Salta en ropa interior y advierte que el dinero hay que ponerlo en su cuerpo, donde cada uno guste. Ese modo eligió Candelaria Sabagh para pasar la gorra en el final de su performance La frutilla de tu postre que presentó el 7 de diciembre pasado en Laboratorio Marte. La propuesta se inserta en un proyecto mayor, la mención de la bio-performance dentro de una obra de teatro.

Con esta presentación la directora, dramaturga y docente de semiótica para la UNA, cerró el año 2016 ante un público numeroso conformado por amigos muy íntimos, conocidos, alumnos y una minoría de desconocidos. La propuesta se desarrolló el rededor de una Candelaria que cambió su lugar con respecto a la escena que desde hace mucho construye, frente al público, de cara a las luces.

Durante el 2016 la líder de la compañía teatral Amarillo En Escena Trajo Mala Suerte- que este año cumplió sus quince- se propuso reponer casi todas sus obras. Así, el público tuvo la oportunidad de reencontrarse con Ego, Residencia Canterville, No más Zzz…, Zoom in 90´s, con elencos casi intactos.

Luego de un año intenso cerró este ciclo entregándose a nosotros, los espectadores, como lo más delicioso en un postre, la frutilla del final que comeríamos al principio. Deseable ha sido siempre verla expuesta, para esta oportunidad en la escena ,y para mejor, poniéndole el cuerpo. Y bien que lo puso. Trabajó sobre los temas que la convocan a militar en la actualidad: el teatro, el cannabis, las formas de vínculo, su salud, su pasado, sus proyectos a futuro, con una línea de acción de necesarias desprolijidades que resultaban orgánicas al show.

Ahora sólo resta esperar a ver cuál será el desarrollo de este proyecto inmenso que es el teatro de esta niña bonita de la escena amarilla que quiere seducirnos y relajarnos para luego sacudirnos con sus procedimientos.

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¿Por qué el nombre de la compañía y cuál ha sido el camino que recorriste como directora y dramaturga de la misma?

“Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte” es el nombre con el que nos rebautizamos hace unos años. Formé esta compañía/grupo en 2001. Luciana Di Tella, Cali Rogers, Agustina Benedettelli y yo fuimos el núcleo “original”, al que se sumaron muchos más. Originalmente se llamaba “Amarillo en Escena” a secas, la idea era hacer jugar algo que prácticamente todo agente en el campo cultural conoce como la gran superstición del teatro: la maldición del color amarillo. Dicen algunos estudiosos que Molière murió durante una representación vistiendo de pies a cabeza esa irritante tonalidad. Incluso antes de ese episodio, durante la Edad Media, el amarillo ya simbolizaba la traición: de ahí que la capa de Judas suela presentarse en las obras renacentistas pintada de este color “maldito”. Nuestro deseo era coquetear con la idea de “tentar a la suerte” yendo en busca de eso que parecía ser lo que todos deseaban suprimir: la abominación de un fracaso seguro.

Los miembros fundadores de “Amarillo en Escena” coincidíamos en que había una tendencia entre las obras más festejadas del “off” (las que se programaban en festivales, teatros oficiales, recibían subsidios, amplia cobertura en la prensa, etc.). Esta tendencia era la de operar de manera “seriada”, como siguiendo modelos de representación que sólo un puñado de directores/dramaturgos habían producido desde sus singularidades para verse luego replicadas en incontables ejemplos de copias sosas que de manera pasiva se esforzaban por mimar las poéticas de los creadores “de punta”. Me acuerdo que esta situación me fastidiaba particularmente, sentía desesperación cuando veía y escuchaba a la pequeña masa de teatroconsumidores de aquel entonces aplaudir y festejar cualquier repollez mientras dejaban caer certeros juicios de valor al estilo de: “es un trabajo fenomenal.” -¡Pero si en el minuto cinco yo ya me encontraba tanteando si acaso haya tenido la fortuna de recibir un programa de mano con uno de los lados del papel filoso, como para rebanarme las muñecas y así evitar la horita y media restante de agonía inexorable que tenía por delante! Era eso o jugar a calcular cuántas veces se usaría cada tacho durante la representación…

Para mí la falta de originalidad en los sistemas de representación siempre fue algo que francamente padecí como espectadora. Verificar una y otra vez cómo había impregnado esa suerte de “bartolomodulismo”, que era la técnica de actuación más festejada en aquel momento (y todavía hoy, para muchos…) Emociones y verdad completamente desterrados de gran parte de la escena. Cacería de brujas ante cualquier atisbo stanilavskiano. Celebración ciega de toda forma de hermetismo o también pasión por la sensibilidad prefabricada de “la familia disfuncional argentina”. Despreciaba todo el pack. Jamás tuve estómago para el lobby, no recuerdo nada en quince años con lo que yo haya tenido que “transar”, aunque sí sucedió que me vi obligada a registrar en contra de mi voluntad en Argentores a «No Más Zzzzs», una obra que trataba sobre la propiedad intelectual y que originalmente era Creative Commons. Después de intentar por todos los medios conseguir una sala que se animara a estrenarla en ese formato de registro, viendo que no hallaba ninguna, tuve que ceder allí. Una pena, porque Zzzzs era la primera obra en idioma español de Propiedad Intelectual Liberada. Hay un pequeño texto al respecto: «Teatro y Copyleft» compartido en algún blog que cuenta el suceso.

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¿Cuáles son, si los hay, los temas recurrentes que te convocan y te han convocado a crear?

Bueno, en parte mis obsesiones se forjaron como una especie de mecanismo de defensa ante lo que me ponía triste. Ya de muy chica (8 años) escribí mi primer guión. Como todo lo que hice después, eso ya era una pequeña trampa. La obra parecía tratarse de unos pitufos que buscaban un tesoro en el bosque pero en realidad había una simpática alusión a la directora del colegio que era muy represora. No se la nombraba pero su presencia estaba escondida ahí, en los vericuetos del pequeño conflicto. También inventé una vez en una obra que hicimos en el secundario un coro de “Señoras Horrorizadas”, que aparecían y básicamente se horrorizaban ante cada cosa que pasaba. Mis compañeros, algunos docentes y unos pocos padres sabían muy bien lo que representaban: eran las famosas “Madres Kiosqueras”, un grupete de señoras muy paquetas que hacían trabajo voluntario en el colegio y kermesse de beneficencia. Malas y chusmas como los personajes que construí a partir de ellas. Creo que siempre se dio un poco así. Cuando reconocía algo de mi pequeño mundo que me lastimaba, que encontraba injusto, insensible o vulgar, ahí se disparaba la creatividad.

Al llegar a Buenos Aires desde Córdoba para formarme como directora, ensimismada como estaba en la actividad teatral como todo buen estudiante apasionado, encontré un océano de mezquindades odiosas para fomentar mi necesidad de ponerme a crear. Me alimenté de la incapacidad que encontraba en esas formas bienpensantes-del-off para poner un pie en la realidad. De la falta de compromiso con el mundo, del desinterés por las ideas (filosóficas, políticas, estéticas) y la falta de riesgo en apostar por algo que pudiera fallar pero que al menos fuera alguna especie de intento por producir algún efecto sobre lo real. Yo vengo (y sin dudas permanezco) de/en la filosofía. A los argumentos posmo-relativistas me los sé de memoria. Te seducen cuando estás en el segundo cuatrimestre del primer año de la carrera. Son convincentes y ruidosos como protesta de adolescente. Pero son cobardes, mezquinos, ladinos. Así que especialmente molesta me resultaba esa tan oportuna y cicatera noción de que “como todo teatro es político, si me abstengo de caer en la representación lineal e icónica, y considerando que somos gente muy sensible los artistas, pues entonces ya formamos parte de lo políticamente-liberador del orden establecido, porque jugamos con las formas”. Un balde necesitaba cada vez que escuchaba decir eso. Esa cantinela me enervaba sobremanera y todavía lo hace. ¡Y encima veía que el público elogiaba cualquier aventura formal, por más monótona y semióticamente previsible que fuera, siempre y cuando se hallara instalada/legitimada en el medio teatral! ¡Qué rebaño tan especial me resultaban esos seres!

Sacudir estantes firmes y estables fue siempre algo que me convocó. Desde chica fui muy reacia a tolerar el orden oficial. En mi casa, en el colegio, en la biblioteca, en el grupo de teatro, en las piyamadas, en el viaje de estudios, en la facultad, adentro de un avión, como visitante o como local. Siempre milité la singularidad del acontecimiento por fuera de los trazos impuestos como ley. En ese sentido, con “Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte” fui muy feliz: estar allí, formar parte de ese delirio infructífero que representaba la decisión consciente de rechazar todo lo que unánimemente se celebraba y abrazar aquello que nadie deseaba tener, me hacía feliz. Supongo que mi infantilismo bipolar siempre estuvo a la orden del día en todas mis conductas. En fin. Así fue que empecé a definir nuestro grupo como una “compañía de teatro erótico-político con verdad”. A la actuación formalista vacía de emocionalidad, la atacamos con una búsqueda de verdad escénica sin miedo. A la glorificación de la excentricidad de los cuerpos retorcidos y rostros exóticos tan caros al bartoloposmodernismo, empecé a oponerme con una positiva loa escénica a la belleza del/de la actor/actriz, la cual no sólo no buscaba esconder sino que exaltaba y festejaba sin tapujos, especialmente atendiendo a nuevas formas de hacer emerger lo bello, lo femenino, lo erótico, todo lo cual vino a parar en el parafraseo a Gadamer y nuestro “Habitar libremente la belleza”, que pasara a ser una suerte de slogan de la compañía. A la escena oxidada y oxidosa, raída, repleta de objetos kantorianos que pululaba en los espacios de ficción que solía encontrar, le respondía con espacios minimalistas -aunque jamás beckettiano-wilsonianos (otro mal que había pegado fuerte por acá: el conceptualismo autorreferente y la repetición ostentosa como procedimiento central)-. Si los otros teatristas ensayaban en cuestión de meses cada trabajo, nosotros nos tomaríamos tres años para producir cada espectáculo. Mientras que todos armaban carpetas para subsidios, “Amarillo en Escena” hacía fiestas, vendía tortas o simplemente poníamos plata de nuestros bolsillos para hacer las delirantes/multitudinarias experiencias teatrales que nos supieron caracterizar y llevar a la bancarrota tantas, tantas veces. Porque nuestros espectáculos, además, siempre fueron suntuosos y rentables jamás (de esto pueden hablar mejor Cali Rogers o Matías Brusa, que se pusieron ambos las apretadísimas calzas del devenir-productor-amarillo en más de una ocasión). Lo político siempre fue mi verdadera pasión. Las causas por las que militaba, ideas-motores que echaban la inmensa máquina a rodar. Nuestro teatro era erótico porque las obras engatusaban, atraían, seducían desde lo formal/argumental/afectivo, engañaban desde la piel para luego volantear hacia el statement abierto, el enunciado claro y directo, la “bajada de línea” maldita, la que todo buen hijo del retorno de la democracia se había dedicado a despreciar.

La compañía tuvo ese núcleo duro Rogers-Di Tella-Benedetelli-Sabagh, pero también nos hicimos de un enorme grupo de integrantes satelitales que vinieron, repitieron y volvieron por más. Llegamos a trabajar más de cien personas en la compañía, unas cincuenta y pico fueron los elencos (Sofía Mendizábal y Julieta Brito se convirtieron en actrices fetiches como Di Tella y Benedettelli.

Francisco Vocos, Sebastián Vitale, Martín Brunetti, Emilia Sánchez, Nelson Ansiporovich, Celine Brasseur, Wenceslao Tejerina, Hernan Oviedo, Malena Pérez Bergallo, Benjamin Martínez y Nacho Frick perforaron todos ellos en los elencos por su multiproducción y reincidencia amarilla. También el cine de Agostina Guala y el vestuario de Lara Sol Gaudini sentaron una marca registrada en la compañía, como las animaciones de Sol O Fulana y las visuales de Pejo Bob. Los compositores y músicos que trabajaron con nosotros –muchos para nombrarlos- también aportaron una impronta singular. ¡Los actores fueron muchos muchos más!). Los argumentos vertiginosos y atrapantes giraban tan rápido como las propias peripecias que la compañía permanentemente sufría en “la vida real” mientras nos sacudíamos entre tanta actitud-palermitana-punk. Los eventos desafortunados fueron un poco buscados (no le iban a dar subsidios a una obra que militaba abiertamente contra los derechos de autor restrictivos que impone Argentores, obviamente; tampoco una sala decorosamente legitimada iba a querer tenernos en su programación jamás, claro está) y un poco enviados por los dioses (un actor protagonista que se quiebra tres huesos del tobillo y se desgarra dos músculos en el ensayo general de una obra después de tres años de ensayos, una deuda contraída en oro para solventar gastos de producción justo minutos antes de que el oro se dispare sin precedentes y sin más, dos volcanes -¡dos!- que en distintas oportunidades entran en actividad cuando aterrizamos en las ciudades donde nos presentamos durante giras internacionales, y muchas más). Como sea, al visibilizar con el “Trajo Mala Suerte” nuestro nombre, nada cambió. La yeta siguió igual. Así que junté al grupo y bregué a favor de hacer lo que se suele recomendar: bandera del fracaso. Militancia por la pérdida. Orgullo por la invisibilidad. Por el riesgo del camino que a pesar de hacerse al andar no deja ni siquiera estelas en la mar.

Y eso resultó ser lo que más obsesivamente me convocó a crear: el riesgo, arriesgar siempre más, apostar por lo que seguramente tenía que salir mal.

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¿Cómo ves tu evolución tanto dramatúrgica como en relación a la dirección, a lo largo de estos quince años?

No creo haber vivido algo así como una “evolución” como directora/dramaturga, sino la necesidad de decir sobre diferentes cosas en momentos distintos, y de hacerlo apelando a cuanto recurso/procedimiento haya podido imaginar/producir/manotear.

En “Chicas Cosmo” trabajé el cinismo de la fiesta menemista y jugué con la mueca a ese género de “la familia disfuncional argentina” (2004) cuando apenas incluso nacía el género. Después vino “Ego” (2008) y la vertiginosa “pseudo-obra de tesis”, que multiplicaba sus posibilidades en la matemática de cada tiro en la mesa de un pool que se mordía la cola. Con esa obra me propuse desenmascarar la tara idiota de los teatristas por su propio ombligo, a partir de un superlativo juego de “autorreferencialidad” que, además, fue el tema de mi tesis en la Licenciatura en Dirección en U.N.A. Más adelante estrenamos “No Más Zzzzs” (2012) y allí llegó la apuesta explícita por el derecho del pensamiento a fluir en libertad, sin sujetar la palabra a la propiedad intelectual restrictiva (obra optimista en enunciado y enunciación COPYLEFT, utópica, producto de un momento en el que ingenuamente creí que una verdadera Revolución Latinoamericanista era posible…). Unos años después estrenamos “Ofiuco” (2015), obra maldita entre las malditas. Una banda de rock/grupo-performático de chicas que ostentaba un juego que coqueteaba con la idea de múltiples sujetos de la enunciación. Doce puntos de vista (uno por cada signo) negociando el libreto de su propia realidad. Un oxímoron, una falsa autobiografía ficcional con la insólita/poética pretensión de escapar a la posmodernidad. Realidad y ficción siempre se alimentaron recíprocamente en mis trabajos, pero jamás tanto como con la banda-de-chicas-que-soñaban-con-ser-descubiertas-y-no-querían-estar-iluminadas-con-focos-fuertes-porque-la-celulitis-se-hacía-muy-obvia-en-el-escenario. Supongo que la atracción de un teatro erótico por donde se lo mire también atrajo hacia la compañía a algunos puñados de actrices que no resultaron tener tanto compromiso con la Libertad del Pueblo Palestino (uno de los tópicos de la obra) pero sí con el outfit de los vestuarios, la foto del flyer y el glamour de un camarín con caloventor. Y luego, a partir de dos Proyectos de Graduación de la Licenciatura en Actuación U.N.A. que dirigí años anteriores, “Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte” se ensambló con los elencos originales y, con nuevas dramaturgias elaboradas para la ocasión, sumamos al repertorio amarillo a “Zoom in 90´s” (fiesta menemista, esta vez en el contexto contemporáneo del ascenso definitivo de la derecha global) y “Residencia Canterville” (un pseudo-infantil musical y político). En este año de festejos (de tendencia endogámica como siempre, ya que tampoco ahora hubo prensa) repusimos varios trabajos en una vorágine de ensayos para los cuales tuvimos a algunos actores invitados. Éstos se tornaron unas veces extasiados y otras a su pesar en “malditos amarillos”, ya que pasar por la compañía te convierte necesariamente en uno de nosotros, aunque se nos quiera olvidar. Somos como boy-scouts: de acá no salís más. Con apenas unos trazos desde la dirección, este año salieron los elencos a hacer lo que creo ha sido el fuerte de “Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte” siempre: jugar vertiginosamente en una escena cambiante de intensidades múltiples.

Si en algo creo que sí puedo decir que “evolucioné”, es que ya no me hago más mala sangre por lo que no puedo controlar. La poética de la compañía siempre ha sido el deleitarnos en una fiesta de signos, un atentado-político-erótico-de-belleza-en-libertad-con-verdad-bastante- punk-y-sin-miedo-a-soñar. Era fundamental para la posibilidad del sentido utópico y la fuerza heurística de los mundos construidos en la escena de “Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte”, el creer en la posibilidad de un cambio real en el mundo. Perdido este faro, no me queda mucho más que decir: “Un gusto, todo muy rico, nos vimos y ya”.

Si algo ha sido esta experiencia eso es extraordinaria por donde se la pueda recordar.

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¿Cómo surgió la idea de hacer la performance “La Frutilla de tu Postre” que presentaste en Laboratorio Marte el 7 de diciembre?

Lo que llegó fue la necesidad. Hace ya varios años trabajo en un material al que le vengo dando varias vueltas. Es una obra que asumí como un desafío en una de las clases de Dramaturgia en la Maestría en Dramaturgia de la U.N.A., con Alejandro Tantanián. Me debatía entre trabajar un material épico-monumental al estilo “No Más Zzzzs” o alguna obra que fuera “icónica y realista, de perfil comercial” y mi profesor me aconsejó ir por la segunda opción. Justo en aquel momento yo iniciaba una relación que resultó muy conflictiva. La relación aquella comenzó a raíz de que (quien fuera después) mi pareja, me invitó a escribir algo con/para él, para que él pudiera actuar. Esa obra se llama “Fuego de Dragón sobre Dragón de Madera”, y es una suerte de autobiografía autorreferencial comedia dramática de dos personajes (“Él” y “Ella”) y aunque muy inteligente, llena de golpes de efecto y de perfil típicamente comercial. La obra juega justamente con la situación de estar siendo escrita desde adentro del sistema por Ella para Él. La primera versión está terminada pero la relación continuó muchos años más. Y hubo una serie de peripecias cuya fuerza dramática me es imposible no incorporar. Ya lo dije: cuando la tristeza es grande, las musas me obligan a salir a trabajar. Para hacerla corta y evitando entrar en detalles (ya que son el alma de la obra, que este año tengo pensado empezar a ensayar), diré que el personaje de Ella entiende en un momento que tiene que hacer una performance en su verdadera vida, su “vida real”, para así poder incorporarla luego como una escena-dentro-de-la-obra. Así es como la performance “La Frutilla de tu Postre” es a la vez una suerte de despedida de toda una manera de hacer teatro, la que conocí como directora de la compañía “Amarillo en Escena Trajo Mala Suerte” y al mismo tiempo es efectivamente una performance que, además, no deja de ser parte de una dramaturgia futura, ya que la perfo -como dije- es a su vez una futura escena de una obra que aún no acabo de cerrar. En “Fuego de Dragón sobre Dragón de Madera” hay elementos autobiográficos como el diagnóstico de mi bipolaridad y situaciones personales muy fuertes que me involucran no sólo como dramaturga, amante, pareja, artista sino -ante todo- como una mujer que aprende, ya adulta, a caminar.

¿Cómo resultó la experiencia para vos?

Yo todavía no termino de caer respecto a lo que pasó esa noche. Continúo recibiendo devoluciones, comentarios, mensajes de gente conocida y que jamás había visto antes también. Creo que pasó algo entre los que estuvimos ahí, que experimentamos una suerte de participación colectiva, de pequeñita comunidad. No termino de entender si eso tuvo que ver con el afecto que evidentemente circulaba, o con la apertura de poner el cuerpo y desnudarme… No sé. Un amigo director en quien confío mucho me dijo que había “conquistado el respeto hasta de los más duros del palo”, por eso de animarme a saltar a la pileta sin más (yo no soy actriz y jamás había actuado más que en pequeñas cositas en la escuela). Lo cierto es que fue arriesgado. Fue vertiginoso. Las palabras “auténtica”, “poderosa” y “hermosa” son las que más me dijeron las espectadoras más jóvenes. Algunas actrices que han trabajado mucho conmigo estaban emocionadas de ver “cómo pudiste estar presente de la manera que siempre nos pedís a nosotras” y “cómo hiciste realidad la teoría”, algo que fue un mimo al alma de escuchar. La verdad que resultó más de lo que esperaba. Para mí fue una experiencia de mucho valor. Sobre todo por lo que me significó en términos de lo personal. También me divertí mucho anunciando que “de ahora en más hago teatro de derecha”. Algunos no lo creen, y aunque la performance resultó obviamente un acontecimiento político con una perspectiva de género singular, yo siento que algo de esto es real: que he dejado de creer con la fuerza que creía en algunas cosas y ahora quisiera, al menos, intentar un poquito saber cómo se siente hacer teatro para relajar.

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¿Por qué para vos “el valor de un sistema radica en el grado de caos que pueda tolerar sin estallar”?

La frase es de Deleuze. Tiene que ver con entender que las situaciones no se definen por sus esencias sino por las relaciones que se establecen entre sus términos. Si algo resiste y perdura a pesar de los incendios, las tormentas, los terremotos, las contingencias, si brota el retoño de la podredumbre, entonces eso tiene valor porque permanece aunque no es idéntico. Es múltiple y vital, produce y afecta, atraviesa y está ahí, aún sin ser más aquello que alguna vez fue.

¿Cuáles fueron tus lecturas fundacionales?

El primer libro que me afectó profundamente fue «La Náusea», de Sartre. Papá me lo regaló cuando tenía 15 años y desde entonces respiro existencialismo 24/7.

A Nietzsche lo leí por primera vez a los 18, me entusismaba pero recién sentí que podía reírme con él más bien al final de la carrera de Filosofía, cuando había desarrollado una comunión ya bastante fundada con el desprecio del viejo Friedrich, con quien compartía -además de la pasión por deschavar vulgaridades impuestas- el deleite por el patinaje sobre hielo y el amor por la naturaleza y el vitalismo todo.

Como lecturas amenas siempre adoré a John Irving y Kundera.

Papá y yo sostenemos que Nabokov es inmenso desde mucho antes de que la academia empezara a reivindicarlo, «Ada o el Ardor» es mi novela preferida de entre todo lo ruso que conocí.

Creo que Aristófanes me hizo reír como ningún otro dramaturgo que haya leído.

Adoro a Eco a veces.

Borges es a lo que siempre vuelvo, aunque me entristece esa ideología.

Últimamente ando con Spinoza.

Rilke me persigue.

Pero hace tres veranos que me la paso encerrada escribiendo una tesis de la Maestría en Dramaturgia y lo cierto es que ya no recuerdo lo que se siente leer por placer.

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Fotos de estudio: Hernán Oviedo

Fotos de la performance en vivo: Florencia Hanna Ciliberti

Visuales de la perfo: Omar Pejo Bob

Sobre El Autor

Nació en 1986, rata porteña del sur de la ciudad. Trabaja desde hace doce años en Museo Nacional de Bellas Artes, en la actualidad como educadora. Es profesora de teatro y se forma como Docente en Lengua y Literatura.

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