El principio del invierno había traído consigo a un crepúsculo repentino que pincelaba de gris a ese bucólico paisaje de verdes praderas acuchilladas, haciendo que la tarde fuera muy corta y la luz un bien escaso que los paisanos trataban de paladear hasta sus últimos reflejos.

Esa era la hora en que ellos caían al boliche. Uno de frontera allá, en el Chuy, zona de hablar portuñol, y de vacas, arreadas por gauchos y gaúchos, cuya carne tenía por destino final lugares de los cuales ellos no conocían ni el nombre.

-¡Amigos, escuchen! – gritó Edgar, tratando de acallar el rumoroso ambiente.

Volvió a repetir las palabras, con voz aún más fuerte y golpeando el metal del mostrador con la pica para hielo. Después de una tercera vez, el parlotear de los hombres fue amainando, hasta desvanecerse.

Edgar los miraba desde detrás del mostrador, con su doble papada, su enorme barriga que lo obligaba a estirar los cortos brazos para servir los tragos, su eterna camisa a rayas azules siempre transpirada y haciendo juego con su mal rapado pelo rojizo que semejaba una aureola sobre ese cráneo ovoide que se ensanchaba, desplomándose sobre sus lampiñas mejillas fofas, sostén de sus abotagadas ojeras violáceas.

-¡Por fin! – dijo Edgar – ¡Aquí están los dos detectives que investigaron lo sucedido en el Molino! Necesitaban pruebas contundentes, y el cuerpo sin cabeza ni manos las ha proporcionado. Cuentan que en ese cadáver hay una prueba incriminatoria que ¡salta a la vista!

Dicho esto, soltó una carcajada que convirtió a sus papadas en cataratas de carne desparramándose sobre su pecho, en tanto su índice señalaba a los policías de Interpol, uruguayo uno y el otro brasilero que, debido a sus consuetudinarias tertulias vespertinas allí, parecían pegados al lugar como lo estaban los reclames de cachaza y cerveza sobre las paredes desconchadas.

La risa de Edgar desorientó a los parroquianos. No se compadecía con los hechos truculentos acaecidos allá, en el Molino. Cuatro cadáveres enterrados desnudos, alineados por tamaño, uno al lado del otro. Del más corpulento se chismorreaba que había sido mutilado para dificultar su identificación, y de los otros tres, que habían sido ejecutados a sangre fría.

Edgar, con su exabrupto, también logró aflojarlos. Hacía tiempo que los aburría escuchar trascendidos que no llegaban a explicar lo acontecido.

Los muertos, se hablaba, trabajaban en conjunto con la policía, tal cual como lo haría el propio Edgar, según el rumor inmemorial que la tradición del pago había oficializado, pese a que no se advertía en su vida cotidiana nada que lo corroborara.

Luego de este anuncio se impuso un silencio pesado.

Sólo duró unos instantes. Ambrosio, el puestero de “La Chabola”, lo quebró.

Y dele, Don Edgar, ¿Qué esperan para desembuchar?

Fue como abrir la manga para que las vacas subiesen a la jaula. Se escucharon voces reclamando la cuota de novedades que ansiaban escuchar y alimentarían las charlas por venir. El detective uruguayo se paró y levantó el brazo, pidiendo silencio.

-Fue un asunto de drogas – comenzó – y les habla el autor de una de las muertes que hemos investigado. Y agregó, – Me vi obligado a disparar en defensa propia.

Un murmullo ahogado, seguido de un silencio expectante, fue la respuesta a esta confesión. Continuó,

-Lo que ustedes no saben es que, mientras nos dirigíamos a la Morgue para identificar al que baleé, fuimos atacados por una banda de sicarios. Nos tiroteamos, pero lograron robar el cuerpo.

Tomó resuello, y siguió.

-Quiero saber si recuerdan a la rubia que tomó para la limpieza el dueño del Hotel Parque hace un par de meses.

Allá por el fondo se escuchó la voz de un tape.

-¿Cuál rubia? ¿La que por lo buena estaba para darle, y presumía de que había tocado el violín en una orquesta de tango en Montevideo?-.

Yo pegué un respingo. Soy viajante y la había conocido cuando paré allí, en la gira anterior. Decidí intervenir.

-Me enteré de los muertos anteayer, cuando llegué, y la rubia ya no está más en el hotel. Era un pedazo de hembra, pero ¡ni tango, ni violín, ni Montevideo! Estaba en otra. Por casualidad, bueh, no tan casual, me la quise transar y fui hasta su habitación. Me franqueó la entrada. No vi nada desordenado, pero minga de violín. En el estuche, abierto, había una pistola. Me preguntó ”¿Que querés?”, pero yo me cagué todo y le contesté- “Perdoname, me equivoqué.” y me rajé.

-Fue con ella que me tiroteé, y la maté. Usted tuvo suerte, formaba parte de la banda – dijo el de Interpol, mirándome fijo.

Se escuchó otra estentórea carcajada. Era Edgar otra vez.

-No quieran saber. La rubia escultural resultó ser un travesti – pudo balbucear mientras reía.

-Sí, pero eso lo supimos cuando encontramos los cuerpos en el Molino. Era el único masculino con mamas, pero le cortaron las manos y la cabeza, la de arriba, porque la otra, como dijo Edgar, saltaba a la vista ¡que herramienta, creanme! Impresionante de verdad – El uruguayo hizo un gesto de medida con las manos, como para describir el tamaño, y remató – Por eso Edgar se ríe. Él también le había echado el ojo a la rubia, ¿o me equivoco?

-¡Esa ricura! – dije – ¡No lo puedo creer!, y yo que quise hacerme la fiesta. Pero, ¿y con los otros cuerpos?… – el detective no me dejó continuar.

Eran tres masculinos más, liquidados con un tiro en la nuca. Eran informantes nuestros en la zona. Fue una típica ejecución narco.

Mientras él hablaba, se oyó la musiquita de un celular. Venía desde donde estaba Ambrosio, y todos lo miramos. Sacó el móvil y atendió. En pocos segundos su cara se transfiguró y se acercó al policía brasilero, entregándole el aparatito.

Todo sucedió muy rápido. Se oyó un grito en la calle, y al instante estaban entrando al boliche, ametralladoras en mano y disparando ráfagas en abanico. Ambrosio y los dos de Interpol fueron los primeros en caer.

-¡Díganle al Chabola que el Chuy es nuestro, y el que nos traicione va a terminar como el travesti en el Molino! – oí gritar a un sicario.

Me lancé debajo del mostrador, dónde me choqué con Edgar, ya guarecido allí de la balacera.

Sin dejar de disparar, fueron yéndose al grito de “¡Viva el chamaco Morasco, cuates!¡Y que viva México!”.

Cuando me atreví a salir al descubierto vi una llovizna de yeso cayendo desde el cielorraso, cribado por las balas, y  a los hombres levantándose del forzado cuerpo a tierra. Todos, menos tres, ya se imaginan quienes. No sólo fueron los primeros en morir, también fueron los únicos.

Estábamos todos sacudidos, pero miré a Edgar y estaba tranquilo, sin señales de preocupación, parado detrás del mostrador como siempre, sus cortos brazos apoyados en él, contemplando con sus ojos saltones a su boliche destrozado y a los tres cuerpos sangrantes y desparramados en el suelo.

-Ya lo saben, muchachos – dijo suavemente – si quieren frula ¡la de Juarez, azteca de la buena, se consigue acá! No sean zonzos, ¡viajen pero vuelvan!

Volvió a soltar otra carcajada, esta vez siniestra, como esa tarde.

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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