La desaparición física de Leonard Cohen generó en muchos de nosotros, sus oyentes y lectores, un hueco que se acrescenta en el tiempo como así también lo hace su melancólica presencia.

La llama funciona como una fulgurante coda a la totalidad de su obra pues reúne poesía, letras de canciones, dibujos, cuadernos manuscritos y su discurso de asunción del premio Príncipe de Astúrias. El libro, concebido como legado póstumo por el propio poeta fue terminado de ensamblar y prologado por su hijo Adam.

En sus páginas confluyen todas las obsesiones de este trovador penitente y demasiado humano.

PRÓLOGO

Este libro contiene los últimos esfuerzos de mi padre como poeta. Ojalá lo hubiese visto terminado, y no porque en sus manos hubiera sido un libro mejor, más acabado, más generoso y estructurado, ni porque, de una manera más fiel, hubiera reflejado lo que mi padre quería ofrecer a sus lectores, sino porque su cometido era lo que lo mantenía vivo al final de sus días, su único objetivo vital.

Durante el difícil período de su escritura, mi padre enviaba emails con «no molestar» a los pocos que solíamos pasar a verlo. Reanudó su compromiso con la práctica de una meditación rigurosa a fin de que su mente se concentrara en el trabajo mientras múltiples fracturas en las vértebras le provocaban un profundo dolor y su cuerpo se debilitaba por la enfermedad. A menudo me comentaba que, con todas las estrategias de las que se había servido en el arte y la vida durante su rica y complicada existencia, habría deseado mantener con mayor firmeza el reconocimiento de que la escritura era su único consuelo, su verdadero propósito.

Mi padre, antes que nada, era un poeta. Y, como hizo constar en los cuadernos que aparecen en este libro, consideraba su vocación como el «mandato de D­­ios de entrar en la oscuridad». (Los guiones indicativos de la veneración de mi padre a la deidad, su reticencia a escribir el nombre divino, incluso en inglés, son una vieja costumbre judía y la más manifiesta evidencia de la fidelidad que mi padre alternaba con su libertad.) «Religión, maestros, mujeres, fama, dinero, drogas, el viaje […], nada me coloca tanto, ni me alivia el sufrimiento, como emborronar páginas, escribiendo.» Sin embargo, esta declaración de intenciones era también una declaración de remordimiento: presentaba su consagración literaria como una explicación de lo que él consideraba que había sido un pobre servicio como padre, unas fallidas relaciones sentimentales y un absoluto desinterés por sus finanzas y su salud. Recuerdo lo que escribió en una de sus canciones menos conocidas (y una de mis favoritas): «Fui tan lejos en busca de la belleza, dejé tanto atrás.» Aunque todo parece indicar que no fue tan lejos: desde su punto de vista, lo que había dejado atrás era insuficiente. Y este libro, él lo sabía, iba a ser su última ofrenda.

De niño, cuando le pedía dinero para comprarme unas chuches en la tienda de la esquina, solía decirme que buscara en los bolsillos de su chaqueta algún billete suelto o unas monedas. Y, mientras buscaba, siempre me topaba con un cuaderno de notas. Después, en el transcurso de los años, cuando le preguntaba si tenía un encendedor o unas cerillas, invariablemente, al abrir los cajones, mis dedos tropezaban con blocs de papeles escritos. En cierta ocasión, cuando le pregunté si tenía una botella de tequila, me dijo que mirara en la nevera, donde encontré un cuaderno de notas extraviado, congelado. De hecho, conocer a mi padre era (entre muchas otras cosas maravillosas) conocer a un hombre con papeles, cuadernos y servilletas de bar, todos con su distinguida caligrafía, diseminados (cuidadosamente) por todas partes. Procedían de mesitas de noche de hoteles, o de tiendas de todo a cien; las libretas doradas, encuadernadas en cuero, lujosas, o que, por su aspecto, parecían importantes, jamás las utilizaba. Mi padre prefería recipientes humildes. A principios de los años noventa, había armarios llenos de cajas de libretas, cuadernos que contenían una vida de dedicación a lo que más le definía. Escribir era su razón de ser. Era el fuego que atendía, la llama más importante que avivaba. Nunca se extinguió.

Hay muchos temas y palabras que se repiten en el trabajo de mi padre: «roto», «congelado», «desnudo», «fuego» y «llama». En la contracubierta de su primer álbum, vemos (como escribiría después en una canción) las «llamas que siguen a Juana de Arco». En su célebre composición «Who by Fire?» («¿Quién con fuego?») preguntaba sobre el destino de los seres humanos, una cuestión que extrajo con picaresca de una oración judía. «Encendí una fina vela verde para darte celos.» Una vela que sólo fue la primera de muchas combustiones. En esta obra hay fuegos y llamas para la creación y la destrucción, para el calor y la luz, para el deseo y la consumación. Encendía las llamas y las atendía diligentemente. Estudiaba y tomaba nota de sus consecuencias. Se sentía estimulado por su peligro; a menudo hacía comentarios sobre el arte de otras personas diciendo que no manifestaba suficiente «peligro», y alababa la «emoción de un pensamiento encendido».

Esta ardiente preocupación duró hasta el final. «Lo quieres más oscuro / Apagamos la llama», salmodió en su último disco, su álbum de despedida. Murió el 7 de noviembre de 2016. Ahora todo parece más oscuro, pero la llama no se ha apagado. Cada página de papel que emborronó es la perdurable evidencia de un alma en llamas.

Adam Cohen, febrero de 2018

 

LA NIEBLA

 

Igual que la niebla no deja cicatrices

En la oscura y verde colina

Tampoco mi cuerpo las deja

Sobre ti, ni lo hará nunca

 

Cuando el viento y el halcón se encuentran

¿Qué es lo que queda?

Así tú y yo nos encontramos

Nos damos la vuelta y nos dormimos

 

Igual que muchas noches resisten

Sin una luna, sin una estrella

Así resistiremos nosotros

Cuando uno se vaya bien lejos

 

 

LA MITAD DEL MUNDO PERFECTO

 

Cada noche venía a verme

Le preparaba la cena, le servía el té

Ella tenía entonces treinta años

Había ganado dinero, vivido con hombres

Bajo la blanca mosquitera

Nos acostábamos en un toma y daca

Y sin darnos cuenta

Vivíamos mil años en uno

Ardían las velas

Descendía la luna

La pulcra colina

La lechosa ciudad

Transparente, ingrávida, luminosa

Descubriéndonos a los dos

En aquel suelo fundamental

Donde el amor carece de voluntad, ataduras

Límites

Y se descubre la mitad del mundo perfecto

MI CARRERA

 

Tan poco que decir

Tan urgente

Decirlo

 

Título: La llama

Autor: Leonard Cohen

Traducción: Alberto Manzano Lisandra

Editorial: Salamandra

343 páginas

Sobre El Autor

Damián Blas Vives es actualmente es Director de Gestión y Políticas Culturales de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Entre 2016 y 2020 coordinó el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq de dicha institución y antes fue Coordinador del Programa de Literatura y editor de la revista literaria Abanico. Dirigió durante una década el taller de Literatura japonesa de la Biblioteca Nacional, que ahora continúa de manera privada. En 2006 fundó Seda, revista de estudios asiáticos y en 2007 Evaristo Cultural. Coordina el Encuentro Internacional de Literatura Fantástica y Rastros, el Observatorio Hispanoamericano de Literatura Negra y Criminal. Ideó e impulsó el Encuentro Nacional de Escritura en Cárcel, co-coordinándolo en sus dos primeros años, 2014 y 2015. Fue miembro fundador del Club Argentino de Kamishibai. Incursionó en radio, dramaturgia y colaboró en publicaciones tales como Complejidad, Tokonoma, Lea y LeMonde diplomatique. En 2015 funda el sello Evaristo Editorial y es uno de sus editores.

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