¿Qué es lo que respira fuego sobre las ecuaciones

y crea un Universo que éstas puedan describir?

Stephen Hawking

 

En 1814, un físico y matemático francés bastante groso llamado Pierre-Simon Laplace concibió la imagen de una inteligencia superpoderosa (luego identificada con el Demonio, aunque Laplace, dicen, nunca usó esa palabra) que, si conociera la ubicación precisa y el momento de cada átomo en el Universo, podría deducir sus valores pasados y futuros utilizando las leyes de la Física. Es decir, quien tuviera una visión completa del mundo podía entenderlo y predecirlo (lo que implica, potencialmente, manipularlo). Posteriormente, la perspectiva determinista de Laplace fue sucesivamente desafiada por otros avances en los campos de la Física y la Matemática, como el Teorema de Incompletitud de Gödel, el Principio de Incertidumbre de Heisenberg o la Teoría del Caos. Sin embargo, persistió en la comunidad de físicos la búsqueda de una Teoría del Todo, un hipotético marco teórico consistente que explicara e integrara de manera completa todos los aspectos físicos del Universo; esencialmente, las fuerzas fundamentales: la gravedad, el electromagnetismo y las fuerzas nucleares (al parecer, la gravedad es díscola y a que la pongan en la misma bolsa que las otras). Esta idea de construir un sistema que permita deducir la naturaleza del mundo a partir de principios anteriores también se pone de manifiesto en el campo de la Filosofía, desde Aristóteles hasta Hegel, y, de hecho, hay quienes toman prestada aquella expresión de la Física para referirse a tales colosales esfuerzos filosóficos.

En la famosa entrevista que Heidegger diera en 1966 a la revista Der Spiegel (“El espejo”), el filósofo, con cierta desazón, reconoce que la metafísica tradicional no ofrecía (¡ya en ese entonces!) posibilidad alguna de pensar la era de la técnica moderna. Quiero subrayar esto: para Heidegger, el estado de la técnica en 1966, cuando Internet no había nacido todavía en la Universidad de California y el modelo del ADN de Watson, Crick y Franklin era relativamente reciente y no anticipábamos las posibilidades de la manipulación genética, ese estado de cosas era tal que había desbordado las posibilidades de ser pensado por la filosofía occidental. Curiosamente, en ese mismo pasaje de la entrevista Heidegger se reconoce deslumbrado por un “método” de pensamiento que era para él completamente nuevo y al que le dedicaría lo que le quedaba de vida: la filosofía zen. Un poco fatídicamente, sin embargo, anticipa que puede que se necesiten 300 años para que ese pensamiento necesario actúe y coloque al hombre en una relación más satisfactoria con la esencia de la técnica que domina el mundo moderno.

Y acá llegamos, por fin, a Byung Chul Han. Un señor filósofo nacido en Seúl y catedrático de la Universidad de las Artes de Berlín. Un hombre que, quizá, tenga todas las fichas para conseguir orientarnos hacia una relación más amable con nuestro mundo capitalista, hiperconectado, vigilado y acelerado, nuestro mundo Hermano Ojo.

A Heidegger, tal vez, su par coreano le hubiera caído en gracia. Por un lado, porque tiene una relación natural con el budismo y, por otro, porque escribe en alemán (para Heidegger, la lengua propia del pensar occidental contemporáneo, por su “particular e íntimo parentesco (…) con la lengua de los griegos”).

Han cita, refuta o amplía, según el caso, a todos los grandes nombres: Kant, Hegel, Nietzsche, Marx, Freud, Benjamin, Derrida, Foucalt; todos ellos y muchos otros tienen su lugar en la obra de Han y le proveen de las herramientas para construir su discurso. La cita de grandes referentes es una estrategia habitual para validar un razonamiento dentro del ámbito académico. La refutación, que supone un gesto de desacralización, no tanto.

Quizá lo más importante es, sin embargo, que Han sabe cosechar simpatía por fuera e la academia. Es un fenómeno de ventas a nivel mundial, tal vez sin precedentes en el -a veces- duro terreno del amor al pensar. Escribe sobre temas actuales que preocupan a todos y lo hace con un lenguaje y una didáctica que conectan bien con, el público general, nosotros, los que visitamos la filosofía de vez en cuando, un poco como extranjeros, turistas sin demasiada certeza de estar entendiendo verdaderamente lo que leemos, con la sensación de que algunas cosas importantes de los grandes pensadores se nos escapan, nos quedan grandes.

Pensamiento incremental

Volvamos, por un instante nada más, a Heidegger (esto no es caprichoso, ya que es palpable la raíz heideggeriana del pensamiento de Han). Al final de la primera lección de “¿Qué significa pensar?”, el filósofo afirma que sólo el salto nos coloca en el lugar del pensar. Para él, el auténtico pensamiento requiere, en algún punto del recorrido, una innovación (renovación) radical:

“A diferencia de un progresar continuo que nos permite llegar insensiblemente de una cosa a otra sin cambios de decorado, el salto nos lleva de golpe adonde todo es diferente, de suerte que nos extraña”.

Para Heidegger, la Filosofía requiere, como el arte, un extrañamiento, un estar de repente en un paisaje desconocido.

A Byung-Chul Han, en cambio, podríamos describirlo como un pensador incremental. Con esto quiero decir que en su propuesta de pensamiento hay pocas grandes ideas verdaderamente originales, más bien hay una lúcida asimilación y organización de cosas que ya han sido planteadas antes por otros. Esto no es inesperado: Han parece desconfiar del concepto de originalidad; su mirada oriental entiende al arte y al pensamiento como encadenamientos del hacer humano en los que, de manera similar a lo que ocurre en la evolución biológica, los cambios se producen paulatinamente, paso a paso. En su libro “Shanzai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China”, el filósofo coreano escribe:

“En chino clásico, el original se denomina zhenji. Literalmente significa ‘huella verdadera’ (…) La idea del original chino no se entiende como una creación única sino como un proceso infinito, no apunta a la identidad definitiva sino a la transformación incesante”.

Nos topamos aquí con un primer aporte interesante de Han a la discusión sobre el plagio y la autoría. Como eslabón de una larga y perpetua cadena de cosas heredadas, es difícil atribuirle a un individuo del género humano esa condición tan occidentalmente venerada de originalidad. Algunos artistas (o, para el caso, pensadores), podrán ganar especial visibilidad por mérito, cuestiones circunstanciales, incluso por suerte o, por qué no, por asuntos de mercado. Eso, no obstante, no los sustrae de su condición de eslabones de una cadena continua.

El espíritu shanzai (“falsificación”, en chino) promueve la apertura y permeabilidad:

“visualiza un tipo singular de creatividad. Sus productos van apartándose del original sucesivamente, hasta mutar en originales”.

Como vemos, la creatividad, para Han, es acumulativa. En su obrar, el filósofo coreano es consistente con la filosofía que predica.

Sus ideas prominentes

Byung Chul Han maneja algunas ideas recurrentes, que va adaptando para pensar distintas problemáticas actuales. Si tuviera que arriesgar, diría que en lo fundamental realiza una crítica profunda al capitalismo moderno y que sus ideas más salientes indagan en la auto-explotación del sujeto moderno, el panóptico digital y el exceso de positividad en nuestra sociedad fragmentada, así como también en las consecuencias psíquicas y sociales de estos elementos.

En la visión de Han, el sujeto contemporáneo es netamente narcisista, comparable a un hámster que gira cada vez más rápido en su rueda sin vincularse con el otro (“Topología de la violencia”, Herder). El narcisismo se presenta como fuerza motora del trabajo del ser humano postmoderno. La explotación del individuo, hoy en día, no procede del exterior, sino del interior: somos sujetos del rendimiento, convencidos, persuadidos, de que la realización está intrínsecamente unida a lo laboral/profesional. Como máquinas de productividad, producimos en el trabajo y fuera de él. El día improductivo, el no-hacer, se vive con culpa o desconcierto. El ocio se describe, a veces, como un momento improductivo necesario (fuente de creatividad o de descanso para producir mejor). Se lo subsume, así, a la lógica capitalista.  Como es el yo el que se explota a sí mismo, no hay revuelta que valga (si la hay, no es social; tal vez se parezca más a la revuelta íntima, más difícil, que proponía Kristeva). No hay una externalidad clara a la que culpar del estado de coas individual, ni del fracaso del individuo, lo que se traduce en conductas autodestructivas, aislamiento y depresión.

El panóptico carcelario de Bentham, expandido en Foucalt a un sistema de vigilancia social, hoy se ha perfeccionado de manera similar: nos desnudamos voluntariamente en las redes sociales, entregamos gigabytes de datos que son aprovechados, big data mediante, con fines políticos y, en última instancia, económicos. El panóptico digital triunfa donde fracasaba el original, que sólo alcanzaba los cuerpos vigilados. El nudismo digital, las ventanas a la intimidad, son premiadas con más likes y corazones que los comentarios críticos o negativos. Instagram es la red de la felicidad, una red sin conflicto, el perfecto anverso de Twitter, aún vigente pero en declive. La comunicación aparente de las redes sociales degrada e incluso suprime el espacio público. “A través de las ventanas no miramos a un espacio público, sino a otras ventanas” (“En el enjambre”, Herder). El exceso de transparencia paraliza la acción política: “bajo el dictado de la transparencia, las opiniones disidentes (…) ni siquiera llegan a verbalizarse”. El algoritmo de Facebook nos conduce, preferentemente, a opiniones similares a las propias. Propone un modelo auto-consistente, y, por lo tanto, ciego al entorno. Escuchamos siempre lo mismo, nos dicen lo que queremos oír. No hay debate. La lista de Youtube concluye siempre en el mismo sitio, recorre un camino trillado sin obstáculos ni sorpresas. Google prefiere el surco más transitado. La masividad se toma como criterio de verdad y de razón. En el mundo de la hipervigilancia el político se encuentra paralizado: (“La sociedad de la transparencia” y “Psicopolítica”, Herder), los teléfonos pinchados, el archivo televisivo, la memoria imborrable de los dispositivos smart y las filtraciones conspiran contra la acción política novedosa.

En el tejido social, en el arte y en las relaciones íntimas, se propone un exceso de positividad: las fricciones, las restricciones a la individualidad y el miedo a lo distinto se perciben con negatividad (“La actualidad de lo bello”, “La expulsión de lo distinto”, “La agonía del Eros”, Herder). La comunicación deviene lisa. Lo homogéneo se propone como una solución más feliz que lo heterogéneo; nos gusta pasear por praderas amables, sin accidentes, espacios domesticados. Ese impulso se instala incluso en el arte: las pulidísimas esculturas de Jeff Koons, no buscan ningún desajuste interno, ninguna conmoción o incomodidad, nada más alegría y belleza. Merma el erotismo: el deseo y la tensión sexual se alimentan, también y sobre todo, de los aspectos negativos que hoy se proscriben de las relaciones. Sin ausencias, distancias, inaccesibilidad y conflicto, el Eros no puede prosperar durante mucho tiempo. El psicoanálisis, nacido y concebido en una sociedad netamente represiva, queda desactualizado y pierde eficacia en la sociedad neoliberal del laissez faire, en la que el Homo liber surfea a sus anchas.

Han, por suerte, no se queda en lo meramente descriptivo, sino que se permite, por momentos, algunas propuestas para contrarrestar los aspectos nocivos de la sociedad actual. La desaceleración, el silencio, incluso la idiotez (resignificada como una idiosincrasia de la simpleza y lo particular, una praxis de auténtica libertad frente al consenso), son algunas de sus recetas. Sus consejos abrevan en las premisas orientales de vacío y apertura. Lo que nos conduce a la siguiente sección del artículo, “las joyas escondidas” de la obra de Han.

 

 

Joyas de jade

Aunque, probablemente, los escritos que despellejan la sociedad neoliberal son las más difundidos y reconocidos de la producción de Han, hay otra parte de ella, a mi juicio, mucho más particular, más extrañada, y esta es, justamente, la que arraiga en su origen oriental. Estoy pensando, en particular, en cuatro de sus obras: “Filosofía del budismo zen”, “Loa a la tierra: un viaje al jardín” (una reflexión sobre la jardinería, una pasión del filósofo), la ya mencionada “Shanzai”, que opera casi como una bien fundada apología de la imitación y el plagio y se suma al debate actual sobre la autoría y la no-creatividad, y “Ausencia. Acerca de la cultura y la filosofía del lejano oriente”, que subraya las nociones de apertura y vacío en el arte y la cultura oriental.  Estas últimas dos, en Argentina, han sido editadas, circuladas (¡e incluso son exportadas!) por ese admirado y consistente proyecto editorial que es Caja Negra Editora. La exclusividad de todas las otras, por ahora, lo tiene la española Herder, lo que encarece bastante el precio de esos otros libros del autor coreano acá en el Río de La Plata y aledaños. Es interesante, sin embargo, que en ambos casos se trata de sellos independientes y que, con alguna excepción, los títulos son relativamente fáciles de encontrar en cualquier librería local.

Algunas críticas ¿menores?

En términos generales, encuentro convincentes las argumentos de Han contra la sociedad del consumo y los sutiles mecanismos de coacción del capitalismo actual. Consigue poner en palabras lo que todos percibimos y padecemos, y ese efecto empático es ya en sí mismo parcialmente exorcizante.

Me gusta, por otra parte, cierta tendencia a la desacralización que Han hereda del propio Heidegger y otros filósofos del Siglo XX: frecuentemente refuta o descarta por obsoletas algunas ideas de grandes nombres del pensamiento occidental, y en otros casos señala que algunos conceptos se han quedado cortos y requieren expansión (por ejemplo, cuando transita de la noción de biopolítica a la de psicopolítica). Admiro, también, su popularidad creciente. Nos habla, un poco, de la ambición de Han, de la masividad del público que persigue: sólo quien consigue una sensibilidad y un lenguaje popular puede ser popular. Se trata de un logro difícil, ese equilibrio en el lenguaje, que a menudo exige, también, algunas concesiones y sacrificios.

Pero, si tuviera que hacerle alguna crítica, si siguiendo su propio consejo debiera ser un poco o bastante idiota y disentir con él, diría que, por momentos, su discurso parece describir más bien una realidad europea o europeizada, de clase media y clase alta. Han, es sus análisis, a contramarcha de sus propios enunciados, parece caer en una lógica algo endogámica, donde lo distinto no tiene mucha cabida. Muy enfocado en su tesis sobre la auto-explotación, dirá, por ejemplo, que las viejas maneras de la explotación y las antiguas formas violentas de la dominación han sido superadas y reemplazadas por otras más sutiles (y, por lo tanto, peligrosas). ¿Dónde quedan, en la descripción de Han, la pobreza, la desigualdad de género, el genocidio, las maneras más brutales y perdurables de la dominación? ¿Y qué hay de la dinámica de amo y esclavo que persiste en las relaciones interpersonales? Su filosofía es una filosofía de la novedad, y se enfoca en especial en aquellos que disponen de un excedente. Quien puede sacrificar tiempo libre para auto-explotarse es aquel que tiene tiempo libre. La vida con exceso de positividad (la que sea: alegría, salud, experiencias) es propia de quien dispone de opciones y de medios.

Han parece desconocer o, más probablemente, excluye como objeto de análisis, a la economía de subsistencia. Ok, es cierto que modelos de explotación como el de Uber o Rappi proponen un discurso de emprendedurismo y autonomía, pero no convincentes porque, justamente, no conducen al excedente, condición sine qua non para una auto-explotación sustentable y pilar de la libertad que Han da por cierta.

En su afán de concentrarse en lo que aporta de novedoso, el filósofo olvida que las viejas maneras y las nuevas maneras de la dominación se superponen y complementan. Que algunas se reparten hacia unos y otras hacia otros, y que hay aquellos a quienes el sistema capitalista todavía no considera dignos o confiables de la categoría de Homo liber. Incluso estos últimos serán, como mucho, sujetos parcialmente emancipados, condicionados por relaciones de poder y sometidos a alguna forma de autoridad. Tal vez en ese desinterés de Han radique la clave del que aparece como el gran ausente en su obra: Jean Paul Sartre (aquí, aclaro, que no he leído el catálogo completo de Han, pero en el mejor de los casos la presencia de Sartre será bastante diluida en comparación con otros nombres evocados por aquel con mucha mayor frecuencia).

Es ahí donde la vocación holística de Han, el gesto, prometedor, de abarcar todos los grandes pensadores e incluso, hacer que la tradición oriental y la occidental comulguen, cae todavía lejos de una verdadera Teoría del Todo.

Sobre El Autor

Nació en Buenos Aires en 1980. Obtuvo el primer y tercer premios del Concurso Itaú de Cuento Digital (2016, 2017), el primer premio del Círculo de Estudiantes de Artes de la Escritura (UNA) (2017) y el 2do Premio del Concurso Luis José de Tejeda (2019). Publicó en diversas revistas y portales literarios y en las antologías "La Plata, Ciudad inventada" (Primer párrafo, 2011) y "Los bordes de la biología" (Evaristo, 2018). En 2019 Malisia Editorial editó su primer libro de cuentos ("Pero ninguna palabra sobrevive"). Fue incluido en la antología Audiocuento y es uno de los fundadores de la editorial Salta el Pez. Es Investigador Independiente del CONICET y estudia la Licenciatura en Artes de la Escritura de la UNA.

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