Una vez Daniel le provocó un orgasmo. Por eso lo odia.

Fue un orgasmo callado, mordido, que le nació desde los muslos, y le acalambró las plantas de los pies y le arañó las palmas de las manos.

Sucedió una noche calurosa de invierno, un veranito de San Juan, hace más de veinte años. Ella se acuerda bien del tiempo que hacía, porque justo esa mañana le había comentado a una vecina que el jazmín, confundido, estaba sacando brotes. Pronosticaban que el calor duraría todo el mes, pero al día siguiente los pimpollos se achicharraron por la helada.

Parecía noviembre, esa noche. En el cielo no había ni una nube, y casi no había humedad. Ella está segura, porque esa tarde había ido a la peluquería y la peluquera le había dicho gracias a Dios por este clima, si sigue así la permanente te dura dos semanas. Dos días le duró, hasta que el tiempo le puso un casco de 95% de humedad y 998 milibares.

Esa noche estaba espléndida. La noche y ella, que estrenó una blusa azul francia que había comprado en el Once para la ocasión. Lo sabe bien, porque después de la peluquería la pasó a buscar por lo de la modista. Se la había dejado unos días antes, porque le tiraba un poco de sisa. Todavía la guarda, la blusa. La tiene envuelta en papel manteca en el fondo de un cajón de la cómoda, sin botones y con la manga descosida.

La mercería fue su próxima parada. Antes había esperado en la vereda de enfrente, mirando revistas en un kiosko, hasta que por fin la vendedora quedó sola. Entonces cruzó rápido y entró. Compró una bombacha calada de encaje rojo.

Salió a las siete de la tarde, porque quería llegar temprano. Por costumbre nomás llevó un saquito. Se tomó el 343, y después el 60, que la dejó en la esquina del cine Astral de Martínez. Faltaba todavía una hora y media cuando llegó, pero ya había algunos grupos de chicas y mujeres haciendo fila. Ella estaba sola.

Los asientos eran numerados, pero cuando Sandro salió a escena, todas corrieron hacia el escenario. Ella también. Al ritmo de Dame fuego, dame dame fuego, se abrió paso a empujones y pellizcos, a tirones de pelo y carterazos. Todas hacían lo mismo. Con Rosa Rosa la maravillosa llegó a estar entre las primeras, estirando el brazo para tocar el borde de la bata satinada del ídolo. El deseo le oprimía el pecho. El deseo y las quinientas mujeres que la aplastaban desde atrás.

El clímax llegó durante Una muchacha y una guitarra para poder cantar. Ella pudo por fin sacar la bombacha roja de su cartera. Se secó el sudor de la cara con ella, y la tiró con la poca fuerza que le quedaba. La bombacha cayó sobre el micrófono, y quedó ahí colgando. El Gitano cantaba con los ojos cerrados, pero enseguida los abrió, y vio la bombacha, y miró al público, y la vio a ella, la miró a los ojos. Tomó la bombacha y la olió como si fuera una flor.

Me miró a mí, me miró a mí, gritó una vieja a su lado. A ella la bronca le trepó el pecho hasta la frente, pero no dijo nada. Ella sabía la verdad.

Los empellones de esa marea de tetas la fueron desplazando hacia un lado del escenario primero, y después hacia el fondo de la sala nuevamente. Ella se dejó ir. Se dejó llevar hasta acabar sentada en una butaca lejana, exhausta, muerta, pero feliz.

Cuando el espectáculo terminó ella no quería irse. Dejó que salieran todas despacio, arriadas por la mansedumbre que da el cansancio. Los empleados del cine empezaron a barrer, y recién entonces ella pudo ponerse de pie. Se alejó de aquel altar iniciático con pasitos cortos, cansinos.

En la calle, sintió que la noche estaba tan hermosa que ella no quería volver a casa. Caminó dos cuadras, y entró al Mundo de la Pizza, donde quedaba una mesa al fondo junto al baño. Comió dos empanadas, y se atrevió a tomar cerveza.

La vuelta en el 60, y después en el 343, se le pasó volando. Todavía se sentía flotar en una nube cuando entró en casa. Necesitaba hablar con alguien, contarle todo a alguien, pero a las chicas del magisterio no las vería hasta el lunes, y la prima Sandra ese domingo no vendría a almorzar.

Entró en el cuarto de Daniel con sigilo. No prendió la luz. Se sentó en el borde de la cama, y le acarició el hombro. Daniel se despertó. Qué pasa, le dijo. Nada, acabo de volver, dijo ella. No sabés que bueno que estuvo el concierto.

Ella quería que él le preguntara por el Gitano, por las canciones, por la intensidad del espectáculo. Estás en pedo, dijo Daniel. Shh, lo calló ella, que mamá y papá se van a despertar. Y entonces pasó.

Daniel le agarró la teta como si estuviera exprimiendo un pomelo. Sacá, le dijo ella, y le golpeó la mano. Él se levantó y le abrió la blusa de un tirón, le arrancó el corpiño, y la acostó de espalda en la cama caliente.

Sobre El Autor

Darío Seb Durban nació en Vicente López, provincia de Buenos Aires, un año maldito de la era de plomo. Cursó varios estudios, ninguno digno de mención, y se empeñó en no terminar ninguno. Entre los años 1995 y 2006 estudió música informalmente y compuso canciones y poesía jamás oídas. Entre los años 2001 y 2007 se desempeñó como dramaturgo en la compañía teatral Crisol Teatro, estrenando cinco obras entre las que se contaban Las noctámbulas, Factoría y Zozobra. A partir del año 2012 participó talleres literarios, donde se avocó a explorar la voz de distintos narradores, nunca encontrando la suya propia. Hoy trabaja de forma inconsecuente en industrias no literarias, y ocasionalmente escribe textos que reproducimos en Evaristo Cultural.

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