Ella la vio llegar. Anselmo la había comprado y la traía, con caminar cansino, guiándola con una soga que le ajustaba el gaznate. El la había elegido en la Feria de Otoño y le contó que le decían “la colorada”. Sin embargo era blanca, con algunas manchas castaño-rojizas. Desde la cornamenta, y dividiendo el largo de la cabeza por mitades hasta la boca, se le repartían estos colores uno por lado. Mientras se acercaban,  esta extraña simetría cromática hizo que ella le fijara la mirada.

Atravesó el portón con vergüenza, el testuz gacho como pidiendo disculpas. Eso  llevó a Soledad a  recordar su propia llegada a las casas, en el valle, cuando el Viejo la trajo después que en la sierra, en donde había nacido, un alud tapara al rancho y ahogara a sus padres, y Dios la eligiera para vivir.

Cuando Anselmo le entregó el cabo de la soga para que llevara a la vaca debajo del cobertizo, sintió una sensación que la estremeció. “La colorada” levantó la vista, la miró, y Soledad  vio pasar  por esos ojos una secuencia de imágenes viejas que le contaron su propia historia.

Tenía sólo cuatro años. El Viejo era un ermitaño y no podía con una criatura. Decidió dársela para que la criase a Ña Nuela,  la comadrona del pueblo.

Cuando ella enfrentó un espejo por primera vez, la miró una cara enmarcada por un pelo fino y lacio de color rubio desvaído. La nariz aguileña, los labios finos y el mentón puntiagudo mostraban una geometría irregular, acentuada por los ojos de color celeste pálido, exageradamente separados entre sí.  Estos ojos, como ahora los de ”la colorada”, devolvían una mirada huidiza y vergonzosa que sus estrenados vecinos pronto aprovecharon para evitar darse cuenta de su existencia. Al tiempo, luego que le enseñara a lavar ropa y fregar pisos y vajillas, Ña Nuela le pidió que se fuera de su casa a ganarse el pan, con la tarea doméstica ya aprendida. Ella la recomendaría.

Ya no tuvo un lugar suyo,  y dormía en algún rincón de la casa en donde la noche la iba alcanzando,  avisándole que la jornada de trabajo ya terminaba. Al amanecer, cuando el ruido del día la despertaba,  Soledad cargaba su hatillo y se llegaba hasta otra casa que esperaba su quehacer.

Siguió siendo invisible para los del pueblo hasta la caída, cuando se quebró el tobillo.

¡Que revuelo! El tiempo ya la había hecho mujer. Ña Nuela la llevó a su casa y hasta buscaron en un pueblo de traslasierra un médico para que la curara. La caída le sirvió a Soledad para recordar como era una cama y todas las mujeres del pueblo, a quienes ella servía, le trajeron cada día y cada noche comida de domingo.

Como a un taza de porcelana, cascada y en restauración, la mimaron hasta que pudo caminar. No más.

Quedó renga,  y el sobrepeso que ganó con los mimos le dio un andar medio tumbado, que quedó con ella. También con ella quedó su mirar hacia abajo, luego de esa mañana que, asistiendo a misa y después de confesarse y comulgar, quedó mirando a Cristo a los ojos, preguntándose y preguntándole si para ella también habría un Reino de Dios, como prometió Fra Berto, el cura, en el sermón que acababa de terminar. Sin darse cuenta, estorbaba el paso de los otros fieles, hasta que Ña Gumer le dio un empujón brusco que hizo que volviera de su ensimismamiento, al tiempo que escuchaba una voz ronca, despreciativa, que le decía “Correte, renga de mierda, que molestàs, y andá a casa que te espera trabajo. La misa terminó”.

Salió de la Iglesia, pero no fue a lo de Ña Gumer ni ese día ni nunca más. Ese domingo no comió, y durmió al sereno. Bajó la mirada y decidió no pensar más sobre cosas que, ella pensó, no eran para ella.

Decidió, sí, trabajar mas y mejor, no deseando poseer, pero gozando del brillo de los pisos, del blanco de la ropa. Cuando un utensilio relucía en sus manos después de haberlo frotado, el brillo que reflejaba penetraba en su interior, y Soledad sentía una sensación de gozo que ningún ser vivo conseguía en ella. Cuando un piso pulido devolvía su imagen, una sombra de sonrisa se dibujaba en su boca y sentía calor en su alma, como si un edredón de plumones la envolviera.

Cuando ya estaban llegando al cobertizo, “la colorada” se le puso a la par y, sacando su lengua rugosa, le lamió la mano con que sostenía la soga. Fue  un instante mágico; se miraron y supieron.

Anselmo no supo, cuando llegó al poblado para visitar a su hermana,  y miró a Soledad que estaba lavando la ropa allí. Le serviría, pensó,  y la pidió para casarse.  Pero Anselmo nunca supo.

Ña Nuela le dijo “andate con él, limpiá lo tuyo”. Soledad juntó sus pocas cosas y, con lo que había ahorrado trabajando,  le compró al Turco un rebozo grande, de mujer casada, y se convirtió en Ña Sole. Anselmo se la llevó a la casa.

Anselmo se levantaba con el sol e iba a labrar, volviendo a la casa cuando el sol ya caía, queriendo comer. Entre ellos el diálogo era parco y soso, como la cena que Ña Sole le cocinaba. Después, la cama en donde, de tanto en tanto, el imponía su condición de macho sin importarle si ella gozaba como  hembra.

A él nunca le habían gustado los críos, así que no la culpó cuando la supuso yerma. Ella tampoco lo hizo con él. Su vida había sido no recibir, y no sufrió la falta de simiente fértil para poder concebir, sentir vida dentro suyo, y luego parir un retoño.

Ña Sole seguía sola. Más aún, no se sentía “Ña Sole” por más que ya miraba a los ojos y así la saludaban. Era mujer casada, pero sin embargo en su interior seguía sintiéndose Soledad, y la compañía de Anselmo, o quizás más precisamente su falta,  había logrado que su pozo interior se hiciera aún más profundo.

Entonces, para llenarlo, se refugió en el ya disfrutado gozo de lavar y frotar y pulir, y su alma obtuvo júbilo nutriéndose de la blancura y el brillo y el pulido que conseguía con su dedicada tarea.

Anselmo siguió sin saber. Y, quizás, sin siquiera querer saber. Nunca.

Vio Soledad todo eso en los ojos de la vaca cuando la llevaba camino al cobertizo. Vio también como la habían separado del primer novillo, e imaginó como sería con los que le siguieran. Pobre “la colorada”: no tenía prójimo. Y ella tampoco, pensó. ¿Quien sabe? Quizás podrían ser prójimos entre ellas mismas, y a lo mejor con el Cristo también, si Fray Berto no mentía.

Cuando “la colorada” la lamió, Soledad le acarició el testuz. Con las caricias, ambas inauguraron recibir.

Al llegar debajo del cobertizo, ella decidió ordeñarla por primera vez.  Y entonces ambas, Soledad con sus manos en las ubres y “la colorada” con sus ubres en las manos de ella, se amaron, sintieron paz y hubo comunión entre las dos.

Como la crisálida se convierte en mariposa, en ese instante, Soledad se transformó en Ña Sole y, con solemne simpleza, bautizó a “la colorada” ungiéndola con su propia leche.

La llamó “Mater”.

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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