Enrollada la alfombra roja, despedidas las visitas ilustres y acallados los rumores que cualquier acontecimiento de tal carácter despierta, se puede ensayar un balance más sereno de lo que ha dejado, por exceso o por defecto, el recientemente finalizado 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
No hay cinéfilo (por más apasionado que sea), periodista (por más disciplinado que resulte) ni espectador (por mejor salud que tenga) capaz de abarcar en un par de semanas (en este caso, del 18 al 27 de noviembre) la friolera de más de cuatrocientas películas, algunas de las cuales, como era de prever, se exhibían en horarios superpuestos. Estos dos cronistas asistieron a muchas, se perdieron algunas y se arrepintieron de ver otras; es lo que sucede en cualquier Festival.
Se pudo advertir, en principio, un predominio del documental sobre la ficción, e incluso alguna obra propuesta como ficción que termina revestida con las formas del documental. La noche, del argentino Edgardo Castro, se plantea como la radiografía implacable del universo nocturno de cualquier ciudad populosa (de Rosario a Buenos Aires, por remitirse tan sólo a la geografía argentina); resulta ser una reiteración de espasmos sexuales e ingesta de drogas. Transgresora, sin duda, pero la transgresión también puede llevar al más abierto de los bostezos y no alcanza para conformar una obra de arte. El vecino alemán, realización conjunta de los argentinos Rosario Cervio y Martín Liji, trajina el tema del juicio a Adolf Eichmann y, por extensión, el tópico del genocidio nazi, y lo trajina de modo cansino y particularmente lento, sin agregar nada a lo ya visto o leído en un libro como La banalidad del mal.
Con Ensayo de despedida, la argentina Macarena Albalustri, en el marco de una producción de una acentuada y ejemplar austeridad, logra desarrollar, con algunos toques de audacia, el inveterado tema del duelo, la espinosa cuestión de cómo despedirse, cómo enunciar y procesar los adioses definitivos.
Los sentidos, de Marcelo Burd, se centra en la localidad salteña de Olacapato para poner de relieve la cotidianeidad de un matrimonio de maestros rurales a cargo de cuarenta y cinco chicos; una observación rigurosa que tal vez no suscite el asombro, pero que tampoco tiene nada para desdeñar. Adán BuenosAyres. La película, del argentino Juan Villegas, es una muestra cabal –aunque, seguramente, indeliberada- de que siempre es más recomendable la lectura de una novela que su versión cinematográfica, por más que ésta dure apenas cuarenta y cinco minutos.
Los Nadie, del colombiano Juan Sebastián Mesa, es un retrato de la marginalidad en las calles de Medellín: drogas, grafitis, autodestrucción, excesos…; todo aquello que se sabe, pero que no está mal contemplar de cerca, por mediación de una cámara que se muestra afortunadamente inflexible.
La paraguaya Paz Encina exhibió, al menos en el registro del documental, lo que tal vez haya sido el mejor testimonio del Festival: Ejercicios de memoria, que a partir de la reconstrucción de la figura del doctor Agustín Goiburú se extiende a la dictadura de Stroessner con una estética de singular eficacia y una metáfora –la del río- que atraviesa toda la película y la resignifica: en el agua todo fluye, incluso la memoria de la especie.
En el rubro ficcional, La reconquista, del español Jonás Trueba, es una historia de amor (o de pretendida, y finalmente frustrada, reconquista amorosa) con luces y sombras, un guión que a veces recae en tiempos muertos para volver a resurgir con cierta tensión, y que recorre desde una mirada madura el tiempo irrepetible del amor adolescente.
Jesús, del chileno Fernando Guzzoni, es una película notable (y curiosamente dejada de lado a la hora de los premios y los reconocimientos) que sin rebajarse jamás a la crasa denuncia o al testimonialismo ingenuo exhibe, con una factura cinematográfica más que ponderable, el comportamiento de un grupo de adolescentes ante un hecho ocurrido en la más despojada realidad: en marzo de 2012, un chico es brutalmente asesinado en una plaza chilena a manos de cuatro jóvenes; Jesús, el protagonista de la película, es uno de ellos.
Lantouri, del iraní Reza Dormishian, es la estremecedora historia de una relación que termina con el hombre (el jefe de una pandilla autodenominada “Lantouri”) arrojando sobre el rostro de la mujer una botella de ácido; para decirlo de modo breve y sin ánimo paradójico: una película inmirable que no se puede dejar de ver.
El filme ganador del Festival fue People That Are No Me (cuya traducción literal sería “Gente que no son yo”), de la realizadora israelí Hadas Ben Aroya; una producción pueril, juvenilista (la realizadora cuenta con veintinueve años y no es una “niña prodigio”) y más o menos irrelevante de la cual se puede hablar por una sola y excluyente razón: fue la ganadora del Festival. Hadas Ben Aroya muestra y se muestra (ya que también es la protagonista de su película) como la encarnación de una generación con profundos problemas para relacionarse, encuentros sexuales azarosos más cercanos a la calistenia que a la cópula, diálogos triviales y cotidianos. Una “película fresca” en relación directa a la edad de su directora, pero un cuarto con aire acondicionado también lo es y no alcanza para erigirse como una obra de arte.
La controvertida Neruda, del chileno Pablo Larraín, y la inequívocamente excepcional Aquarius, del brasileño Kleber Mendonca Filho merecen, con holgura, un tratamiento aparte.
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