Es un domingo soleado y estoy en el jardín de la casa de mi prima. Festejamos los cuatro años de Camila, su hija. Un murmullo de risas, gritos infantiles y cada tanto algún alarido, que apura a alguna madre hacia el castillo inflable, musicalizan el lugar. Ramilletes de globos y banderines rosados cuelgan en la galería. Imágenes de princesas por doquier. Entre los invitados hay mamás, papás, infantes… y yo.

Es el universo Bazzoka y yo me vine toda de negro. ¿Acaso pretendía pincharle la ilusión de un mundo encantado a estas pobres criaturitas? “Miren, pequeñas ilusas, así quedé después de esperar durante años a que me rescate el príncipe y su condenado corcel blanco. Sépanlo. No van a encontrar más que viles sapos. A mí me volvieron un ser oscuro y maléfico, en la bruja solterona que aparece en sus cuentos. JA. JA. JA Y ustedes terminarán igual JA. JA”.

Bue, creo que llegó la hora de empezar terapia. Pero de todos modos no fue por eso el atuendo. Buscaba algo que combine con el saquito multicolorido, de bordado hindú, que durante doce meses estaré pagando en cómodas cuotas. La pobreza y sus miserias…

Voy por mi abrigo y de regreso me detengo frente a la mesa de comida. Me debato entre agarrar otro sandwichito de miga, probar el brownie de chocolate o pasarme al lemon pie. Se me acerca mi prima por detrás.

—Es aquel —dice, y mira en diagonal mientras hamaca a su hija en brazos.

Alzo la vista e intento seguir su indicación ocular. Doy con un grupo de treintañeros que conversan animados con copas de vino en la mano.

—¿Cuál de esos?

—El de camisa celeste a rayas. Acaba de llegar.

El otro soltero de la reunión (además de mí) no está nada mal. Pelo castaño, despeinado, una sonrisa amplía y labios carnosos. Lleva lentes oscuros y la camisa afuera del jean.

—¿Y? —quiere saber mi prima.

—No sé… No está mal.

—Y es divino, ya vas a ver —da media vuelta y se va.

Finalmente me decido por el lemon pie. Sirvo una porción en un plato de loza blanca y encaro para un sillón desocupado. En la mesa baja frente a mí, un nene de unos dos años se entretiene pasando bebidas de un vaso de plástico a otro. Parece concentrado, pero temo que en cualquier momento le falle el pulso y se le venga todo abajo. Miro mi saco, me acaricio el brazo y decido acomodarme, mejor, en el otro extremo del sillón.

El movimiento es justo a tiempo. Tras el estruendo, el nene se queda por un segundo como pasmado, cubierto de un líquido anaranjado. Me regala una sonrisa llena de encías. La madre se acerca alborotada, protestando por la camisa blanca, y lo lleva.

La mesa queda goteando y me dispongo a secar con una servilleta de papel. Siento la presencia de alguien.

—¡Cómo zafaste! —dice el otro soltero y se sienta a mi lado.

Nos quedamos charlando. Me aburre un toque. Somos los únicos singles de la fiesta y siento que todos nos miran. Me incomodo. Intento pescar a los mirones, pero no engancho a ninguno. Cada quien en lo suyo. Que triste, a nadie le importamos. Formemos un grupo, levantemos nuestra bandera, manifestémonos mostrando las tetas… Ah, no, eso era otra cosa.

Cuenta hazañas con su grupo de amigos y pienso que es un idiota más inmaduro que yo. “¿Ves cómo sos?, ¿qué tiene de malo el pobre chico? Mirá qué lindo es. ¡Al final no hay nada que te venga bien!”, me reta mi voz interior. Trato de defenderme, pero insiste: “No des tantas vueltas. Son lo que queda. Por algo será. JA. JA. JA”. Quiero llorar. Aprovecho que un amigo lo viene a saludar para escabullirme.

Me meto en un grupo de mamás entre las que veo a mi prima. Una de las mujeres dice:

—La maternidad le dio sentido a todo. Y no es que antes la pasaba mal, eh. No, siempre fui de divertirme. Pero después de mi primer hijo me di cuenta de que antes mi vida era súper vacía.

Manoteo una copa de vino de la mesa. Tomo un trago. Uy, noto que todas toman gaseosa. Tomo un trago más largo y después hago como que me confundí de vaso y cambio por otro, sin alcohol. Igual, decido que mejor vuelvo con el soltero. Lo busco con la mirada, pero ya no lo encuentro.

—Sí, tal cual. A mí es como que los astros se me alinearon. No sé, ayer por ejemplo, agarramos al nene y nos fuimos los tres a andar en bicicleta… Terminamos con un picnic en el parque. Fue un momento sublime. Antes todo era frivolidad. Y no digo que esté mal, eh, pero es bueno sentir que a esa etapa ya la pasé —dice otra.

—Y sí… ¡Ojo! igual te digo que te admiro. No sé cómo te aguantás los viajes de Tomás—ataca la ex vacía—.Yo no lo soportaría… Además viste que él es muy canchero…Seguro que las minas se le tiran encima.

Ante la posibilidad de que me atraviese alguna bala perdida, decido que llegó la hora de retirarme de la reunión y voy en busca de mi cartera. De camino, veo a una nena que va directo a la pileta. ¿Se tira? Capaz sabe nadar. Pero está vestida. “¡¡¡Cuidado!!!”, grito para alertar a algún adulto padre o madre que se haga responsable, pero justo suben la música y nadie me escucha. Corro hasta el borde. La nena aletea en el medio de la pileta. Me subo la manga del saco y le estiro el brazo. Le digo que se prenda, pero no me hace caso y sigue con los manotazos. Intento agarrarla pero no la alcanzo. Busco la mirada de algún adulto, pero no doy con ninguno. Me estiro un poco más, pero no llego. Me doy por vencida y me paro. Me desabrocho el saco, lo tiro a un costado y después sí, al agua pato.

Deposito a la nena en tierra firme. Quiero hundirla cuando veo mi saco sumergido en un charco de barro. Está arruinado y todavía me quedan once cuotas por pagar. “Tiene obsesión por las piletas”, me dice la mamá mientras yo, con la mano en cucharita, junto agua y le tiro al bordado, sin ningún resultado.

Me enojo. Cara de orto. No finjo. Que se de cuenta. No me importa. Me da culpa. Me arrepiento. Se me pasa. Y bueno, supongo que rescatar a la niña vale más que cualquier saco, por mucho que se haya invertido en él. Mi reflexión zen me reconforta. Algo es algo. Igual hubiese preferido mi saco, o arruinar otro más barato.

Helada y con ropa prestada manejo rumbo a casa. En el semáforo leo un mensaje. Es el soltero, se llama Lucas. Amago a borrarlo, pero… lo dejo.

Sobre El Autor

Es periodista y trabaja en un diario, pero sólo escribe los obituarios. Sueña con ser escritora. Es una eterna enamorada del amor, pero tiene más de treinta y sigue sola. Después de su segunda separación decidió retomar un hábito que había abandonado en la adolescencia: arrancó un diario personal. Bueno, en realidad un blog, en el que cuenta sus aventuras y desventuras amorosas, entre otras intimidades. Quería ponerle un nombre y pensó en algo que resuma su historia: “Me quiere, no me quiere”, se dijo. Aunque claro, su vida no es la de una chica que deshoja margaritas. Pero, fanática del amor romántico, decidió pasarlo por alto.

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