Pablo es un hombre atrapado entre dos deseos: el de ayudar al prójimo y ese otro, que brota desde lo perverso, que lo pone de rodillas y no hay rezo que lo salve. Antes lo padeció cuando era sacerdote y lo carcomió. Pensó que, dejando los hábitos, esa fuerza oscura a la que le teme también lo abandonaría, pero sigue ahí. Apareciendo desde lo inesperado.

Vive atrapado entre las fuerzas de la naturaleza animal y la moral que rige las acciones. Ve cómo su existencia se desarma frente a esos momentos oscuros, escasos, pero que pesan más que cualquier otra acción en su consciencia. Se debate entre aquello que nunca vamos a terminar de comprender, su lucha contra aquel aguijón que no puede extirparse.

Hoy brinda ayuda en Pampa del indio, Chaco, donde su camino se cruza con Elpidio, un joven huérfano. Uno de los viejos del lugar le pide que lo adopte, que le dé un futuro.

No es una decisión sencilla para Pablo, cuya idea de familia se encuentra desbaratada por un padre del que no tuvo más que retos. Familia es una palabra ante la cual cobardía y vulnerabilidad se confunden.

Frente a todas estas dudas que se vuelven ansiedades incontrolables, Pablo busca ayuda en Roque, su amigo, esperando que la palabra le dé algún sentido a su vida, lo ayude a decidirse, a entenderse.

De esta manera, El Aguijón ahonda en lo difícil de ser honesto con uno mismo.

¿Cómo nace El Aguijón?

Una noche de septiembre de 2015, a las dos de la mañana, terminé la última corrección de un libro sobre la afectividad al que llamé Sentir lo que sentimos. Me acosté a dormir y no me levanté por una semana: fue la gripe —o lo que haya sido— más larga que recuerdo. En el delirio de la fiebre alta de los tres primeros días, entre aspirinas e ibuprofenos poco eficaces, ensoñé la novela. En los días siguientes, repuesto solo a medias, le di algo de forma, y cuando finalmente salí de la cama, me puse a redactarla.

A mí me sorprendió mucho estar escribiendo algo aparentemente tan diferente mientras todavía me reclamaban los temas de edición del libro anterior. Y la anécdota de la fiebre y la novela la conté un montón de veces. Pero recién ahora junto las dos cosas y se me ocurre una hipótesis verosímil: tal vez El aguijón nació justo después de Sentir lo que sentimos porque para poder finalizar algo hay resignarse y dejar muchas cosas afuera. Seguramente me parecía que tenía más para decir. O sea que la resignación había sido provisoria y se me impuso la necesidad de escribir como novela lo que ya había dicho en forma de ensayo. (Parece que es verdad que uno dice siempre lo mismo y que para colmo siente que nunca termina de decirlo del todo).

Hablemos un poco de esta estructura bien marcada de la novela. Una primera parte tradicional y una segunda donde nos concentramos con la voz del protagonista en sus sesiones de terapia.

La primera parte, la que vos llamás tradicional, es la que más me costó. Fui y vine con relatos colaterales que después tuve que descartar, obligado por los comentarios implacables de los amigos que se tomaron el trabajo de leer los primeros borradores. Hoy veo que fueron ensayos para ir dándole forma al personaje. Ya bastante antes de terminar la primera parte, comencé a imaginar la forma de la segunda. Pasar a un narrador en primera persona: el protagonista hablando con su terapeuta. Quería darle más proximidad al personaje, que pudiera contar el conflicto desde adentro, que se lo pudiera ver en carne viva.

Cuando comencé esa parte, la escritura se deslizó con mucha más naturalidad: para mí era como cerrar los ojos, escuchar en mi sillón de analista y trascribir lo que un paciente me decía. La voz del personaje es una más de las tantas que escucho, o tal vez la mía propia, la que uso siempre que me pongo a contar. En cuanto al contenido del relato, le di rienda suelta a la imaginación. Pero en lo que refiere a los pasos del proceso fui llenando los capítulos de un recorrido habitual: el comienzo con resistencia y disimulos, el entusiasmo de los primeros tiempos, los retrocesos, el dolor, la vergüenza, las crisis, los puntos de inflexión. A mí me resultó más fácil escribir esa segunda parte y varios lectores me han comentado que es la que más les gustó.

Leyendo la segunda parte me llamó la atención que, durante toda la terapia, la voz de la terapeuta no aparece –al menos directamente- en ningún momento. Me gustaría ahondar en esto.

A mí me terminó gustando cómo quedó ese diálogo donde solo se escucha la voz del paciente, pero en realidad te diría que viene de una triquiñuela profesional: los psicoanalistas, cuando escribimos casos clínicos, si transcribimos la interpretación que hicimos, nos exponemos a toda clase de críticas de los colegas, que por diferencias teóricas o de cualquier tipo no están de acuerdo con el modo, el momento o el contenido de lo que dijimos. Creo que en la ficción lo hago también por eso: así el lector se ve empujado a concentrarse en el drama del personaje y no se distrae cuestionando a la terapeuta porque dijo esto en lugar de aquello. Así como está, se sabe que la terapeuta pregunta, cuestiona, hace reflexionar, no censura, no empuja en ninguna dirección: lo que ella hace queda en evidencia por los resultados.

¿Por qué decidiste que el protagonista fuera un cura? ¿Qué fue lo que te interesó de este personaje que siempre está “bajo la mira” a la hora de construir la narrativa desde su punto de vista

Imaginé el conflicto en un cura porque de ese modo el choque entre moral e impulsos es más nítido. Me parece que el contraste es notorio y verosímil: altos ideales solidarios y de servicio sobre una estructura pulsional indómita o un tanto inmadura (probablemente, las dos cosas). Otro conflicto semejante es el la persona infiel a la que le cuesta dejar de serlo y al mismo tiempo le duele “hacerle eso” a su compañera o compañero.

Hace muchísimos años una paciente me trajo un breve escrito que decía:

«Lidiar con el toro sin miedo no tiene gracia.

No lidiar con el toro porque uno tiene miedo, tampoco.

Tener miedo y lidiar con el toro: ahí está la gracia».

Firmado: Un torero anónimo.

Digamos que al menos por ahora, escribir sobre un inmoral que no se hace problemas no me interesa. Escribir sobre un hipermoral al que no le cuesta serlo, tampoco. Escribir sobre alguien que quiere ser moral y no puede, eso es lo interesante.

El tema del libro es esta lucha interna de Pablo: ese hombre bien, que ayuda, humanitario, y ese otro yo que toma el control de a momentos, “el diablo se mete en el cuerpo”. Pablo lidia con esta idea de que esa otra parte no es él, la dificultad a asumir los rincones oscuros de uno. Me gustaría profundizar este apartado, ya que lo creo nuclear a la hora de pensar la obra.

Yo creo que hay una clara diferencia entre las contradicciones conscientes y las otras. Uno puede tener una seria duda entre estudiar psicología, letras o medicina. Cada una de estas opciones puede tener fundamentos inconscientes profundos, pero son posibilidades que la persona acepta y valora: piensa que alcanzar cualquiera de esos objetivos lo va a hacer sentir bien, va a contribuir a una buena autoestima. En cambio esa contradicción que nos hace hablar de “el otro yo” o de “el diablo que se mete en el cuerpo”, es algo muy distinto. Mi voluntad no es suficiente para dominar esa otra parte de mí, por eso con cierta razón siento que es algo que no me pertenece. Pero eso no me autoriza a alegar inocencia. Mi cuerpo es mío, lo que hago sale de mí. Alguna satisfacción me da, aunque me cueste reconocerlo. La disociación puede ser mayor o menor, pero siempre hay una cuota de conciencia de que ese otro yo también es parte de mí.

“La soberbia de pensar que siempre el dolor de uno es el peor”. “Siempre me miro el ombligo y creo que mi dolor es el peor”. Con estas dos frases que aparecen en la novela podemos pensar en diversas cuestiones egoístas del dolor. ¿Por qué creés que el personaje pone el foco ahí?

En parte es algo que todo psicoanalista sabe: cuando uno se concentra en el propio dolor, el dolor aumenta. Y a la inversa, cuando uno se ocupa de los demás, el dolor disminuye. Pero más allá de eso, esas dos frases (u otras parecidas con ese sentido) me las dijo una mujer alcohólica que se atendía conmigo y que participaba de un grupo de Alcohólicos Anónimos. El compromiso de esa mujer era conmovedor y ella se había consustanciado con la filosofía de fondo de Alcohólicos Anónimos. Para construir a Pablo como personaje muchas veces tuve en la mente esa paciente. Esa mujer y su proceso interior de transformación es algo que nunca voy a olvidar.

Partido en dos. ¿La duda, el no poder terminar de asumirse, consume más que la tragedia, aquello que quizás es más doloroso, pero de lo que una vez aceptado se puede empezar a salir?

La tragedia es una puñalada: te lastima hasta el fondo del ser; te deja una herida aguda que poco a poco podrá ir curándose; también deja una cicatriz de dolor inolvidable. La duda, el no poder terminar de asumirse es un aguijón: un drama crónico que uno lleva clavado en la carne. Molesta tanto que es imposible pedirle a alguien la resignación de aceptarlo, pero también es inútil la lucha voluntarista de querer arrancarlo. Con el aguijón hay que convivir. Yo creo que en esos casos, la mayor ambición es aprender a manejarse para atemperar el dolor y los daños. A lo largo de casi todo el proceso de escritura el libro se iba a llamar Descendió a los infiernos. Con ese nombre se habría referido a un problema más circunscripto, referido a un cierto período trágico, ¿no? Pero después de las últimas correcciones que hice con Lara Segade, ella me sugirió que repensara el título. Primero se me ocurrió El aguijón en la carne, pero terminé optando por El aguijón. Y parece que da más en el clavo de lo que le pasa al personaje.

En ocasiones se habla de que los psicólogos son, de determinada manera, una continuación de los curas, en cuanto a confesión, a sacarse algo del pecho sin la carga moral que proviene de la iglesia. En tu novela conviven ambos aspectos. Tanto de tu lugar de autor como de lugar de profesional, te pido una reflexión acerca de esto.

En este punto creo que coinciden mucho el autor y el profesional. Como autor, quise imaginar a Pablo como un buen confesor; que es cruel consigo mismo, pero como confesor sabe que tiene que transmitir la misericordia de Dios. Su amigo Roque en algún momento le hace notar esa contradicción. A su vez, a Mercedes, la psicóloga que no habla, la imaginé respetuosa, comprensiva y sin indicios de actitudes condenatorias. En la novela, Pablo como cura y Mercedes como psicóloga se posicionan frente al pecador o al paciente como frente a alguien que sufre. Adoptan una saludable compasión —actitud de padecer con—.

En tanto profesional pienso que esa actitud para con el hombre que padece es una condición o actitud necesaria. Tal vez no sea suficiente (la terapia tiene que ofrecer algo más, la consideración de lo inconsciente), pero es una base imprescindible. Y para la paz interior del penitente, imagino que un cura comprensivo ayuda mucho. Lástima que el cura y también el psicólogo si adoptan posturas fundamentalistas pueden terminar causando más daño que beneficio. Tener el “título” de cura no es certificado de moralidad, y tener el título de psicólogo no es un certificado de salud mental.

¿Quiénes fueron tus referentes a la hora de escribir la novela?

Admiro autores como García Márquez y Saer. Para mí, Crónica de una muerte anunciada es una de las máximas expresiones de la genialidad narrativa. Y Saer en Lo imborrable, El entenado, El limonero real o La ocasión, por nombrar algunas de sus novelas, alcanza la cumbre de una narrativa filosófico-emocional, por llamarla de alguna manera. Pero uno y otro son inimitables. No los puedo ni siquiera imaginar como referentes. Cada vez más me veo compelido a una sencillez descarnada. Cuando meto una frase con aspiraciones de complejidad, desentona.

En El aguijón, cuando personaje en primera persona habla con su analista y no se oye la voz de ella, me sentí estimulado por Federico Jeanmaire. En Más liviano que el aire, se oye todo el tiempo la voz de una anciana que habla con un ladronzuelo que se le metió en la casa y al que ella con astucia lo encerró en el baño. Del ladrón no se oye una sola palabra.

Tampoco podría decir que Irvin Yalom es un referente. Pero con él me pasó lo siguiente. A comienzo de 2018 yo tenía mi novela terminada y quedó en reposo unos seis meses. Llegué a pensar que no la publicaría. Pero a mediados de año, no sé bien por qué, se me dio por volver a leer Un año con Schopenhauer y me gustó aún más que la primera vez. Me impactó la honestidad con la que Yalom, psicoterapeuta y escritor, se expone. Y la convicción con la que trata de trasmitir lo que piensa de la psicoterapia y de la vida. Eso me pareció imitable y me dije algo así como yo también tengo que atreverme a decir lo mío.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

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