Me adelanté y golpeé la ventanilla con el puño como si fuera una puerta cerrada. Desde el interior, su mano dibujó en el vidrio empañado una cara sonriente. Detrás de los puntos que eran los ojos, estaban sus ojos; y detrás de la medialuna que era la sonrisa, estaba su boca. El resto de su cara aparecía como borrada por una bruma.

Estiré mi mano justo cuando el micro cerraba las puertas y comenzaba a moverse. Repasé con el dedo la sonrisa del dibujo y me obligué a sonreír.

–Cuidado en la plataforma –gritó el empleado que había cargado las valijas.

El micro comenzó a retroceder con estruendo de motor y chapa vibrando. Una nube de gasoil me hizo toser y se me llenaron los ojos de lágrimas. Me di vuelta y me escondí en la bufanda. Por algún motivo, quería demostrarle que todavía podía alegrarme por ella.

Cuando me recuperé, el micro ya había terminado su marcha atrás y se había detenido en el playón de maniobras. No entendí qué estaban esperando. El chofer tenía una planilla sobre el volante y estaba escribiendo algo. Agradecí cada instante de ese retraso.

La busqué. ¿Qué asiento tenía? Ahí estaba la cara que me sonreía desde la ventanilla. La cara dibujada en el vidrio empañado. Pero detrás de los puntos que eran los ojos, solamente habían las sombras del interior del coche. Y detrás de la sonrisa, el movimiento de alguien que no acababa de sentarse.

Me acerqué unos pasos y traté de enfocar la vista a través del vidrio casi opaco. Me pareció adivinar su perfil. Me pareció ver que tenía los ojos cerrados, como si ya estuviera a mil kilómetros.

Volví a golpear el vidrio. Sus ojos negros aparecieron en los puntos que eran los ojos de la cara sonriente dibujada en la ventanilla empañada. Y su boca apareció detrás de la sonrisa del dibujo. Se abrió y se estiró en la mímica de tres sílabas.

–No te escucho –levanté los hombros.

Repitió los gestos. Por un momento me pareció que dijo te amo.

–No te entiendo.

Otra vez la misma frase. ¿Cuidate? ¿Llamame? ¿Matate?

–No te entiendo.

Los frenos soplaron la despedida y el micro empezó a avanzar.

–No te entiendo –dije apurando cuatro o cinco pasos junto al vehículo.

Pero los ojos de la cara sonriente dibujada en el vidrio empañado ya estaban vacíos. También la sonrisa.

Sobre El Autor

Darío Seb Durban nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, un año maldito de la era de plomo. Cursó varios estudios, ninguno digno de mención, y se empeñó en no terminar ninguno. Entre los años 1995 y 2006 estudió música informalmente y compuso canciones y poesía jamás oídas. Entre los años 2001 y 2007 se desempeñó como dramaturgo en la compañía teatral Crisol Teatro, estrenando cinco obras entre las que se contaban Las noctámbulas, Factoría y Zozobra. A partir del año 2012 participó talleres literarios, donde se avocó a explorar la voz de distintos narradores, nunca encontrando la suya propia. Hoy trabaja de forma inconsecuente en industrias no literarias, y ocasionalmente escribe textos que reproducimos en Evaristo Cultural.

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