Una intimidad eléctrica

Saer escribió alguna vez que la ficción es una antropología especulativa. No se trata de invención o fantasía, mucho menos de falsedad, sino de una forma intuitiva de lidiar con la realidad sin la exigencia que supone responder al criterio de verdad. La ficción en estos términos es algo así como un encuentro con y hacia la vida -o con y hacia el mundo, modelo de realización de todo lo que nos rodea-, una intervención sobre lo que existe.

Lucia Berlin escribe, en su cuento “Silencio” (Manual para mujeres de la limpieza): “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento”. Claro que en la definición aproximativa de Saer no hay lugar para un concepto como el de mentira. Sin embargo, se deja entrever uno más impreciso y difuso, el de lo genuino, que establece lo inevitable de la ficción: como si fuese un acto reflejo, motivado por un instinto natural. En la literatura de Berlin, la ficción, antropología especulativa que pretende operar con la existencia de las cosas, es además un golpe hacia el corazón de la verdad, su formulación más genuina.

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El único sentido oculto de las cosas, resuelve Saer, es su escritura, una espiral infinita alrededor de las posibilidades que da la percepción y que resulta en miles de conexiones, aseveraciones, expresiones. En fin: una poética. Lucia Berlin, al igual que Carver (y ambos como Chéjov), jamás emplea once palabras donde puede emplear diez. De hecho, en Berlin hay una concisión agudísima y es por eso que ciertas imágenes o escenas en las que se detiene cobran una importancia exótica para su cotidianeidad. Lo grandioso de su escritura es que la especulación desaparece: el artificio está tan perfectamente difuminado que incluso el lector tiende a borrar la línea entre realidad y ficción.

Lo cierto es que con los relatos de Lucia Berlin sucede algo poco convencional y que difícilmente se encuentra en el resto de la cuentística norteamericana (que ya de por sí es de las narrativas más brillantes que hay, de Flannery O’Connor a Truman Capote, y pasando, claro, por las contemporáneas a Lucia, Alice Munro y Ann Beattie). Con Berlin se establece casi un vínculo, casi una relación personal. No es sólo que su manejo del ritmo narrativo es personalísimo (lo es: por eso su destacado estilo tan ella), sino que hay algo en su literatura que sugiere la ocasión de un diálogo. Detenido, sutil, a veces ínfimo y solo una palpitación, o directo al hueso con una segunda persona cautivadora, que en general se dirige a su madre, su hermana o su esposo.

Pero aun la primera y la tercera persona sostienen el tono de anecdotario, a veces confesionario, latente. Es el efecto (tan bien logrado que resulta conmovedor) de una función narrativa que varía a través de los relatos pero cuya voz se mantiene intacta: siempre es la misma. Incluso cuando la primera persona es un hombre, se sostiene la voz. El resultado es contundente: en el abanico de personajes que atraviesan cada relato, siempre vamos a encontrar a Lucia (cuyo nombre será Lu, Lou, Lucille, Dolores, Maria, señora Bevins).

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Lucia Berlin en Oaxaca, México. 1964.

La unidad de efecto en los cuentos de Berlin tiende a detenerse en las imágenes: una niña arrancándole los dientes uno por uno a su abuelo; dos adolescentes colgados de una viga en el techo vigilando a un bebé en el suelo; una joven en una clínica clandestina de abortos en la frontera de México; una mujer de la limpieza removiendo los restos de cocaína del espejito de sus patrones. He aquí los incendios epifánicos de los relatos de Lucia, sus pequeños momentos prendidos fuego, cuando la narración borra todo el límite de la ficción y se nos aparece como real.

Y es que a medida que avanza la lectura, los relatos se configuran como episodios de una vida. La vida de Lucia (se puede constatar fácilmente en la web), pero además una vida, impersonal, marginal, la de una niña rica, o la de una joven atormentada, o la de una madre alcohólica; personajes desafortunados en el encuentro con otros personajes desafortunados, y todos ellos siempre en su encuentro con el mundo. Sujetos grises, oscuros, a priori aburridos o irrelevantes (dos chicas un poco idiotas de vacaciones en la playa, otro ejemplo), pero que bajo la mirada incandescente de la narración destellan alguna luminosidad.

Berlin condensa este procedimiento en el cuento “Punto de vista”: “Imaginemos “Tristeza”, el cuento de Chéjov, en primera persona. Un anciano explicándonos que su hijo acaba de morir. Nos sentiríamos turbados, incómodos, incluso aburridos, y reaccionaríamos precisamente como los pasajeros del cochero en el relato. La voz imparcial de Chéjov, sin embargo, imbuye a ese hombre de dignidad. Absorbemos la compasión del autor por él, y nos conmueve en lo más hondo, si no la muerte del hijo, el hecho de que el viejo termine hablando con el caballo”. Sus personajes, en efecto, bien podrían ser así de aburridos. Pero Lucia le da una vuelta de tuerca a la voz imparcial que detecta en Chéjov: ella atraviesa las historias con su propia voz autoficcional.

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La vieja dama que ríe

El derrotero del alcohol es una constante en los personajes de Berlin. Ella misma sufría de alcoholismo y su experiencia es bien notoria en la mayoría de los relatos: algunos más dramáticos al respecto y otros más sutiles, personajes más o menos sometidos, más o menos medidos y adaptados al mundo. Otro punto que también vertebra los cuentos es una vinculación intimista y cercana con la muerte. De hecho, varios relatos suceden en la sala de urgencias de un hospital, dado que Lucia (entre otras cosas) fue enfermera. Pero incluso en los escenarios más amenos, donde morir no es ninguna obviedad, está la posibilidad, lo irremediable e infalible, lo terriblemente presente de la muerte. Claro que Berlin no descubrió la pólvora, pero el saber profundo de que morir es fácil, que su tiempo es veloz y ninguno de sus rituales pueden detentar lo profundamente oculto de la muerte, ya es decir bastante. Sobre todo en una narrativa despojada y sencilla como la suya, que rechaza cualquier descripción sentimentalista.

Así y todo, los relatos se las arreglan para tener un dejo irónico y de comicidad. Algo así como una risita cómplice de fondo, un tono que suaviza los episodios muchas veces terribles que narra, pero permeable también a la nostalgia. “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”, se lee en “Silencio”. Y se podría angostar aún más esta idea: lo que importa de contar cosas terribles es remover el dramatismo, su cobertura superficial. Como en el clásico de Neil Young -que, a propósito, sería una gran banda sonora para una biopic sobre Berlin- el alcohol y la muerte son las old laughing ladies de Manual para mujeres de la limpieza. Junto a la auténtica dama que ríe, que no es otra que ella misma.

Los personajes de Lucia Berlin están ligados entre sí por una intimidad eléctrica. Así también ella misma (su voz inventada) y el lector. La lectura establece un magnetismo y una cierta complicidad. Como si leyéramos su diario, o más bien como si compartiéramos con ella una medida de whisky. Casi como una charla casual, si no fuera porque siempre, en algún punto, se produce una interrupción, un cortocircuito, un chispazo o descarga eléctrica, un minúsculo (e íntimo) incendio.

 

Titulo: Manual para mujeres de la limpieza

Autor: Lucia Berlin

Traducción: Eugenia Vázquez Nacarino

Editorial: Alfaguara

432 páginas

 

Sobre El Autor

Lucía Vera Cytryn nació en 1991 en la Ciudad de Buenos Aires. Es estudiante avanzada de Letras en la UBA, realiza trabajos de corrección de estilo y traducción. Actualmente trabaja en la Biblioteca Nacional.

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2 Respuestas

  1. Luis

    Muy buena reseña sobre una autora que no conozco, pero me quedé enganchado como para empezar a hacerlo.
    Saludos.

    Responder

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