En los últimos meses, tras ser reconocido con el premio Nobel de literatura (decisión con la que los suecos abrieron sendas polémicas), la figura de Bob Dylan se ha ubicado nuevamente en el candelero. El célebre cantautor toma una nueva dimensión para muchos y su mito empapa nuevas generaciones. Como no podía ser de otra manera, el mundo editorial se ha hecho eco dela situación reeditando libros de fotografías, las poesías del viejo Bob y ensayos varios sobre su genio y figura. De entre todas estas páginas Reservoir Books pone a disposición del público hispanohablante la versión corregida y aumentada de la biografía escrita por Howard Sounes, uno de los trabajos más completos sobre el recorrido vital del trovador contemporáneo. Agradecemos al equipo de prensa de Penguin Random House el permiso para reproducir aquí el prólogo de esta obra.

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EL AYER SE HA IDO PERO EL PASADO PERDURA

La forma de andar del hombre era extrañamente desgarbada, como una marioneta movida por hilos invisibles. La cabeza parecía dotada de vida propia. Llevaba una ropa demasiado holgada que le daba un aspecto extravagante en aquel distrito selecto de Manhattan; parecía la vestimenta de un vagabundo. Sin embargo, al observarlo detenidamente, la ropa parecía nueva. Y al observar más detenidamente aún aquel rostro cetrino con barba de varios días,

aquel hombre menudo de mediana edad resultaba familiar. Debajo del sombrero se apreciaba una singular nariz ganchuda, y sus rasgos delicados estaban enmarcados por los pelos de la barba. Al rascarse la nariz, se pudo ver que llevaba las uñas muy largas y mugrientas.

Cuando alzó la vista para cruzar la calle, se apreciaron sus ojos de un azul intenso, más azules que los huevos de los petirrojos.

—¡Eres Bob Dylan!

La gente lo reconocía a menudo, profiriendo saludos entusiastas, sin apenas dar crédito al hecho de estar viendo a una leyenda andante. Bob detestaba que lo pararan en plena calle, pero en el fondo era un hombre educado del Medio Oeste a quien no le importaba saludar. Cuando hablaba, aunque solo fuese para decir:

«Eh, chico, ¿cómo te va?», su voz resultaba tan peculiar, mientras las palabras brotaban de su diafragma en una serie de explosiones que parecían abrirse paso a través de su nariz casi cómica, enfatizando la palabra menos adecuada de una frase y acortando las demás: solo podía tratarse de Bob Dylan.

Bob apareció de la esquina entre la calle Cincuenta y siete y la avenida Lexington y entró en un pequeño club, el Irish Pavilion de Tommy Makem. Tommy Makem era un viejo amigo de principios de los años sesenta, cuando Bob estaba aprendiendo el oficio; un irlandés de voz suave que cantaba canciones populares con los Clancy Brothers en los clubes del Greenwich Village neoyorquino. Makem no veía a Bobby —como él lo llamaba— desde hacía muchos años.

«No venía nadie con él: ningún chófer, ningún acompañante, nadie. Iba él solo», recuerda.

Makem condujo a Bob a una mesa tranquila donde no pudiera ser visto por el resto de la clientela. Acto seguido, fue por su banjo y subió al escenario para la actuación. Tocó las viejas baladas que Bob adoraba, canciones entrañables como «Brennan on the Moor» y la melancólica «Will You Go, Lassie, Go». Hubo una pausa antes de la segunda parte y Makem se acercó al lugar donde Bob estaba comiendo algo.

«Si te apetece cantar una canción, no tienes más que decírmelo», le sugirió.

Pero Bob prefería quedarse allí, plácidamente sentado. Se lo estaba pasando estupendamente. El Irish Pavilion le recordaba sus primeros días en Nueva York y la gente que había conocido allí, artistas como John Lee Hooker, «Cisco» Houston y «Big» Joe Williams.

Aquellos hombres eran colosos para él; le habían enseñado e influido a lo largo de toda su carrera.

Cuando el público se hubo marchado, Makem cogió una silla y él y Bob se pusieron a charlar mientras el personal barría el local. Bob quería hablar del pasado, de los viejos amigos de los viejos clubes, gente a la que no veía desde hacía treinta años, y de los viejos recuerdos, como aquella noche en la que un Bob emocionado se fue hasta donde se hallaba el irlandés para cantarle la canción que había escrito.

«¡Dios, debían de ser las dos y media o las tres de la madrugada! —recuerda Makem—. Vino a cantarme una balada terrible que había escrito con la melodía de alguna canción que nos había oído cantar a Liam [Clancy] y a mí. Debía de tener por lo menos veinte estrofas, y te las cantaba todas y cada una de ellas. ¡Dios, este muchacho está haciendo algo muy interesante!, pensé.»

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UNAS CUANTAS SEMANAS DESPUÉS

de la inesperada visita de Bob al Irish Pavilion, en la primavera de 1992, Tommy Makem recibió una carta de la compañía discográfica de Bob, Sony Music. Era una invitación para participar en un concierto conmemorativo de los treinta años de carrera discográfica de Bob (a pesar de que en realidad llevaba grabando treinta y uno).

Bob no le había dicho ni una palabra de aquello cuando se vieron, pero era algo típico de él; nunca fue muy hablador. Al principio Makem no tenía muy claro qué tipo de concierto se iba a

realizar. A juzgar por la forma en la que Bob deambulaba solo por la ciudad, vestido como un vagabundo, cabía pensar que sus días de gloria habían quedado atrás y que la celebración de aquel aniversario se haría en algún modesto teatro en compañía de algunos viejos amigos. «Fue absolutamente fascinante, y un acontecimiento mucho más grande de lo que yo había imaginado. Fue gigantesco», afirma Makem.

El recinto elegido para el concierto de homenaje a Bob Dylan por sus treinta años en Columbia, el Thirtieth Anniversary Concert Celebration, como se llamó, fue ni más ni menos que el Madison Square Garden, el enorme estadio deportivo de Manhattan. Cuando se anunció que Bob iba a aparecer con algunos de los artistas más famosos de la música, se vendieron dieciocho mil entradas en una hora, teniendo en cuenta que los promotores fijaron entre cincuenta y ciento cincuenta dólares la entrada, unos precios récord para un concierto como aquel. Cuando Makem llegó al Rihga Royal Hotel, donde se alojaban los músicos, descubrió que la lista de huéspedes incluía no solo a viejos cantautores sino a superestrellas como Eric Clapton y George Harrison, ambos amigos fieles de Bob. Los diez días anteriores al concierto, tuvo lugar un auténtico ir y venir de limusinas que transportaban a los artistas desde el hotel hasta los estudios de Kaufman Astoria para los ensayos. Bob acudía a los ensayos totalmente desaliñado, con una sudadera con capucha, murmurando que no estaba seguro de que aquello fuese una buena idea: «Será como ir a mi propio funeral».

No obstante, la noche del viernes 16 de octubre de 1992, reinaba una gran expectación cuando las luces del Madison Square Garden se encendieron y alumbraron un escenario inmenso a imitación de una hacienda mexicana. La banda local, Booker T. and the M.G.s, empezó a tocar una de las canciones de la época de fe cristiana de Bob, «Gotta Serve Somebody». A continuación, durante las más de tres horas siguientes, la banda fue acompañando a una sucesión de estrellas elegidas para representar la variedad de músicos

influidos por Dylan: desde artistas de música folk, pasando por cantantes de country como Willie Nelson y Johnny Cash; artistas afroamericanos que habían cantado sus canciones como Stevie Wonder y The O’Jays; y jóvenes rockeros, incluyendo a Eddie Vedder y Tom Petty and The Heartbreakers, que acompañaron a Bob en su gira de los años ochenta. Todos ellos tocaron canciones de Dylan.

Por momentos, el concierto fue un saludable recuerdo de los años transcurridos desde los días de juventud de Dylan y de sus contemporáneos. Carolyn Hester —una de las bellezas del resurgimiento de la música folk— lucía ahora la cabellera blanca de una anciana.

The Band, el extraordinario grupo con el que Bob se fue de gira en 1965-1966 y otra vez en 1974, estaba compuesto originalmente por cinco jóvenes fornidos de pobladas y oscuras barbas. En el lapso de tiempo transcurrido, el guitarrista Robbie Robertson se había alejado del grupo, y el pianista Richard Manuel se había suicidado. Los tres miembros restantes tenían un aspecto muy distinto cuando subieron al escenario para interpretar la canción «When I Paint a Masterpiece». Las barbas del batería Levon Helm y del teclista Garth Hudson eran canosas, y Helm tenía un aspecto frágil. Rick Danko, el otrora flaco bajista de antaño, estaba hinchado

después de años de abuso de drogas.

«Fue una verdadera conmoción —manifestó Joel Bernstein, que estuvo trabajando para Bob y The Band aquellos días—. Cuando las luces se encendían, podía oírse cómo la gente se iba.»

Comparado con ellos, Richie Havens no había cambiado mucho desde los años en que The Band y él estaban entre las estrellas originales del festival de Woodstock, cuando consiguió poner en pie al público con su tremenda versión de «Just Like a Woman».

«Estaba muy contento de que me hubiesen invitado y de poder cantar una canción como sigo haciéndolo en el escenario —confiesa—. Bob es uno de mis mentores espirituales, una persona extremadamente tímida salvo en el escenario, algo que la mayoría de la gente percibe como [su] misterio.»

Para mantener las formas, Bob se había encerrado en su camerino y veía el concierto a través de una televisión de circuito cerrado. Numerosas personalidades, entre ellos John McEnroe, Martin Scorsese y Carly Simon, iban desfilando entre bastidores, estirando el cuello para echarle una ojeada a una de las pocas personas en el mundo más famosas que ellos mismos. Ronnie Wood, de los Rolling Stones, iba pasando una botella de vodka de 180 grados. Liam Clancy tomó un trago. Había volado desde Irlanda junto a sus hermanos para tocar «When the Ship Comes In» con Tommy Makem.

«Jesús, si tomamos un trago más de eso esta noche no podremos cantar», exclamó.

Afuera, el público manifestaba su opinión de forma contundente cuando subía alguien al escenario que no fuese de su agrado. Echaron a cajas destempladas a la cantante Sophie B. Hawkins y abuchearon al presidente de Sony Music. Kris Kristofferson presentó nervioso a una artista cuyo nombre, dijo, era sinónimo de valentía. La cantante irlandesa Sinead O’Connor, extremadamente delgada y con la cabeza rapada, se dirigió al micrófono. Recientemente se había visto envuelta en una polémica a raíz de una aparición suya en televisión durante la cual había denunciado al Papa. Fue recibida con una monumental y terrible pitada. Booker T. tocó varias veces las notas de apertura de «I Believe in You», la canción que ella había ensayado, pero O’Connor se quedó petrificada.

—¡Fuera! —gritaba la gente.

O’Connor hizo un gesto con la mano para detenerlos, ordenó que encendieran el micrófono y escupió las palabras de la canción «War». Fue un genuino acto de protesta y, durante breves instantes, consiguió silenciar a sus detractores. Luego el público se dio cuenta de que no estaba cantando una canción de Dylan. «War» era de Bob Marley. La echaron del escenario con abucheos; estaba tan conmocionada que acabó por vomitar. Los demás artistas presenciaron su humillación con asombro. «Fue espantoso —recuerda John Hammond Jr.,

artista de blues e hijo del primer productor discográfico de Bob—.

No podía creer que un público neoyorquino pudiese comportarse de una forma tan cerrada ante la postura de O’Connor.»

Neil Young apareció después del fiasco de Sinead O’Connor, aparentemente nervioso. Pero el público se mostró encantado, especialmente cuando tocó «All Along the Watchtower» con el estilo incandescente de Jimi Hendrix, que triunfó con la canción en 1968. (Curiosamente, muchas de las canciones de Bob eran más conocidas por el público en las versiones de otros artistas que en su versión original.) «Esta canción va para ti, Bob —gritó Young—.

Gracias por hacer esta “Bobfiesta”.» Roger McGuinn, de The Byrds, también recibió una calurosa bienvenida cuando tocó «Mr. Tambourine Man». El conjunto The Byrds obtuvo el primer puesto en las listas de éxitos con esa canción en el verano de 1965, y el sonido característico de la guitarra de doce cuerdas de McGuinn y su voz trémula y ligeramente ausente invocaron una profunda nostalgia. Cantaba igual que lo había hecho años atrás. «Fue magnífico —asegura—. Cantaba para Dios.»

Cuando el escenario se hubo vaciado, George Harrison hizo un anuncio largamente postergado.

«Algunos de vosotros lo llamáis Bobby. Otros lo llamáis Zimmy. Yo lo llamo Lucky —dijo con su característico acento de Liverpool, recordando el grupo de corta vida que formaron juntos, los Travelling Wilburys—. Señoras y señores, den la bienvenida a BOB DYLAN.»

El público lanzó un agudo grito y silbó, estirando el cuello para vislumbrar a la leyenda. Un hombrecillo se dirigió hacia las luces violetas, sorprendentemente pequeño y enjuto a los ojos de muchos de los presentes. El aplauso se intensificó. Vestido con un traje negro de seda y una camisa blanca abotonada hasta arriba, Bob presentaba el aspecto de un camarero despeinado. No se había afeitado; acaso ni siquiera había dormido en varios días. Estaba pálido y

tenía el rostro profundamente surcado. El cabello que antaño estuvo poblado de exuberantes rizos le caía ahora lacio sobre la frente sudorosa. Se dirigió hacia el micrófono y empezó a puntear su guitarra acústica con sus largas uñas manchadas de nicotina. Aunque se tratase de un espectáculo de cinco millones de dólares, él había decidido tocar en solitario tal y como había hecho en los bares y cafés décadas atrás. La melodía que interpretó era rudimentaria, y

las únicas palabras que dedicó a la audiencia fueron un lacónico:

«Gracias a todos». Sin embargo, cuando empezó a tocar, la atención de las ocho mil personas se centró en aquel hombre extraordinariamente carismático. Más allá de las filas de invitados especiales —que eran las únicas que permanecían en el campo visual del cantante—, se extendía una vasta caverna llena de gente, una caverna tachonada por el rápido destello de los focos de las cámaras.

Empezó con «Song to Woody», el primer tema importante que escribió. Estaba dedicado a su primer héroe, Woody Guthrie, el padre de la música folk americana. Cuando lo escribió, Bob tenía diecinueve años y acusaba un hastío que iba mucho más allá de su corta edad.

A los cincuenta y dos, sus rasgos ajados y su voz cansada delataban a un hombre que se había embarcado en un viaje extraordinario. La hija de Woody, Nora, estaba sentada en las primeras filas y rompió a llorar cuando Bob cantó sobre su padre fallecido a causa de la corea de Huntington en 1967. «Mi padre estaba en un río en el que entraban y salían muchas corrientes y estuarios. Y ese río donde él se hallaba era muy grande —explica—. Bob llegó y se convirtió en el capitán del mismo río. Mi padre desapareció y Bob lo sustituyó; siempre lo he considerado un buen capitán.»

Después de «Song to Woody», Bob siguió con «It’s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)», doblando las rodillas y retorciendo su cuerpo mientras rasgueaba las cuerdas de su guitarra. Los artistas invitados se congregaron en el perímetro del escenario para observarlo. Ronnie Wood y el percusionista Anton Fig se asomaban por detrás de la batería para verlo. «Estaba encendido», asegura Fig.

Roger McGuinn,Tom Petty, Eric Clapton, Neil Young y George Harrison se unieron a Bob para cantar una versión a coro de «My Back Pages». Luego todos se reunieron en el escenario para entonar «Knockin’ on Heaven’s Door», que recientemente se había convertido en un éxito de Guns N’ Roses. Al final, Bob permaneció en medio del escenario, recibiendo no solo los aplausos del público sino también los de las grandes estrellas que se agrupaban en torno a él. Ronnie Wood y George Harrison cantaron «For He’s a Jolly Good Fellow».

Bob permaneció allí, torpemente, sin saber qué hacer con sus manos ni qué decir. Carolyn Hester cogió un pequeño ramillete de flores que habían lanzado al escenario y, animada por Neil Young, se lo entregó a Bob, dándole un breve abrazo y un beso fugaz en la mejilla.

Temía que no le fuese a gustar, a pesar de que eran viejos amigos.

«Entonces pensé que me echarían por hacer eso. Pero nadie me echó. Me sentí tan contenta, y él sonrió. Esbozó una tenue sonrisa. Todo el mundo se sorprendió.» Era la primera vez que Bob sonreía en toda la noche.

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MIENTRAS SE HACÍAN LOS PLANES

para el acontecimiento, se hizo evidente que después del concierto tendría que organizarse una fiesta en algún lugar donde Sony pudiese acoger a Bob, a sus célebres invitados y a la gente de la industria discográfica. En un primer momento se contempló la posibilidad de hacerlo en el Waldorf Astoria. Pero entonces Bob dijo que no quería ir allí, que prefería ir al local de Tommy Makem. De modo que hubo un cambio de planes, y el pequeño club de música folk fue alquilado para la velada. Solo había cabida para ciento cincuenta personas, y la prioridad absoluta era acoger a los amigos de Bob y a las notables estrellas invitadas. Los fans y la prensa los vieron llegar. Después entraron los músicos de la banda, sus esposas y novias. Apenas quedaba espacio para los ejecutivos de las compañías discográficas y el resto de celebridades que querían entrar. De hecho, no había sitio para nadie más.

—No puede entrar a menos que tenga un pase —le dijeron a Tommy Makem cuando regresó del concierto.

—Soy el propietario de este pub —informó Makem al hombre de seguridad. Pero aun así tuvo que mostrar su entrada.

Dentro, Bob estaba instalado a la cabeza de una larga mesa rectangular, en un rincón del Irish Pavilion, con una copa de vino blanco delante, como si de un rey gitano se tratase. A su alrededor, en mesas más pequeñas, se hallaban sus cortesanos —amigos íntimos como George Harrison, que estaba tomando té, Ronnie Wood y Eric Clapton, que estaba aprendiendo a tocar la flauta de latón irlandesa—. Otros eran escoltados de uno en uno hasta la mesa de Bob

para presentarle sus respetos. «Bob Dylan, el rey del rock and roll; eso era lo que estaba pasando aquella noche —dice Carolyn Hester—. Nos había reunido a algunos de nosotros.»

Cuando Liam Clancy se acercó para agradecerle a Bob que hubiese invitado a los Clancy Brothers para tocar, Bob le pidió que se sentase un rato a su lado. Clancy le confesó que sus hermanos y él estaban pensando hacer un álbum de canciones de Bob cantadas al estilo tradicional irlandés. Sería una forma de devolverle las canciones.

—Tío, ¿harías eso? ¿Lo harías? —le preguntó Bob.

—¿Te molestaría?

—Liam, ¿es que no te das cuenta? —le dijo Bob, que para entonces estaba mucho más relajado e iba alternando a buen ritmo el vino blanco con la cerveza Guinness—. Tú eres mi jodido héroe, tío.

La aceptación de Bob por parte de los artistas de folk que tanto había admirado cuando llegó por primera vez a Nueva York procedente de Minnesota era la consecución de un sueño largamente acariciado, y en ese momento le dirigió una mirada brillante a aquel corpulento irlandés de cincuenta y seis años. «Dejó de ser la estrella para volver a ser el muchacho inseguro que conocí —afirma Clancy—. [Entonces] buscaba la aprobación y, ahora, después de todos esos años, seguía buscándola, después del estrellato y el reconocimiento y todo eso… Pensé que era encantador que, a esas alturas de su vida, fuese capaz de admitirlo.»

Clancy le comentó a Bob que no le había parecido muy cómodo en el escenario. Había oído rumores persistentes de que Bob tenía problemas con las drogas. Su comportamiento extraño durante los últimos años en los que había tocado con sudaderas, con capucha y sombreros que le ocultaban el rostro, y había cantado sus canciones de forma que casi las hacía irreconocibles, parecían apuntar a que algo iba mal. Pero su respuesta fue sorprendente.

—Chico, es que tengo claustrofobia —confesó—. No veía el momento de salir [de allí]. Ya no soporto estar en sitios cerrados.

—Estabas empapado de sudor frío.

—Preferiría no tener que volver a pasar más por una situación parecida, pero tengo que hacerlo.

Entonces Clancy reunió el valor para preguntarle algo que le había preocupado durante años. Cuando ambos eran jóvenes y vivían en el Greenwich Village, el irlandés tenía una novia que se llamaba Cathy y sospechaba que ella había tenido una aventura con Bob, que siempre había sido un mujeriego incorregible.

—Bobby, ¿te estabas tirando a Cathy? —le preguntó.

Bob se lo quedó mirando y Clancy supo que al fin iba a saber la verdad.

—Tío, ella te quería —repuso, aparentemente incapaz de decir una mentira—. Pero estaba tan sola. Tengo que admitir que yo la consolé.

Clancy se sintió herido. Resultaba doloroso pensar que las cartas de amor que Cathy le había enviado cuando él estaba en la carretera con sus hermanos las había escrito mientras le hacía arrumacos en Nueva York a un Bobby Dylan con cara de niño. Pero los dos eran demasiado viejos para pelearse. En lugar de eso, Clancy cogió la guitarra y se la pasó a Bob, recordándole que en los viejos tiempos, en el Lion’s Head o en la White Horse Tavern, siempre se pasaban una guitarra al final de la noche.

—Toma, aquí tienes la guitarra. Cántame una canción.

—Ya no puedo, tío.

—¿Acaso eres una jodida estrella demasiado grande para eso?

A mí no me vengas con gilipolleces, Bobby. Cántame una jodida canción ahora mismo, porque eso es lo que hemos hecho siempre.

Bob cogió reacio la guitarra y empezó a cantar «Roddy McCorley», una canción tradicional que había aprendido de los Clancy Brothers. Pero cuando le tocó el turno a su amigo, se detuvo. «Dios, ¿puedes creerlo? Estaba tan borracho que ya no me acordaba de la letra.» Desde el otro extremo de la mesa, Ronnie Wood entonó inesperadamente:

Up the narrow street he stepped

Smiling, proud and young.

(Caminaba por la angosta calle

sonriendo, orgulloso y joven.)

La guitarra fue a parar a las manos de George Harrison, que cantó el verso siguiente. El teclista Ian McLagan, que estuvo de gira con Bob en 1984, hizo un gesto brusco y puso su granito de arena con una cancioncilla obscena que había aprendido de Steve Marriott, de The Faces, cuando tocaban en los pubs de Londres.

I love my wife

I love her dearly

I love the hole she pisses through.

(Amo a mi esposa

la amo mucho

amo el agujero por el que mea.)

Poco después todos estaban riendo y cantando canciones, recitando poesías y dándose palmaditas en la espalda mutuamente.

«La bebida tiene un gran efecto desinhibidor, y todos acabamos abrazándonos y estrechándonos como cuando éramos jóvenes —recuerda Clancy—. Parecíamos un equipo de rugby al final de la jornada.»

Bebieron hasta que la luz de la mañana se filtró por las ventanas. A las siete, los hijos de Tommy Makem anunciaron que ya iba siendo hora de que todos se fuesen a casa a dormir. Hacía rato que los fans y la prensa se habían marchado. Las limusinas y los chóferes también habían sido enviados a casa. Tendrían que coger taxis.

Con el traje hecho a medida para el concierto arrugado y apestando a cerveza y a tabaco, Bob parecía relajado, mucho más feliz que la figura azorada que se había visto en mitad del escenario del Garden. Cuando llegaron los taxis abrazó a sus amigos, les agradeció que hubiesen acudido y se dejó guiar hasta un coche. Sonreía de oreja a oreja mientras se adentraba en el tráfico matinal.

Dormiría hasta bien entrada la tarde. Al despertar, en el crepúsculo de un día perdido, tendría que ocupar su mente en su gira, el llamado Never-Ending Tour, con unas cien actuaciones a lo largo de aquel año. Tenía que dar un concierto en la Universidad de Delaware un par de días más tarde, y después tenía conciertos programados hasta las Navidades. La mayor parte de ellos se celebrarían en teatros de pequeño aforo, y probablemente el público que fuera a verlo no habría comprado su nuevo álbum; ahora la gente acudía a los conciertos como si fuese a un museo, para sentir la historia. Su vida personal se venía abajo: estaba tramitando un divorcio por segunda vez, en esta ocasión de un matrimonio que había conseguido mantener en secreto. Estaba preocupado por el futuro de la hija que había tenido con su segunda esposa y era consciente de las enormes cantidades de dinero que tendría que aportar para llegar a un acuerdo. El concierto del Garden lo ayudaría en ese sentido, pero había muchísimos gastos que cubrir y no sabía cómo irían las ventas del vídeo y del compact disc. A juzgar por los resultados de sus álbumes recientes, podía irse a pique perfectamente sin dejar el menor rastro. Quizá se sentiría mejor si pudiese hablar de sus problemas, pero era un hombre retraído que no tenía confidente. Después de haber convivido con la fama durante toda su vida adulta, sentía que solo podía confiar en sí mismo.

Aquellas eran las presiones propias de ser Bob Dylan. Con todo, durante una noche había vuelto a ser Bobby otra vez, el muchacho despreocupado que había llegado del Medio Oeste para triunfar en Nueva York, el chico que estuvo viviendo en el Village con Tommy Makem, Liam Clancy y Carolyn Hester. Había sido feliz por unos instantes, tan feliz como lo había sido siempre.

«Un hombre muy solitario. —Así describe Clancy a su viejo amigo—. Quedan muy pocas personas en este mundo con las que [pueda] hablar.»

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Sobre El Autor

Howard Sounes es periodista musical, y autor de varios ensayos y libros de investigación periodística, entre los que destacan las biografías de Charles Bukowski, Paul McCartney, Bob Dylan, Lou Reed y Amy Winehouse. Por su obra ha recibido numerosos galardones y ha sido traducido a más de veinte idiomas. Actualmente vive en Londres.

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