Los que estamos un poco más grandecitos de lo que estábamos apenas ayer solemos recordar a los ’80 como una década nueva y no tan remota. Habiendo pasado casi 30 años de su cada vez más próximo triple aniversario final, por algún motivo nos sigue sonando tan fresca como si hubiera concluido apenas un tiempo atrás o, quizás engañándonos un poco, lo hacemos inconscientemente para evitar sentirnos tan obsoletos. Entre tantas páginas a revisar por haber sido parte de la adolescencia que nos tenía de protagonistas por entonces, si vivías en Argentina y eras un incondicional adepto a la música, siempre te va a resultar difícil olvidar años como el de 1982 y tu principal aliada a la hora de mantener tus oídos en forma y bien entrenados: la radio. Nada ni nadie, ni siquiera los discos de vinilo o cassettes de los que podías hacerte por ahí podían reemplazar el poder del único medio de difusión que, al igual que ahora sucede con la internet, podía informarte 24 hs. al día. Con la excepción que escuchar música en la radio en 1982 era de manera censurada, acotada. Condenadas a algún capricho ridículo de alguno o varios miembros del gobierno dictatorial que “administraba” el país, y alentados por la Guerra de Malvinas, a lo largo de los casi 2 meses y medio por los que se extendió el conflicto, los interventores de las radios bajaron la orden estricta de no transmitir música extranjera. De un día para el otro, las radios dejaron de pasar música en inglés, reemplazando aquellas canciones de tinte “imperalista” por las de intérpretes nacionales de forma tajante, muchos de los cuales que curiosamente habían sido censurados durante la dictadura. Parte del pueblo se mostraba agradecido. La nueva medida alimentaba la falsa cuota de nacionalismo impuesta por el gobierno militar, que oportunamente hizo usufructo de ese fervor para su propio beneficio. Una idea tan perversa como redonda. Charly, Mercedes Sosa, Pedro y Pablo, Gieco, conseguían más divulgación radial que en épocas pasadas. Las banderas argentinas flameaban como nunca antes en un concierto de rock durante el Festival de la Solidaridad Latinoamericana de aquel 16 de mayo mientras, entre comunicado y comunicado de guerra, un buen número de jóvenes inexpertos defendían la patria en algún rincón remoto del Atlántico Sur mientras meditaban sobre si algún día iban a regresar a sus hogares. Entre tanta locura oficializada, la nueva orden de facto de las radioemisoras trajo aparejado algo bueno. Los nuevos músicos locales, los que recientemente habían atterizado en la escena, tuvieron la chance de hacerse conocer de mejor manera que si hubieran tenido que competir codo a codo con las canciones que llegaban de afuera. Los Abuelos de la Nada, Dulces 16, Zas, Suéter, la movida rosarina encabezada por Baglietto, Los Violadores, Riff…Entre aquellos también se alistaba el de un sexteto oriundo de La Plata y su refrescante propuesta de New Wave, que bajo un nombre apenas conformado por cinco letras, y una imagen que desafiaba el marco de moralidad impuesto por entonces por el gobierno de turno, llegaba para dejar una huella imborrable en el panorama autóctono de manos de su por entonces segundo álbum, “Recrudece”. Los Virus lucían modernos. Muy modernos. Tenían peinados raros, con gel, y un cantante de orejas grandes, en una época en la cual ser homosexual era considerado una salvajada atroz que no le permitía mostrarse como tal. Flaco y de porte cuasi anoréxico, Federico Moura destilaba una imagen andrógina como nunca antes habíamos visto en las filas del rock o el pop local, que tradicionalmente se había mostrado muy homofóbico. Naturalmente elegante y transgresor, aunque reservado en lo respectivo a su vida personal, Federico no tuvo reparos a la hora de proyectar esa ambigüedad que le permitió dejar grandes canciones por al menos cinco años más. Para 1987, en el momento en que recibió la noticia de que era portador de VIH (la enfermedad a la cual prácticamente el mundo entero aún se refería como “sida”, o de manera algo despectiva de buena parte de la prensa, como “peste rosa”), tras cederle el puesto de cantante a su hermano Marcelo, optó por dedicarse a la grabación de un álbum solista que todavía permanece inédito, que con las pocas fuerzas que lograba reunir jamás logró completar. Y batallando por su salud durante 2 años más, hasta el anuncio de su muerte el 21 de diciembre de 1988, cuando después de aquella última madrugada en su hogar en San Telmo una insuficiencia cardiorrespiratoria le dio la estocada final, valiéndole de ahí en más su condecoración definitiva, casi indiscutiblemente, de primera figura de la vanguardia del pop vernáculo.

Sobre El Autor

Periodista especializado en música y artes desde 1986. Escribió en medios gráficos como La Nación, Página 12, La Maga, Pelo, Metal, Expreso Imaginario, Chicas, Madhouse, 13/20, Pan y Circo, Diario Sur, Revista Rock & Pop, Gente, Rock en Blanco y Negro, Rock N’Shows Magazine, entre otros, y también colaboró en medios radiales y de TV locales, como así también en publicaciones y libros de Brasil, Estados Unidos y Europa.

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