Aunque la lluvia cae a baldazos, un peatón camina sin paraguas. Las gruesas gotas de agua lo evitan. Él no está mojado.
Este detalle sorprende a un automovilista que, con un gesto muy porteño, al pasar a su lado le hace un guiño con sus faros en señal de admiración.
El haz de luz choca con el negrísimo fieltro brillante del sombrero de ala ancha y copa muy alta que corona su cabeza, destella y la alumbra. Al hacerlo deja ver un rostro de tez nacarada con facciones estrambóticas, caricaturescas.
El automovilista, intrigado por esa visión, por un instante lo imagina extraterrestre. Un escepticismo sobrador lo hace sonreír al recordar que un ingenio humano hace poco llegó a Marte.
Detiene el auto. Lo invade una irrefrenable curiosidad que lo empuja y obliga a conocer a ese personaje, a preguntarle cómo logra permanecer sin mojarse bajo tamaño aguacero. Su voluntad es arrollada por ese impulso irresistible. Baja del coche y se le acerca mientras lo baña el chaparrón, enfrentándolo hasta que sus alientos se mezclan.
El único ruido que acompaña al repiquetear de la cortina de agua sobre el asfalto es el del limpiaparabrisas, que evoca al de un metrónomo con ritmo de adagio que hipnotiza con su uniforme tac-tac.
El beso que sobreviene es salvaje y gélido.
Luego, codo a codo, son dos los caminantes a los que la lluvia no moja.
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