Yair Magrino trae en Wonderboy la historia de trasnformación de un joven clasemediero al que le toca atravesar el 2001. El joven migrará para seguir a su mejor amigo, más que en una búsqueda concreta, por un futuro de mejor pasar. Veremos así al súper héroe de videogame devenido jóven que evade la realidad o la sobrelleva como puede, o la construye a paso errático mientras se constituye como individuo.

Es interesante ver cómo Magrino identificará los vicios del sector social más característico en Argentina y cómo sus actos serán la cristalización del pensar habitual porteño. La familia, el amor, el trabajo, el futuro y la vida en comunidad, éticas que nos ilustran como personajes y que aquí se presentan como signo de pertenencia.

En las contradicciones entre sus pensamientos y sus conductas Yair, el personaje, crecerá ante nosotros en cuerpo y espíritu. El recorrido de un héroe antimperialista que se identifica con un videojuego retro.

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¿Cómo nace la historia de Wonderboy y por qué la identificación en el nombre del personaje?

Wonderboy nace como una casualidad. Tenía en mente armar una serie de relatos con Saporitti como eje. Empecé por escribir un cuento con él y el Mago, su padre. En simultáneo salió otro cuento con los mismos personajes. Veía que ambos relatos se alargaban y no terminaba de redondear la idea. En algún momento tuve la idea de unirlos, de ahondar en ese pequeño universo que empezaba a vislumbrar. Fui puliendo las aristas de los cuentos hasta que quedara algo más uniforme y casi sin darme cuenta aparecieron las primeras treinta o cuarenta páginas de la novela.

Después el proyecto de cuentos que gira alrededor de Saporitti y de Wonderboy terminó materializándose en www.apuntesdetaxidermia.com.ar. Salió al mismo tiempo que la novela. Y algo que me resulta interesante: la conversación entre lo analógico (el papel) y lo digital. Los cuentos completan la novela. Y viceversa.

Wonderboy también nace con una inquietud política: los alcances del derrumbe del 2001. Una generación que fue viendo como todo se desmoronaba sin poder hacer nada más que pegarle a una olla, hacer apagones de protesta, mientras un rejunte de cínicos, inoperantes, cipayos, neoliberales y malvados se llevaban lo poco que habían dejado sin robar. Leíamos en los diarios cómo el estado le robaba a los ahorristas, a los jubilados, la educación se caía a pedazos, los científicos se iban. Wonderboy nace de esa tristeza, de la desilusión y de la idea de inexistencia de porvenir. No sólo desde un aspecto económico sin ideológico: ¿en qué creemos cuando no se puede creer en nada?

Lo del nombre fue un tema. A mí me interesaba crear una mínima confusión. Darle un pequeño empujón al verosímil. Es un relato generacional y yo soy parte de esa generación.

Si para Wonderboy la vida es comparable con un videojuego donde la barra de energía vacía es la derrota, ¿qué sería la derrota en su sistema de categorías fuera de la fantasía?

La derrota es alejarse de uno mismo, ignorarse. Es dejar de buscar y de hacer las cosas que nos hacen feliz. La derrota es vivir con miedo. Hay una frase hermosa en un grabado de Goya: el sueño de la razón produce monstruos. Pensar, repensar y corregir sobre el pensamiento nos vuelve inmóviles; sopesamos cientos de alternativas sobre cosas que no ocurren, ocurrieron ni ocurrirán. La derrota pasa por ahí también, por la parálisis.

 

Para Wonderboy es propio de la clase media culpar a los padres, culpar al sistema y por lo tanto no ser un guerrero, ¿qué sería sí ser un guerrero?

Una de las pocas cosas que tengo claras es que siempre, la culpa es de uno mismo. No lo digo desde una lógica judeocristiana, con un látigo en la mano, listo para flagelarme. Pero es mucho más cómodo que la culpa esté afuera, en circunstancias que uno no puede controlar que en uno mismo. Después hay matices y casos particulares.

Me gustaría saber qué es ser un guerrero. Tal vez yo mismo podría convertirme en uno Pero no lo sé. Podría esbozar algunas características ideales. Un guerrero debe estar relacionado con la épica y con la transformación. Pero no la épica de un jugador de fútbol que nace en un lugar humilde y llega a convertirse en el mejor de su tiempo. Ese es el ejemplo que tenemos más a mano en Argentina. Porque ahí, ese guerrero, esa épica, queda incluida dentro de un sistema. Y se transa. Y empiezan las mezquindades. Y un guerrero no vende Coca-Cola o auspicia marcas de ropa que emplean personas del sudeste asiático con sistemas de producción aberrantes. O no debería.

Y otra característica que asumo debería tener es la empatía y la acción. Nos miramos demasiado el ombligo. Nos lavamos la conciencia poniendo banderas de otros países en las redes sociales, llenamos esos espacios con hashtags y conceptos vacíos (ni hablar de la ausencia de ideas complejas), nos indignamos y festejamos desde la virtualidad. La acción pasa por otro lado. Por la calle. Por el otro. Por los otros. Por crear lugares y espacios que sean comunes para mejorar, cambiar el día a día y hacer el mundo un poco más lindo, sin que esos espacios sean plataformas de despegue personal o ligados al ego. Pero hay que mirar con intensidad lo que hay afuera y no tanto las redes sociales.

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Wonderboy será para Yair un alter ego como medio para soportar la realidad, ¿atribuye esta necesidad a una pertenencia de clase, a su condición humana o a qué?

Todos armamos pequeñas ficciones para reafirmar nuestra existencia. Creemos que ciertos valores son los correctos. Creemos que ciertas instituciones son las mejores y las que mejor nos representan. Está en la condición humana. En la novela está exagerado.

Me resulta curioso que en esta era de la humanidad, donde un porcentaje alto (en comparación con otras eras) goza de más comodidades que nunca, aparezcan tantas patologías psicológicas y sociopatías. “Soportar la realidad” es un concepto relativamente nuevo. Tal vez todas esas comodidades y toda la serie de distracciones que tenemos al alcance de la mano nos expongan a cierto vacío y eso nos obligue a soportar. Esa idea también está relacionada con la imposibilidad de cambio. Si el mundo es así, no me gusta y no puedo cambiarlo, lo soporto. Y para sobrellevar esa carga aparecen las drogas recetadas y las lúdicas, el alcohol, las ludopatías, los ataques de pánico, la ansiedad, la pornografía, las redes sociales, el consumo compulsivo de series y películas. Son berretines de las grandes ciudades. Estoy convencido de que el contacto con la naturaleza disminuye considerablemente todas esas cosas. Es el gran psicólogo que hemos perdido y reemplazado por cemento y asfalto y cosas que se enchufan.

Me interesa una reflexión sobre la crítica al consumo que hace la Fiera, las deserciones de sus miembros y el fin de esa etapa para el protagonista, ¿por qué las prácticas “revolucionarias” no se sostienen en el tiempo? ¿por comodidad?

Las revoluciones no están hechas para durar. Vienen a sacudir un poco la estantería de lo que está hecho, se recuperan o se ganan derechos y poco a poco se asientan, y las cosas vuelven a funcionar más o menos como antes. La revolución francesa ha sido un gran fiasco escudado en la libertad, igualdad y fraternidad. La burguesía, al poco tiempo de cortada la cabeza del rey, asumió su rol. Ya no mandaba un heredero de Dios, mandaba el poder económico. De todos modos: menos mal que existen las revoluciones. No sé qué seríamos sin ellas. Por ejemplo: hace poco leí que un porcentaje alto de latinos votó por Trump. Esos latinos lucharon durante muchos años para obtener derechos y responsabilidades. Y con los años, generaciones posteriores, creyeron que esos derechos se dieron por generación espontánea. Y esos mismos latinos veían en los latinos del otro lado de la frontera una amenaza hacia su status. Lo que falla es la conciencia histórica. No creo que se trate de comodidad. En las revoluciones se juega a cara o seca. Se cambia o no. Y el hombre es conservador por naturaleza. El cambio permanente es lo que ahuyenta.

Y con respecto al fin de la etapa, las deserciones y el consumo: hay un capítulo de Black Mirror en el que los jovenes pedalean bicicletas que generan puntos. Con esos puntos se canjean diversos bienes (comida, entretenimiento, etc.). Uno de los bienes más caros es un ticket que les posibilita participar de un casting para mostrar su talento. El protagonista llega hasta ahí y hace un descargo crítico sobre su mundo. Finalmente termina siendo parte de un show televisivo. La transgresión se compra y se vende. Hay algunos que tienen precios más caros que otros. En la novela aparece eso. El sistema termina seduciendo a miembros de La Fiera que parecían inamovibles. Siempre quedan los leales, los incondicionales. Son muy pocos.

Los horrores de la historia son literatura para el protagonista y para muchos, ¿para qué sirve su estudio si la experiencia por lejana resulta ajena e irreal? 

Son literatura para el personaje pero al mismo tiempo no lo son. Es necesario el pasado. Escucho siempre que desmenuzar la historia nos protege, en cierto modo, de cometer los mismos errores. No creo que esa sea verdad. La Historia es circular. Tiene ciclos. Se avanza, se retrocede y se cometen los mismos errores todo el tiempo. El error no nos protege de nada. Sólo en los últimos dos siglos podemos ver masacres, exterminios y genocidios en casi todos los continentes. Y a medida que retrocedemos en el tiempo, los ejemplos se repiten. Siempre hay motivos: religiosos, económicos, raciales.

El estudio, repaso y reconversión del pasado es necesario para construir ciertas identidades. Y para mostrarnos que somos una especie bruta, ordinaria e hipócrita. Recuerdo que cuando cursaba la primaria me enseñaban que Colón y el “descubrimiento” de América había sido lo mejor que le había pasado a nuestro continente. El exterminio sistemático de las tribus originarias quedaba de lado. Hoy, al menos, hay un cuestionamiento a esas ideas desde lo educativo. Desde lo ideológico también. Para ese tipo de cosas sirve. Revisar lo que significaron las campañas de desierto y la edificación de “la Argentina moderna” me parece interesante. Hay cuestiones ideológicas muy fuertes que se juegan desde ahí. Y nos debemos un estudio más honesto sobre la guerra con Paraguay. Hace algunos años me llegó un libro muy interesante: La visión de los vencidos, es de un historiador mexicano. Y hasta que ese libro no me llegó, no había pensado la conquista de América (en este caso habla de México) desde ese punto de vista. Este tipo de estudios deberían ser siempre incluidos para obtener una visión más cabal del pasado.

¿Qué se busca al emigrar? ¿por qué lavar copas en Barcelona sí y acá no? ¿se busca un mejor porvenir o es la excusa ante un sueño que no se supo construir en el seno familiar original?

 Saporitti no busca nada en especial. Es un hombre a la deriva, hijo de su tiempo. Ve que amigos suyos emigran y él va tras ellos. Se escuda en la ausencia de porvenir de la Argentina del 2001. No hay grandes motivos para esa aventura. Alejarse le da cierta perspectiva y la oportunidad de reprogramarse. De convertirse en algo nuevo. Tal vez, más como un experimento de sí mismo que por voluntad real. Saporitti, al mismo tiempo, no tiene grandes sueños. Actúa todo el tiempo a reacción. Se le plantea algo y acciona. Pero siempre viene desde afuera. No hay sueños en Argentina ni en Barcelona. Ni en el seno familiar ni en La Fiera.

Una de las cosas que siempre me pregunta con respecto a la emigración masiva de esa época es cuál es el sector de la población que se fue a Barcelona, Madrid, Nápoles, Florencia, donde sea. Mis dudas parten de quienes eran capaces de comprar un pasaje a Europa y sostenerse un tiempo, al menos, hasta conseguir un trabajo.

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¿Considera un pensamiento contemporáneo la visión del mundo como objeto de interacción y no como objeto de cambio o es un pensamiento personal de Yair?

Cuando pregunta por Yair no sé si habla del personaje o del autor. Personalmente, creo que sí. Estamos viviendo un momento global de interacción. Hay movimientos aislados, demasiado pequeños aún, que me contradicen pero no lo suficientemente como para que cambie de opinión. Me gustaría que no fuera de ese modo.

En los últimos años el movimiento LGBT y el feminismo han logrado ciertos avances y son de los pocos movimientos que ven el mundo como un objeto de cambio. Deberían ser más los avances conseguidos, desde todo punto de vista: legales, económicas, sociales. El camino es largo y requiere mucha educación. Hoy en día son los únicos movimientos que están visibilizando sus reclamos. Y avanzando en sus derechos.

En un plano más personal, me parece que se nos presenta una gama limitadísima de opciones “viables” para sustentarnos. Y claro que esas opciones están muy ligadas a las clases sociales. Cuando alguien de clase media dice “agarrá la pala, andá a laburar” está sosteniendo un sistema de creencias en el que las clases sociales menos favorecidas  son los únicos destinatarios para esa pala, para las labores manuales y de escaso conocimiento técnico. Lo ideal plantearía otra cosa: agarrá un libro, estudia. Interactuamos con esas opciones que nos son dadas por contexto y nos conformamos con eso. Nos  imponemos límites poco ambiciosos a nosotros mismos. Es como si contuviéramos nuestra imaginación sólo dentro de los límites de lo posible o esperable.

Me interesa la comparación de la Fiera con el cáncer, ¿cómo se podría reformular este vínculo conceptual en relación a los modos de vida de la Fiera dentro del sistema en que se manifiesta?

 Es una creencia que se tiene dentro de la Organización. Mediante la militancia, la acción directa y la interacción social creen que se irán sumando adeptos a la causa. Parten desde la soberbia de ser los herederos de una Verdad. Sin esa convicción nada es posible. No es criticable desde mi punto de vista. Es contradictorio pero desde la ausencia de una dirección centralizada, creen que su movimiento se irá propagando descontroladamente. Un poco desde las sombras, desde el lado que la sociedad niega e invisibiliza, hasta el día en que se haya creado una red lo suficientemente fuerte (y convencida ideológicamente) como para accionar.

¿Cómo maneja el clima, la atmósfera, en sus narraciones?

Lo externo habla más de los personajes que cualquier otra cosa que uno pueda señalar de su interioridad. Me ocurre que en esa búsqueda por transmitir el mundo interior del personaje, incurro en ciertas obviedades. Un gesto habla. Una actitud. En el final de la primera parte de Cicatrices, cuando el chico encuentra a su madre con otro, corre. Se da vuelta y corre sin rumbo bajo una lluvia torrencial. ¿Qué más decir? En una de las escenas finales de Traición, una obra de Pinter, se saludan dos amigos que aman a la misma mujer, se palpa la tensión y en palabras se juran cierta lealtad, aun cuando en el resto de la obra vemos ese triángulo amoroso concretarse. ¿Qué decir? Creo que lo único justo que puedo decir es que busco que el clima o la atmósfera de las escenas sea un elemento simbólico y no mero decorado. Que ayuden a decir cosas que son preferibles callar.

¿Cómo aborda en su obra el trinomio “lenguaje, trama, argumento”?

Los argumentos, por lo general, van de la mano con dos o tres obsesiones que uno tiene, que lleva todo el tiempo. Eso hace que todo lo que vemos, vivimos o creamos sea a través de ese prisma. Entonces, se deforma. Y en esa deformación comienzan a jugarse los principios que conforman la trama. Aparecen los personajes, las escenas, los mundos internos de cada uno. Lo interesante se da cuando eso que uno crea interpela las propias creencias. En cuanto al lenguaje, en mi caso, es lo último que aparece. Hasta no tener resuelta la apuesta estética la novela o el relato no comienza. Me ha ocurrido de dar vueltas sobre una novela, un tema o una trama por años y hasta no dar con la forma que contendrá el relato, queda ahí, en la cabeza o en pequeñas notas que hago y pierdo sistemáticamente.  Un día aparece y el comienzo en la escritura no es el verdadero comienzo.

¿Cómo funciona la memoria –olvido y recuerdo- en su literatura?

La memoria me parece un elemento fascinante para crear relatos. O al menos, que esté presente. No me refiero a esta furia megalomaníaca de escribir sobre el pasado propio, como si eso fuese interesante, si no, más bien, a que la memoria elige (nosotros elegimos) qué cosas y cómo recordar. Aparece la idea de la deformación. Me interesa cuestionar eso: ¿qué creemos de nosotros mismos, de la sociedad, del otro? Estamos llenos de ficciones que armamos para poder sostenernos y afirmarnos como individuos. Poner la memoria en cuestión es como tirarse una piedra a sí mismo, no con el fin de lastimar si no de despabilarse.

En Wonderboy hay un juego de evocaciones constante. Desde la distancia, Saporitti reúne y selecciona partes de su pasado para afirmarse a él mismo, su identidad, su nacionalidad, etc. Cosa en la que, cuando ese pasado era presente, no reparaba. Simplemente su vida fluía sin reparos ni ningún tipo de conciencia.

Los cuentos de “Apuntes de Taxidermia” están construidos sobre ese binomio olvido/recuerdo. Hay una frase de Borges que me parece maravillosa. Hace una reflexión sobre El Aleph, está casi al final del cuento: “Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio, me trabajó otra vez el olvido.” El olvido es inevitable. El olvido es, también, de algún modo, matar. Y el recuerdo es una forma de evocar espectros. El hecho o a cosa recordada se vuelve cada vez más difusa y nos obligamos a rellenar esos huecos. En ese rellenar es dónde se juegan las pequeñas ficciones de uno mismo.

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¿Cómo es su proceso de escritura?

Caótico. Errático. Catártico. Me resulta bastante complicado fijar una rutina de escritura. Combinar el trabajo diario, con las diversas actividades que realizo con el Grupo Alejandría (junto a Clara Anich y Paula Casal) y con mi editorial Clubcinco Editores (Edgardo Scott y Virginia Gallardo) me insume una gran cantidad de horas diarias. En el ajetreo me resulta un poco complicado sentarme a escribir. Voy acumulando cierta furia que después sale de un tirón. Wonderboy la escribí en tres meses. La continuación de Wonderboy (se llama “Bajo Flores”) la escribí un poco así. En dos meses escribí casi la mitad. Y la otra mitad en quince días. Entre medio pasó casi un año.

Últimamente escribo menos cuentos. Los cuentos los escribía aleatoriamente y lo hacía de a varios a la vez. Era un poco más constante. Todas las semanas iba sumando líneas, reescribiendo o corrigiendo tramos. La sensación de fin es más próxima. Con las novelas me cuesta más esa promiscuidad.

¿Qué le interesa leer?

Es la peor respuesta: no hay nada en particular que desee leer y a la vez, todo. En los últimos años me he dedicado a leer, más que otra cosa, literatura argentina contemporánea. Y eso me ha llevado o ha creado una necesidad de reconstrucción histórica para entender por qué hoy escribimos lo que escribimos. Un poco para entender el camino que sé que es largo (o infinito). Porque inevitablemente para entender nuestra literatura es necesario buscar literatura en otros países, otro continentes, otros idiomas. Por momentos, se repiten ciertos patrones que cansan y es interesante leer autores de otros lugares, de otros momentos históricos. Este tipo de lecturas “escalonada” es algo que, más que proponerme, se fue dando sólo. Después de leer varios autores argentinos me resulta casi imprescindible buscar otra literatura, con otras temáticas, con otros vicios y otras repeticiones.

¿Cuáles son sus referentes?

No creo en los referentes. Eso hace que uno intente parecerse a alguien y por lo general siempre sale mal. Creo más en forjar una propia voz. O al menos, en intentarlo. Para eso, es inevitable copiar, imitar, parecerse. Lo dice Quiroga en su decálogo: “Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia. Me parece que cuando esa voz propia aparece los textos cobran mayor potencia, autenticidad.

De todas maneras, uno siempre tiene maestros de quien aprender. En mi caso son Saer, Onetti, Faulkner y Sebald. Su literatura me parece absolutamente maravillosa. Di Benedetto es otro genio. Silvina Ocampo me fascina. Puig y Rivera son sensacionales. Philp Roth, James Salter, John Irving, Emanuelle Carrere también. Tengo la suerte de tener relación con Gustavo Ferreyra y Aníbal Jarkowski, que son dos escritores bestiales y a quien admiro con fervor.  ¿Cuáles son sus lecturas fundacionales?

Mis lecturas fundacionales son un poco vergonzosas. En mi adolescencia leí muchos best sellers de espionaje. Mucho comandos de ETA, IRA, ejércitos revolucionarios. La tónica era que siempre fracasaban. Las novelas eran malas pero yo estaba fascinado con el lado B del poder, es decir, con los que buscaban reivindicar derechos avasallados. Me ponía del lado de ellos y me frustraba al ver que la CIA, el FBI o Scotland Yard siempre agarraban a los “románticos revolucionarios”. Heredé unos libros de Conrad, a quien –malamente- asociaba con estos best sellers medio berretas hasta que leí “El corazón de las tinieblas” y me estalló la cabeza. Con el tiempo fui afinando, creo yo, la puntería y aparecieron las distopías de Orwell, Huxley, Golding y Bradbury. Y anduvo por ahí el Quijote de la Mancha. Fueron lecturas bastante dispares y sin ningún criterio.

Sobre El Autor

Nació en 1986, rata porteña del sur de la ciudad. Trabaja desde hace doce años en Museo Nacional de Bellas Artes, en la actualidad como educadora. Es profesora de teatro y se forma como Docente en Lengua y Literatura.

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