejemplo, debido a su extenso uso (la edad del bronce llega muy tardíamente a la península) cumplían un papel religioso importante.

Estas concepciones animista, chamánica y totémica pasarán luego a Japón. El animismo tomó allí formas diferentes a las coreanas. La homogeneidad montañosa de Japón tendió a igualar el carácter esencial de sus dioses. Por el contrario, la geografía contrastante coreana de altos montes y profundos valles, generará espíritus bondadosos y espíritus malvados.

Otra distinción religiosa entre ambos países se encuentra en los mástiles utilizados para señalar la sacralidad del terreno. En Japón se llamarán torii, y tomarán la forma de una doble TT. Una puerta en medio de un espacio abierto, como si no distinguiera entre un adentro y un afuera, entre un espacio sagrado y uno profano, allí la sacralidad es homogénea, solo diferenciada por una cuestión de grados. En Corea, en cambio, estos postes llamados sottai,  poseerán una forma cruciforme cercana a una T que nos recuerda a los comúnmente llamados “espantapájaros”, tanto por su figura como por su función: avisar que el terreno en el que se encuentra está protegido.

El primitivo culto chamánico será el cimiento sobre el que se acomodarán las diversas religiones adoptadas por el pueblo coreano. Estrictamente hablando ninguna de ellas, ni siquiera esta misma base chamánica, nació dentro de la península. Este hecho evidencia una de las características más fuertes de la identidad coreana: la permeabilidad a ideas foráneas. Muchos estudiosos, en cambio, han creído ver en ello cierta falta de creatividad. Pero la creación de nuevos paradigmas sólo se ha dado en un entorno adverso, ante la necesidad de nuevos caminos. Los coreanos en cambio, nunca se encontraron faltos de una vía en dónde direccionar su espiritualidad. Siempre han sabido utilizar y amoldar estas ideas ajenas, en lugar de oponérseles. Tal vez podemos hallar una prueba contundente de esta apertura coreana en el hecho que jamás ninguna teoría ha sido descartada cuando otra hacía su ingreso. La superposición de creencias en una misma persona resulta algo natural. En la sociedad coreana llegó a ser frecuente una concepción de la vida en donde se nacía y bautizaba como un chamán, se vivía como un confuciano, se casaba como un cristiano y se moría como un budista. Esto resulta impensable dentro de las visiones monoteístas, donde ser cristiano, judío o musulmán es excluyente de cualquier otro credo. Pero el pragmatismo coreano supo siempre sumar a su religiosidad las distintas ventajas que veía en cada religión. Resulta ejemplificatorio al respecto la dificultad del censista a la hora de catalogar al coreano según una religión particular.

Esta cualidad de apertura hacia creencias extrañas, no choca con la denominación de “País Eremita” que Occidente utilizó para referirse a Corea. El rechazo que los coreanos mostraron entonces hacia el cristianismo y que le valió tal apodo, tenía raíces políticas y no religiosas. El actual porcentaje de cristianos en el país (solo superable en Asia por la República de Filipinas) pareciera ser prueba suficiente de ello.

Pero si bien ninguna religión fue descartada, existieron en cambio diferencias en cuanto a una mayor o menor aceptación. El taoísmo fue la única de las tres doctrinas chinas que sólo muy limitadamente se afianzó dentro de la península. Éste se valía de la utilización de la magia y de la ayuda de los espíritus para la obtención de longevidad e inmortalidad. A los coreanos, que ya conocían estas prácticas a través del chamanismo, no les resultó novedoso[13].

El confucianismo fue la doctrina que más arraigo tuvo en Corea. Su teorías acerca de: la rectificación de los nombres (según la cuál cada individuo debía buscar el ideal de su comportamiento de acuerdo a su estatus), la clasificación de las posibles relaciones sociales, la práctica de la lealtad y la obediencia, sirvieron a la clase dominante coreana como marco conceptual en donde anclar a un país jerárquicamente ordenado en razón de la honorabilidad del linaje.

El confucianismo era una doctrina moral sin búsqueda de una trascendencia fuera de este mundo[14]. Se adaptaba bien a la ética y a la natural búsqueda de felicidad terrenal de los coreanos. De manera complementaria, el budismo les ofrecía a estos una vía por donde encaminar su espiritualidad. Sin embargo, su rechazo ascético del mundo en pos de una mejor vida ulterior no expresaba fidelidad al alegre carácter coreano. El amidismo fue la escuela budista que más negatividad cargó en la vida presente. Su éxito en Corea fue efímero. El zen, por el contrario, fue la escuela budista que más hizo hincapié en la importancia de lo cotidiano, y tuvo por ello una aceptación más duradera.

El confucianismo incorporará conceptos taoístas y budistas transformándose en el neoconfucianismo. De este modo adquiría una profundidad religiosa de la que antes carecía. El budismo, que hasta entonces había sido la religión más aceptada, comenzará a menguar hasta pasar a un lugar de notoria desventaja.

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Las religiones en Corea han sido utilizadas por la clase gobernante a lo largo de la historia para legitimar el ejercicio de su función.

El budismo hizo su arribo en Corea en el siglo IV d.C., durante el período de los Tres Reinos. Contraria como es esta religión al sistema de castas difícilmente habría sido aceptada sin la anuencia de las poderosas aristocracias. Estas elites consideraron al nuevo credo como “un sistema de creencias y principios apto para mantener y afianzar el dominio del poder real. La idea de la existencia de una sola comunidad de creyentes dedicados espiritualmente a cumplir los mandamientos de Buda, juntamente con la de un pueblo dedicado por entero a reverenciar a un solo rey, desempeñaron, seguramente, un papel primordial en la unificación de los Estados coreanos (…). El pensamiento de transmigración de las almas había sido aplaudido como la teoría sustentada del reconocimiento de los privilegios de los aristócratas. Por lo tanto, el budismo había sido aceptado como un sistema de pensamiento apto para la preservación y consolidación de un Estado aristocrático centralizado en torno del poder real.”[15]

Ejemplo cultural de ello fueron los Jiang Ga, los cantos religiosos del reino de Silla. Se componían para elogiar la virtud de Buda, pero muy frecuentemente también para rezar por la paz de la Nación.

Desde su establecimiento en el año 668 d.C. Silla Unificada se afianzará en un autocratismo que finalmente provocará su caída. Debido al aumento de la injusticia social y la hambruna, el gobierno se vio necesitado de propagar la fe budista como forma de contención de la población. Tal fue el pequeño período de auge de la escuela amidista dentro de la península. Reflejo del pesimismo popular, alcanzó amplia difusión entre los estratos más bajos de la sociedad. Prometía el renacimiento en el paraíso a sus creyentes, que no necesitaban ser alfabetizados. Su profesión de fe era muy sencilla, limitada a la invocación de una frase.[16]

En el año 918 d.C. la dinastía Korio logra la primer unificación total de la península. Deberá pagar un alto tributo a China para no ser objeto de sus ataques. Se produce entonces una rápida sinización, y el budismo será su vehículo de transmisión. Los monjes budistas traerán a la península el arte chino de grabado de textos sobre tablas de madera. Los coreanos grabarán, en gigantesca obra, el actualmente más antiguo canon budista[17].

Pero la nueva dinastía debió afianzarse frente a la desplazada Silla Unificada y los llamados Tres Reinos Posteriores. Para ello optó por descartar el sistema Kol pun a través del cuál habían sido elegidos los gobernantes anteriores según su linaje, e implantar en su reemplazo un sistema de exámenes que sería exigido para el ingreso de los funcionarios civiles a la administración pública. El acento que este cambio ponía en la instrucción hallaba sus bases en el confucianismo. Esta doctrina había comenzado a tomar fuerzas en los últimos tiempos de Silla Unificada. Pero será en el transcurso de la dinastía Korio que pasará a superar gradualmente al budismo.

La dinastía Yi o Chosón se establece en el año 1392. Su dogma oficial será el neoconfucianismo. Esta doctrina consideraba la maldad como algo esencial al hombre, y veía la educación como el medio en que esta podía ser superada. Se creo de esta forma una aristocracia basada en el estudio. Con ello los campesinos fueron desprestigiados. Las clases bajas podrán mofarse de la pretendida erudición de los nuevos gobernantes a través de manifestaciones culturales tales como el baile de máscaras, donde estos personajes eran ridiculizados.

El confucianismo en China, al poner el énfasis sobre los antepasados, rechazando lo novedoso, había cerrado las puertas del país. Del mismo modo en Corea, la dinastía Yi terminó instaurando “una política de absoluta segregación de los ´bárbaros´ extranjeros. Encerrada en los esquemas de un confucianismo muy rígido, prohibía la entrada de cualquier extranjero y la salida de los coreanos que no tuviesen una misión oficial.

Como reacción, un grupo cada vez más fuerte de coreanos insatisfechos empezó a reunirse para hallar algo que pudiese sacar al país de su estancamiento.”[18] Este grupo fundará los llamados “estudios prácticos”, que proponían una modernización del país a través de la incorporación de las más evolucionadas técnicas occidentales. El cristianismo era la religión que acompañaba a esta ciencia llegada de Europa. El gobierno Chosón, sin embargo, terminó aplastando al movimiento, y la evangelización cristiana debió esperar un momento más propicio.

Este llegó durante el período de dominación japonesa (1910-1945), cuando la rápida modernización aplicada sobre la península, necesitó del auxilio occidental. No se trataba lógicamente de algo buscado concientemente por los japoneses. Ellos, por el contrario, intentaron imponer su doctrina shintoísta pues acreditaba el carácter divino de su emperador. Pero en esos momentos difíciles, el cristianismo prometía a los coreanos un paraíso postmortum a través de la aceptación resignada del sufrimiento en esta tierra. Igual salida que el budismo amidista había ofrecido durante el período de hambruna de Silla Unificada.

Tras la segunda guerra mundial, y la implantación de las dos Coreas, la península se encontró con dos realidades distintas en materia de credos. En Corea del Norte, una política comunista antirreligiosa, donde se consideraba que la religión era “una proyección equivocada de la realidad de la conciencia humana, una idea fantástica que no se puede conciliar con la ciencia”[19]. Esta concepción extrema irá suavizándose con el tiempo, pero no sin mediar persecuciones y matanzas.

Por el otro lado, en Corea del Sur, se produjo una efervescencia religiosa. No solo salían a la luz las creencias tradicionales, sino que surgían nuevas formas. Estas nuevas tendencias parecían compartir ciertas ideas comunes. Una de ellas era el optimismo. Creían que “La vida del hombre es buena y el hombre fue hecho para la felicidad. La salvación, el reino de Dios, debe realizarse sobre la tierra, aquí y ahora, no en un lejano o incierto porvenir.”[20] Pero la característica más sobresaliente de todas ellas era el sincretismo. “Consideran válidas todas las creencias, y de cada una eligen los elementos más importantes según el momento histórico y el ambiente en que se desarrollan”.

Se trataba entonces no tan solo del  reencuentro con antiguas creencias, sino del rescate de una identidad por décadas dormida. Aquella forma propia coreana que parece ocultarse entre sus muchos credos: su gran religiosidad.

 

Conclusión

 

Como marcas grabadas a fuego, los coreanos conforman una misma raza, y se comunican a través de una misma lengua. Se saben y distinguen a sí mismos por éstas pero sin embargo no las han utilizado como forma de rechazo a lo extranjero. Desde esta centralidad que la raza y la lengua les confieren, se han relacionado con el mundo guiándose por sus valores, siéndole fieles al sabio, incluso en momentos en que esta fidelidad podía alejarlos de situaciones acomodaticias.

La belleza del nuevo territorio había sosegado el espíritu guerrero de los primeros pobladores. La “fresca mañana” de la península los invitó a dejar la espada y tomar la azada, descubriendo así la tranquilidad de esta vida sedentaria a la que ellos incluían la austeridad y practicidad heredadas del antiguo nomadismo. La mujer cumplía un papel protagónico en la sociedad, sobre todo en materia religiosa y pronto sus hombres “fundieron sus espadas para confeccionar campanas”[21].

Contentos de afianzar sus raíces en una tierra propia, vivieron despreocupados de sus vecinos. Así, cuando China les ofreció su cultura, Corea aceptó agradecida, aun cuando debió pagar un alto tributo por el “regalo”. Luego Japón extendió su mano, y Corea no la dejó vacía. Pero ambos países vecinos no vieron saciada así su ambición, e intentaron aprovecharse de la hospitalidad que el territorio y la población coreana les brindaba. Sorprendidos en su confianza, los coreanos debieron aprender a resguardarse para evitar ser robados, invadidos o expatriados. Este movimiento defensivo ahondó su conciencia de identidad común, la historia que transcurría en la península era cada vez más la historia de la Nación coreana.

Y esta Nación fue lentamente conformándose en Estado. Una división social piramidal, en base a una diferenciación de castas, dejó a la administración siempre en manos de una elite. Esta aristocracia muchas veces sustentó su cómoda vida con la explotación del campesino. Sin embargo, siempre han surgido excepciones, algunas verdaderamente admirables como la del rey Sejong, cuya sabiduría terminó plasmándose en la actualidad en el “Premio Rey Sejong” brindado por la sede parisina de la UNESCO.

Pero esta misma modernidad que distingue a un monarca por la unificación de su país (a través del alfabetismo), a forzado sin embargo la más artificial de las divisiones al crear dos Estados para un solo pueblo coreano.

Los coreanos han terminado aceptando la separación sabiéndose esencialmente unidos. De igual forma que en el aspecto religioso, han recibido y adoptado una diversidad de credos, y siempre han sabido mantener una misma espiritualidad. Nada más difícil de concebir para un occidental, pero sin embargo ¿no resulta un sin sentido que la religión, aquella práctica que tiene por búsqueda la unidad, considere a la multiplicidad de credos excluyentes entre sí? Corea los ha abrazado, y profesado simultáneamente. Tan sólo en el período de dominación japonés su religiosidad pareció opacarse. La historia parecía revertir entonces su camino: “las autoridades japonesas reclamaron las campanas … para hacer cañones”[22]. Pero cuando tras la guerra las tropas invasoras debieron replegarse la identidad religiosa de los coreanos, que había yacido de manera latente, despertó con gran energía.

Hoy, frente al futuro pesimista de un mundo que se defiende antes de ser atacado (¡y cree que el ataque es su mejor defensa!), donde las cosas se vuelven rápidamente obsoletas debido a la idolatría de lo novedoso, que destaca los particularismos y fomenta una competitividad agresiva, que basa su lealtad en afinidades y conveniencias, que alimenta la religión del todopoderoso egoísmo; frente a todo ello, el pueblo coreano nos muestra una mirada optimista, donde el pasado da profundidad y sentido al presente, donde la apacibilidad es la forma que mejor denota al sabio, donde no se busca ser único y original. Un espíritu que abraza al hombre de mérito y no al mero exitoso, que en su religiosidad no rechaza credos sino que los incorpora.

La tan fuertemente arraigada identidad coreana no aspira a ser original, y por ello mismo termina siéndolo. No quiere ser brillante, y su simpleza nos deslumbra. No quiere ser novedosa, y ello resulta ser una primicia. No busca destacar su individualismo, pero esto le confiere una forma claramente particular. No es agresiva, y su docilidad nos sacude.

Como la suave brisa de una “fresca mañana”, la esencialidad del pueblo coreano nos sopla en el rostro dejándonos silenciosos. Tiene mucho para decirnos. Escuchémosla.

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Bibliografía

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Revista Cuadernos de Japón; Vol.XIV; Nº3; ed. Mochida Takeshi; publicado por Japan echo inc.; inter-edit. Círculo Internacional de Editores; Barcelona; 2001

[5] Cf. Revista Cuadernos de Japón; Vol.XIV; Nº3; ed. Mochida Takeshi;  publicado por Japan echo inc.; inter-edit. Círculo Internacional de Editores; Barcelona; 2001; pág.40-41

[9] Cf. Ibídem.; pág.280

[10] Gardini, Walter; El cristianismo en Corea; Editorial Guadalupe; Buenos Aires; 1984; pág.18

[11] Gardini, Walter; El cristianismo en Corea; ob.cit.; pág.19

[12]  Cf. Hall, John Withney; El imperio japonés; tr. Marcial Suárez; Siglo XXI editores; México D.F.;1992; págs. 210-211

[13] La inclusión central, dentro de la bandera de la República de Corea, del símbolo del Ying-Yang, es preciso relacionarla con el confucianismo y no con el taoísmo; se trata pues de un símbolo compartido en tanto pertenece implícitamente a la cosmogonía de creación del pensamiento chino.

[14] Confucio afirmaba que bastante se tenía con los problemas terrenales como para andar pensando en otras cosas. Ver en Analectas de Confucio, libro que plasma las conversaciones del maestro con sus discípulos y considerado sagrado en China..

[15] Lee, Ki Baik; Nueva historia de Corea; ob.cit.; pág.76

[16] cf. Ibídem., pág.98

[17] Perfeccionarán luego esta forma rudimentaria de grabado, con la creación de la primer imprenta de tipos móviles de la humanidad. Este invento, que parece haber pasado desapercibido a los ojos de Occidente, precedió en más de 200 años al de Gutenberg.

[18] Gardini, Walter; El cristianismo en Corea; ob.cit.; pág.33

[19] Gardini, Walter; El cristianismo en Corea; ob.cit., pág.148

[20] Ibídem., pág. 136

[21] Gardini, Walter; El cristianismo en Corea; ob.cit., pág. 20

[22] Ibídem.; pág. 74

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