Para cortar las alas, alcanzan las palabras.

La dama y el alfil. La dama y el pintor que le hacía falta; un romance pretendidamente perfecto, termina en naufragio. Y el cuerpo, de esa mujer rota, aparece sumergido en la bañera.

Una historia de malos entendidos, de mandatos, de conflictos pendientes, de conductas que se reiteran en una línea que no se corta.

Soledades, desamparos, encrucijadas. Locura de amor y víctimas; el violento y su “partenaire”.

Laura y los recuerdos ajenos; el ayer resucitado y los vestigios de su infancia.

Ana, entre el sentido y el vacío; el alma herida y el peor final.

Sergio, una irrupción de lo reprimido; la vida como un lienzo; el lienzo de su yo. Sus exigencias obsesivas; ira y crueldad.

“De pronto Ana abrió los ojos pero no la miró, Laura sintió que no veía, que no estaba allí. Desde el otro lado de la cama la mano derecha subió despacio y arrancó la máscara en un movimiento  a la vez vacilante y brusco, ella se puso de pie de un salto y estiró los dedos para recuperarla y cubrirle nuevamente la boca, la nariz, para que respirara como debía aunque no le gustara esa cosa en la cara, pero la cabeza giró hacia ella  y Ana la miró a los ojos como si estuviera por decirle algo importante. Laura se quedó inmóvil, la máscara en la mano, esperando la condena o el perdón del pecado original. Y el suspiro que siguió fue profundo, lento, le pareció hasta vagamente voluptuoso. Pero ella conocía el significado y se asomó al pasillo aterrada y gritó pidiendo ayuda, y vinieron enseguida, empujaban un carrito pesado, corrían, pero cuando quiso volver a entrar con ellos, no, espere afuera por favor.  Esperó, sí, esperó un instante y luego entreabrió la puerta, le habían arrancado las cobijas y entre las espaldas de blanco alcanzó a ver que el cuerpo de su padre se arqueaba y volvía a caer. Una vez más. Y otra.

La congoja la ahogaba, la sacudía, sin lágrimas. Cerró los ojos y no los vio venir, abrir, salir.”

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Podríamos iniciar la entrevista con algún comentario que describa, aunque a grandes rasgos, la personalidad de Abel, el padre de Laura. ¿Qué podríamos adelantarle al lector acerca de aquella relación paterno filial?

Abel es uno de esos personajes entrañables de los sesenta, romántico e idealista, incapacitado para la vida práctica y la autonomía, dependiente del otro para el dinero, jamás para las ideas o los proyectos. Lleno de amor y orgullo por su hija, la cría solo (la madre no corta ni pincha) y le inculca los fundamentos importantes de la vida: el respeto a ciertos principios humanos, la amistad como un bien a construir y cuidar, el otro como alguien que camina a nuestro lado sin hacernos sombra. Laura hace suyo todo cuanto simboliza el padre pero se aparta de él a la edad en que es necesario «matar al padre» (Freud dixit) para ser uno mismo. Lo recupera más tarde, cuando su identidad está asegurada pero lamentablemente él está muerto.

¿Cómo queda enredada Laura en esta historia?

Laura eligió ser psicoanalista desde una pasión semejante a la del padre por el otro, desde una personalidad reparatoria, pero también desde la necesidad de entender los resortes secretos que rigen conductas y vínculos. Equipada con esa mochila, se juega por averiguar qué impulsó a Ana a matarse, pero además porque hay algo que no cierra en lo que aparece.

¿En qué se parecen y en qué se diferencian Ana y Laura, más allá del aspecto estético de sus respectivos refugios?

En ella hay más cosas si se escarba, quizás una identificación inconsciente con Ana desde el posible suicida que se acurruca en todo corazón. Pero Ana es muy distinta de Laura, es una víctima fácil para un hombre manipulador, pasto para las fieras desde una identidad que se confirma, o no, en la mirada del otro. O sea, Ana es muy frágil porque no es autosuficiente. Laura, en cambio, es una solitaria que no necesita del otro para saber quién es. Sin embargo puede sucumbir al atractivo de un intelecto superior –Sergio– para acceder a su misterioso laboratorio de creador.

La novela aporta distintos vínculos: relaciones de pareja; relaciones jerarquizadas – de padres e hijas -; algún caso de rivalidad entre jovencitas, de amistad entre mujeres y, en esta historia, alguna de ellas – por ejemplo Claudia, Elena, Irene…- no quedan muy bien paradas. ¿Podríamos hablar de ello?

No sé acá qué esperás que te diga, Luis. Hablar de los vínculos sería hablar de la trama sobre la que se bordó la novela, que está hecha de eso, de expectativas, desilusiones, proyecciones. Para explicar de qué trata la novela… ¡está la novela! En cuanto a las mujeres del relato, si hay algunas que no quedan bien paradas no es ciertamente porque yo  no respete a las mujeres, de hecho soy una feminista comprometida y militante, y esas mujeres que no quedan «bien paradas» son mujeres –que bien podrían ser hombres– que me desesperan porque están meando fuera del tarro: y el tarro son los valores que Laura representa (los que describí en los puntos 1 y 2, los míos).

Encontramos expresiones tales como: el sonido del agua…, el charco…, el agua brotaba por abajo de la puerta…, el agua cayendo…,  el agua mojaba la suela de los zapatos…, cortó el agua…, chapoteaba…, agua amontonada…, pequeña oleada…, agua rosada…, del agua que la envolvía…,  metió la mano en el agua…, sacarla del agua…, ahogaba…, analizar el agua…, desahogarse…, el ahogo…, tanta agua…, navegando la confusión…, ni siquiera está nadando…, controlando el desborde…, vapor de agua…la sombra del ahogo…, agua al fuego…etc.

No puedo dejar de preguntar por la “Trilogía del agua”; ¿qué puede decirnos al respecto?

Que en realidad la Trilogía debería ser una «Tetralogía». Pero cuando yo misma me sorprendí ante ese impremeditado factor común, el agua, en las tres primeras novelas de la serie, y  las reuní bajo esa definición, no sabía qué iba a escribir a continuación, que también estaría el agua allí, tan presente. No tengo nada especial con el agua, aparte de mi amor al río, al mar, a que nadar me apasionó siempre.

Parto del título y retomo el tema del agua; entonces recuerdo, por ejemplo, la entrevista a Carlos Zanón, por Yo vivía aquí (poemas). Él dice:“ El agua sana y envenena. Como las personas, el amor: lo que te da vida, te mata…El agua no sana mi sed, me la recuerda.”

 Y, sobre las sombras, expresa: Una suerte de insuficiencia, carencias, añoranza de todo aquello que no podemos aceptar o no sabemos encontrar en nosotros”…”Lo que perdimos. Lo que nos recuerda, lo que se quedó en el tren cuando saltaste.”

Ahora, volviendo a La sombra del otro, quisiera preguntarle, a usted, sobre las connotaciones, sobre los significados contextuales, sobre el sentido que estas palabras asumen por asociación con el significado “estricto” y, por qué no, sobre la intencionalidad.

Excelente e inquietante lo que citás de Carlos Zanón, especialmente lo que dijo acerca de las sombras. Me conmovió profundamente, una síntesis que sólo la poesía puede abordar. En cuanto a mi título, proviene de lo escrito por otro poeta, Sigmund Freud, en su artículo Duelo y melancolía. «La sombra del objeto –dice, al describir el instante en que el melancólico decide quitarse la vida– cae sobre el sujeto». Explicar la frase requirió ese artículo fundamental en su obra. En un momento la novela lo intenta. Te remito a ella. La intencionalidad es precisamente que, como dice Zanón, en Ana hay «una especie de insuficiencia»… del puntal propio que podría sostenerla viva frente a un otro avasallante.

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La novela nos habla de una mujer y de su frágil estabilidad emocional, nos habla de una parte del universo masculino y de las víctimas del amor. Como en el ahogamiento de la Ofelia de Hamlet, la relación amorosa gira alrededor de una pretendida sumisión de la mujer tratada como objeto. Ambos casos reflejan síntomas de “locura de amor”. Ofelia es usada por su padre y es víctima de un ataque misógino por parte de su “enamorado” cuando éste insiste en que ella debería internarse en un convento. Tanto Ana como Ofelia, las dos hermosas, terminan con sus vidas trágicamente, ambas en el agua y, tal vez, ambas suicidándose.

¿Qué reflexión le merece este tipo de relaciones tortuosas sostenidas, aparentemente, desde siempre?

Tal como lo vengo expresando en los puntos anteriores, mi visión del suicidio de Ana no pasa por nada como una «locura de amor». Locura sí, detrás de todo suicidio hay un quiebre del eje del ser, o sea, un brote psicótico que implica la pérdida del sentido de realidad. Y que «el amor» está detrás, también es verdad, pero no un amor «sano», basado en un intercambio parejo e independiente de las condiciones de intercambio. Ese término «locura de amor», sugiere una visión romántica del suicidio con la que no coincido.

Me interesaría poner el acento en ese recurso dado por las libretas que conforman el diario íntimo de Ana; esa especie de eje que permite ir avanzando en esta historia. Por favor háblenos de esta idea.

No son un elemento explosivo, brutal sino sutil, y el ritmo de desarrollo de la trama está determinado por el avance gradual de la lectura que hace Laura, que va accediendo de a poco a la develación de claves. Por ejemplo, la contradicción de Sergio, un sujeto que se revela tanto prepotente y autoritario como dependiente de la buena voluntad de una pareja que debe aceptar darle la satisfacción sexual que exige su impotencia. Asimismo, la violencia, los golpes, aparecen recién sobre el final. Por otra parte, que el desarrollo del relato esté sujeto a la lectura de Laura, permite al lector «acompañarla».

Laura, Abel, Ramón, Claudia, el Negro, Ana, Beltrán, Sergio, María, Leo, Isabel, Rober, Lucía, Elena, Irene, Rodolfo, Trini, Tomás, Julieta, Fede, Ema… (y siguen las firmas), son  personajes que entran y salen en esta historia. ¿Cómo surge el elenco, la galería de personajes que incluye tanto a Nano, como a Panna y a sus semejantes?

Los personajes de mis relatos surgen en mí de un modo misterioso y a la vez espontáneo, natural. A medida que escribo la trama pensada antes de empezar entra en movimiento y señala huecos a llenar, mis seres son una reacción a situaciones, un poco como la vida. La imaginación se va poblando de figuras que cobran vida y hacen y dicen cosas. En parte vienen de la memoria, en parte de la fantasía, un collage donde la experiencia nutre y aporta. Lo que le pasa a todo el que escribe, supongo. Tienen que ver conmigo, con mis amigos, soy un producto de este lugar y de este momento de la historia y mis personajes también.

En págs. 74/75, Rodolfo dice: “El ayudante me hizo un montón de preguntas, sabe, que quién había sacado el tapón de la bañera, si había sido yo. Que no, le contesté, se imagina. Yo la vi a la mujer policía cuando metió el brazo, pero ni loco se lo iba a decir, uno abre la boca y después tiene que firmar un papel y queda abrochado, vio, y mire si a la mina la joden por eso y va y me hace atropellar por un auto, o me plantan droga en la portería…”

Háblenos de este temor de Rodolfo, del fundamento que hace que se instale en la cabeza de un  encargado de edificio esta idea que, aparentemente,  forma parte del imaginario colectivo.

Me encantaría toparme con un par de motivos para dejar de pensar y sentir como Rodolfo. Hasta ahora nunca me ocurrió, salvo por una mosca blanca que, me temo, no era representativa de lo que uno puede esperar (temer?) de esas «fuerzas»…

¿Qué puede decirnos acerca de cómo encara, usted, el proceso de escritura?

Lo encaro desde una necesidad que a esta altura de mi vida está muy establecida. Desde el «hacer», presumo. Cuando no escribía, cuando no había escrito, no pasaba nada. Empecé, creo, porque en todo lector hay un escritor que no se anima, y un día me animé. Y me puse a dibujar personas que no existían pero podrían haber existido. Un adolescente que sólo comía papas, un chico brillante, al que le mintieron en el origen. Y entonces seguí, y gané un premio inmenso con esa historia… ¡Cómo parar! No creo que tenga que ver con la necesidad de «decir». No sé cuánto «digo», realmente. Me apasiona nadar (!) en esas aguas, estar ahí, en la mitad de una novela, vacilar, avanzar, descartar, volver a empezar! Se aprende errando, haciendo. ¡El músculo de la escritura se desarrolla con la ejercitación, como cualquier otro!

¿Qué diría del lenguaje que atraviesa toda su obra?

Una vez Ricardo Piglia, un hombre generoso con su tiempo, al que acudí en mitad de un bloqueo atroz con El círculo imperfecto y con un manuscrito terminado (El otro viaje), elogió mi uso de diferentes lenguajes en función de los personajes. No había pensado que se discernía mi esfuerzo, y por supuesto lo mantuve en alto. Me parece importante, hace a la legitimidad, a la verosimilitud, al placer de leer lo que acaba de escribirse. Además, debo admitir, siempre busco la belleza, tal vez tenga que ver con que mi primeras incursiones en la palabra fueron con la poesía.

Le pido unas palabras sobre la importancia que, a su juicio, revisten la trama y el argumento.

Creo que son esenciales para lograr un relato «redondo», que tenga coherencia y que despierte interés. Y nunca me canso de recomendar que se empiece por ahí, por el esqueleto, que ya en la imaginación iremos encarnando a medida que le damos forma y lo sobamos.

¿Sus autores preferidos?, ¿sus influencias y preferencias?

Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Juan José Saer, J. Coetzee, John Berger, Mishima, tantos…

Virginia por su capacidad para componer escenas con múltiples corrientes vitales simultáneas, Mansfield porque Dios mío, cuánta belleza en sus historias, Saer, qué trompada de talento en estado puro, Coetzee, pocos hombres jóvenes pudieron sonar tan auténticos escribiendo desde los sentimientos de una mujer vieja, Berger, cuánta inteligencia, toda esa lucidez, qué suerte tiene, un tipo que frecuenta la belleza con la naturalidad de un habitué, Mishima, me rindo ante sus encajes exquisitos… y los que escriben novela negra, que los amo, a muchos de ellos (no a todos!). De todos tomé algo, lo supiera o no, que esa es la diferencia entre la influencia y el plagio, jaja!

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