El lunes 9 de mayo tuvo lugar en la sala Augusto Raúl Cortazar de la Biblioteca Nacional, en el marco del III Encuentro internacional de Literatura Fantástica, la mesa Fantástico & mercado, en la que participaron exponentes destacados del mercado del libro nacional abordando diferentes enfoques y acercamientos al mismo. Reproducimos a continuación el texto leído en esa oportunidad por Claudia Ramón.

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Buenas tardes. La posibilidad de venir hoy acá surgió gracias a la generosidad de Ezequiel De Rosso, en ocasión de intercambiar algunos pareceres respecto de libros publicados en 2015. No soy lectora habitual de género fantástico pero el año pasado me sentí particularmente atraída por la presencia de algunos títulos en las mesas de novedades y también por su repercusión en los medios.

Si bien es cierto que el género fantástico persiste en presencia y abundancia, de manera más espectacular o más subterránea, según los vaivenes literarios y del mercado, en los últimos tiempos, asistimos a una suerte de boom con propuestas muy interesantes, cuidadas y sorprendentes por su delicado trabajo sobre el género en relación con otros tópicos.

Trabajo en una editorial y recuerdo que, cuando La habitación del Presidente, de Ricardo Romero, llegó a mí para empezar a pensar la prensa, inmediatamente en el intercambio habitual en la oficina, se armó la serie con Pequeña flor de Iosi Havilio y Distancia de rescate, de Samanta Schweblin. En mi recorrida habitual por librerías, me había llamado la atención la permanencia de las novelas de Schweblin y Havilio en primeras mesas.  Y esto también ocurrió con La habitación del Presidente que suscitó gran interés en periodistas y libreros. En los tres casos, hasta el día de hoy, se sostienen y tuvieron repercusión en todo el abanico de medios: diarios, radio, tele, blogs y gran circulación en redes.

Estamos hablando de dos libros de una editorial mainstream: Pequeña flor y Distancia de rescate publicados por Random, que sale cada mes con 50 títulos aproximadamente y de uno (La habitación del Presidente) de una pequeña (Eterna Cadencia) que sale con uno o dos, en el marco de un mercado que lanza 25.000 novedades por año, más o menos, 2.000 por mes. Pero, ¿por qué se sostienen estas ficciones? ¿por el perfil de sus autores? ¿por el tratamiento que les dieron los medios?  ¿qué es lo que llama la atención de estas tres novelas, tan diferentes entre sí pero que parecen condensar al unísono las incertidumbres y temores de lo que ya es puro presente con lo que se viene y el lazo inextinguible con lo que fue?  ¿o por qué me interrogan a mí con tanta insistencia?

¿Qué tipo de operación instala unos textos y no otros, cuánto del imaginario de una época se captura a través de lo exhibido en una mesa de novedades? A partir de esta observación y ahondando la idea, es que se me ocurre pensar en estos tres que comparten una dinámica de voces o discursos fantasmales, omnipresencias, imágenes, recorridos geográficos y personales. Esto, además, ocurrió en un momento muy particular, antes de las elecciones y de lo que se empezó a nombrar como “fin de ciclo”.

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Pablo Mendez, Claudia Ramón, Laura Ponce

Si en la historia de la producción de los relatos de fantasmas y del género fantástico en general es posible leer las ansiedades de época, resulta atractivo detenerse en las inquietudes que estos relatos traen consigo. Digo esto, teniendo más en cuenta cómo los leyeron los medios y algunos libreros con los que hablé, pero sin ánimo de etiquetas, ya que sus propios autores son esquivos a ellas. Probablemente, dentro de un tiempo, tal vez no muy lejano, sean leídos dentro de un corpus mayor para pensar las infinitas posibilidades de la riqueza de sus construcciones y de sus propuestas y será labor de los críticos presentes y futuros problematizar e historizar las condiciones de producción de estos textos, pero a nosotros llegaron al calor de un cierre preanunciado por muchos, resistido por otros.

En su momento, me lo planteé de manera muy básica: “cuánto fantasma antes de las elecciones”. Cuánto niño terrible en estas historias, viendo, sabiendo, señalando, ubicando terrores. Los nuevos niños terribles del género en la literatura nacional, me dije, y la cualidad anticipatoria del género delimitada por ellos.

Meses después, aquello que llamamos “realidad”, dibujó su propio itinerario fantasmal. Y estas tres novelas me persiguieron todavía con sus preguntas.

Una pregunta sería ¿qué captaron los textos del universo simbólico que nos rodea? Creo que la respuesta es su reelaboración del género y la inclusión argumentativa de los tópicos del presente. A saber: estamos sumergidos en un ritmo vertiginoso, hiperrealista en el cual parecería no existir espacio para la metáfora. Sin embargo, en los medios, más allá de lo que la gente entienda, se habla constantemente de “rutas de dinero”, empresas fantasmas, fuga de capitales, deudas invisibles, “buitres”, despidos que cobran realidad o se materializan solo en una parte de la población y la convierte en fantasma, etc. Sin entrar en dinámicas que implican el mundo de la virtualidad en el cual todos compartimos un magma que se disputa a brazo partido el territorio de la soledad.

Pero para ir a los textos que ustedes seguro conocen:

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Distancia de rescate, de Samanta Schweblin, es la historia de Amanda y su hijita que van a pasar unos días a una casa en el campo donde conocen a Carla y a su hijo, David, que después de intoxicarse con agua de un arroyo fue sometido a una cura ritual que le permitió sobrevivir gracias a la transmigración de su alma a otro ser.  Esta nouvelle fue concebida como un relato a dos voces: el diálogo entre Amanda y David, el niño que guía lo que ella ya sabe para que descubra “lo importante”: una voz que señala desde lo fantasmal una presencia que va escribiendo esa historia más allá del tiempo. En contraste con la obviedad del veneno (el mundo de los agrotóxicos y su cotidianeidad) se abre un espacio de diálogo que, en última instancia, funciona como espacio de denuncia. Distancia de rescate es una novela enorme, sobre la maternidad, sobre las creencias populares, vía transmigración de las almas pero, sobre todo, es una gran novela sobre el campo en el siglo XXI, sobre el campo de los agrotóxicos. Es la nueva era del campo en la literatura nacional: ya no se trata de aparecidos, de sombras de indios ni de ánimas camperas, del temor a lo desconocido o el paisaje inabarcable de la campaña y sus desertores (los antiguos fantasmas) o la sombra terrible de aquel fantasma riojano que vendría a explicarnos las “convulsiones internas de nuestro pueblo”. Ahora, las voces transmigradas vienen a dar cuenta de la profundización del modelo agroindustrial y de las corporaciones instaladas en el Estado, no es necesario entrar acá en detalles acerca de lo que todos sabemos sobre Monsanto, por ejemplo. Pero también están el imaginario de las creencias populares y los temores de personajes muy reconocibles para todos respecto de la maternidad y la infancia, casi como un retrato de clase, con una escenografía fielmente delineada. El resultado es un relato de extrema precisión en su entramado y es justamente eso es lo que hace que funcione la denuncia.

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En Pequeña flor, de Iosi Havilio, precisión y vértigo van de la mano, como consecuencia del ritmo que marca el único párrafo conforma la historia hasta el punto final. Su protagonista, José, es un reciente desocupado   que se hará cargo de las tareas del hogar y del cuidado de su hijita para que su mujer retome el trabajo en una editorial. Hasta ahí leemos pura tragedia social, en clave realista. Eso se va a quebrar cuando José se vincule con un vecino, Guillermo, gran anfitrión, fanático del jazz, para pedirle un favor. Una tarde en la que Guillermo se pone a bailar al ritmo de “Pequeña flor”, José tiene una suerte de impulso que lo lleva a matar a Guillermo. Para sorpresa de José, al día siguiente, su vecino seguirá vivo y, a partir de ese momento, todas las semanas José irá a la casa de su vecino a matarlo. En paralelo a esto la historia crece en otras direcciones: Laura, la mujer de José se vincula con una suerte de discípulo de Alejandro Jodorowsky, José busca nueva compañía, y su pequeña hija se convierte en un personaje muy interesante dentro de la historia ya que será quien, en más de una ocasión, la que señale la inminencia de algún tipo de peligro. Una niña con ciertos atributos que se convierte ella misma en cuidadora de ese padre “enloquecido” por su propia historia, atravesado por una trama de literaria en la que lo político se filtra de manera muy peculiar, paródica,  toda la novela tiene un aire ruso, desde el palazo inicial hasta el affaire con una rusa y la breve estadía del protagonista por SARCU, aquello que fue alguna vez la Sociedad Argentina de Relaciones Culturales con la Unión Soviética, en la que funcionaba una escuela de ruso, un espacio de amplio vínculo con Partido Comunista y la sombra del personaje siniestro que coopta a su mujer.

En Pequeña flor ese único párrafo arma y al mismo tiempo desarma ese escenario plano y asfixiante desde el cual se narra e instala el borde que separa un mundo del otro: la pérdida del trabajo que desata la locura y la muerte, por un lado, la imposibilidad de cualquier resurrección, por otro, y como Leitmotiv del texto.

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Y, finalmente, qué difícil hablar de La habitación del Presidente con Romero como compañero de mesa.  Seguramente ustedes también conocen la historia: en un barrio, en una ciudad no definida, todas las casas están preparadas para recibir la visita del Presidente, con una habitación especial, equipada para tales fines. Y el escenario de la nouvelle es una casa recorrida por la mirada de un niño que lo cuestiona todo con sumo extrañamiento. El resultado es una pieza delicada, un relojito perfecto que linda con la poesía sobre la mirada arrobada de la infancia, sobre la familia, sobre la pregunta inevitable: qué hay de un lado y qué del otro. Qué es esa casa, esa familia, esa ciudad, ese Presidente. Y, como dice Romero en las entrevistas, la búsqueda de lo real (no de la realidad) como núcleo de misterio y dentro de ese misterio la perplejidad que suscitan las figuras de poder. La habitación del Presidente fue, sin duda, de estos tres textos tan impactantes, el más enigmático pero también, en alguna medida, el más familiar porque conecta con ese tiempo de la vida repleto de preguntas sobre los modos de ser de las personas en algunos espacios y sobre los espacios mismos.

Pero porque leí los tres textos como un manojo anticipatorio que nos regalaba el género antes del “fin de ciclo” no puedo dejar de preguntarme ahora, sentada en este lugar tan especial que soñó Clorinda Testa, porque sería deshonesta conmigo misma y con ustedes, por la habitación vacía de esta casa y por los 250 trabajadores de este espacio de cultura que ya no lo son, librados a existencias de fantasmas.

Porque el discurso transita lo metafórico (empresas fantasmas, buitres etc) pero lo metafórico instala ciertas cuestiones también, y hay un cierto estado de las cosas que está presente, me parece, en las tres novelas (el veneno, la locura como consecuencia del desempleo, la habitación vacía que, ocupará o no, esa figura de poder), un juego entre la metáfora y la constatación de la realidad al interior de los relatos.

Hace mucho que escuchamos hablar de la incapacidad para la metáfora como consecuencia del uso de las redes sociales, etc. Se hace hincapié en la incapacidad metafórica de los niños de hoy producto de estas influencias. Sin embargo, los discursos que se instalan, sobre todo desde los medios, transitan lo metafórico: ¿qué son las empresas offshore sino empresas “fantasmas”? Una empresa, que es lo más material del mundo, contra la figura del fantasma que es lo más inmaterial e indefinible.

Vivimos supuestamente en un mundo despojado de metáfora en que, sin embargo, se instalan algunas para nombrar ciertos acontecimientos de la vida pública y nos encontramos con continuidades ficcionales que van de la mesa de novedades a la realidad y no necesariamente al revés.

En definitiva, las producciones literarias, en cada época, siempre plantean un entramado de nuevas significaciones, que, en última instancia, consciente o inconscientemente dan cuenta del mundo. Evidentemente y ya con “el fin de ciclo” consumado, ese nuevo entramado aporta una vitalidad al género que lo hace persistir en las mesas de novedades y más allá de ellas, esperando ser leído como clave de su tiempo.

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