El presente ensayo es parte integral del libro La terquedad de la esperanza. Cuatro cuadros circundantes a un libro revolucionario, Universidad Autónoma de Nuevo León, México, 2015.

 

Era una noche serena del año 1900 cuando un adolescente mexicano fue mordido en el labio por una araña. Al instante no sintió el dolor, pero minutos después su cuerpo reaccionó. La fiebre y los malestares no pararon hasta el amanecer. Algunos años después de esta picadura, el joven decidió confesarle a su padre, un militar benévolo pero severo, su gusto por la búsqueda de conocimiento a través de los libros y su fascinación por explicar la realidad a través de la poesía y la escritura.

Le dijo al general que la historia y las imágenes le producían un inexplicable estado de exaltación, palpitaciones taquicárdicas, un suspiro que le motivaba a realizarlo todo, un sentimiento que no había experimentado con ningún otro insumo material y fue entonces que el padre sintió una conmoción en el pecho. Por la misma época de la mordedura de la araña, el también joven José Vasconcelos tuvo una visión luminosa en el desierto de Coahuila, visión que nunca pudo comprender. Si echamos andar los motores de la imaginación, éstas podrían ser las fantásticas explicaciones de la precoz iniciativa y poderosa inteligencia de dos de los integrantes del Ateneo de la Juventud en México, y aunque me encantaría pensar en ello, probablemente la realidad sí supere a la ficción.

Sin embargo, el resultado es lo que cuenta y cuenta mucho para la historia de la literatura y de la vida intelectual de Hispanoamérica, pues en esa década de 1910, en el continente más occidental del planeta, se forjaron grupos de jóvenes que deseaban cambiar la vida cultural, la educación y la acción política de sus naciones.

El general tal vez lo supo, pero ¿qué más podía hacer?, si él mismo fue el responsable de que la araña trepara hasta la conciencia del hijo; en vez de llevarlo al campo militar, lo llevó por la historia a conocer la guerra perso-griega de Maratón, le mostró los libros de estrategias napoleónicas y le contó, como si fueran Las 1001 noches, sus hazañas liberales en contra de franceses y conservadores.

Su mutua afición por la historia y las historias, los llevó a releer a Rubén Darío y a publicar en México un libro que cambiaría la vida no sólo de este joven, sino de toda una generación. El Ariel de José Enrique Rodó fue esa tarántula con mil extremidades que afectó la conciencia de aquellos estudiantes que en la década revolucionaria transformó perfiles, provocó terremotos en las voluntades y afianzó el interés por participar enteramente en la vida social.

En el caso mexicano no sólo el uruguayo fue el culpable de la creación de un Ateneo juvenil, sino que un Sócrates caribeño logró que el entusiasmo por esta lectura filosófica latinoamericana tuviera un cause que se consolidó, al menos, en una enorme boca de río de nombre Alfonso Reyes y en un libro centenario lleno de pesimismos vanos titulado Cuestiones estéticas (1911).

Este misionero continental se llamaba Pedro Henríquez Ureña, dominicano, mexicano y argentino a la vez, quien supo de buena vena hacia dónde se dirigía el futuro cultural del continente y la forma en cómo podría impactar el arielismo pujante en aquellos años. En uno de sus libros, Historia de la cultura en la América hispánica, el escueto Pedro pinta un mural del panorama rígido y positivista predominante a comienzos del siglo XX: esa filosofía y ciencia unilateral que los estudiantes del 1900 querían romper a toda costa.

Fue entonces que las palabras de Rodó cobraron valor y forjaron entusiasmos entre los lectores, pues era un llamado lleno de esperanza para construir un futuro más humano y justo, con base en el trabajo y en la educación. El escritor uruguayo propuso que el espíritu juvenil, inquieto y nervioso, fuera encausado hacia el estudio de todas las ciencias y disciplinas, sin dogmatismos ni imperativos, sin trancas al paso en la adquisición del conocimiento. José Enrique, 10 años antes de la Revolución Mexicana, emitió un grito que llegó al norte del continente para motivar a los noveles y así realizar una revolución intelectual que cambiaría la forma de ver el mundo.

El autor de Ariel se pregunta en su libro si esa fuerza humanitaria, si esa idea de tolerancia y pluralidad “¿llegará a materializarse algún día?” Pues con esa misma alegría por la vida y la lectura me atrevo a decir que sí. Y que en México se consolidó en primera instancia con los muchachos del Ateneo, después en los pequeños gigantes de la generación de 1915, y hasta en los mismos poetas del grupo sin grupo.

Es conocido el vigor y la terquedad de José Vasconcelos por intervenir, como lo dijo el arielista, en la cosa pública; es sabida la capacidad de Antonio Caso por comprender y romper con el positivismo para proponer nuevas guías, nuevas formas de estudio; pero el caso de Alfonso Reyes me parece singular en este tiempo, pues fue el único que absorbió por completo el poder creativo y la filosofía del autor uruguayo.

El poco conocido escritor montevideano Carlos Real de Azúa dijo en 1952 sobre su compatriota, que éste tuvo la capacidad de alimentar su espíritu y su intelecto para crear una obra llena de “forma, tiempo e ideas”, y así lo entendió el regiomontano, ya que para 1905, a sus 16 años de edad, Alfonso tenía clavado con martillo que su destino sería la creación literaria sin el ornamento hueco del modernismo, en cambio puso cuidado en la forma y el fondo, como si fuera una llamada doble. El bien pensar con el bien decir, uno sin el otro, acompañado de la fuerza argumentativa de la razón y de la fuerza vívida que sólo promete el espíritu y el impulso impaciente de la temprana edad.

Entonces la fórmula Reyes parece estar integrada por un método innovador en ese instante: forma y fondo, razón y espíritu, escritura y acción: la síntesis de Ariel en un adolescente mexicano que llegaría a analizar y a cambiar la cultura y la política de su tiempo. Mi idea descabellada es que el arielismo caló en seco en Reyes, que este aliento sudamericano provocó la incitación por conocer y experimentar la condición febril de los griegos para de instaurarse en una juventud espiritual eterna, y con una voz clásica, bella y a la vez profunda como es la prosa.

En ese texto Rodó rodó una piedra que se llama Goethe, y puso como ejemplo a seguir a este romántico que escribió y vivió la vida con libertad y esperanza. Real de Azúa afirma que José Enrique fue así, y por lo que he leído pienso que Reyes también. Johann Wolfgang von Gothe fue una de las primeras lecturas y pieza medular en el pensamiento del autor de Visión de Anáhuac, pero también los clásicos griegos. Si leyó primero a Goethe que a Rodó, no lo sé; al menos sé que en Rodó está Goethe y los helenos, y todos ellos en la mente de un acelerado adolescente que, años después de esta lectura, propiciaría un cambio radical en la manera de hacer literatura en su país.

Aunque los ensayos, los poemas arrojan entre líneas un sin fin de datos sobre su autor, los documentos extraliterarios son la prueba fehaciente del pensamiento del escritor, y los epistolarios, al menos antes del advenimiento de las redes sociales, son los reveladores de secretos y misterios ya intuidos acerca del creador de ideas y palabras.

Recuerdo que alguna vez leí la correspondencia que mantuvo el pequeño Alfonso Reyes con un antiguo amigo de la ciudad de Monterrey. Las cartas fueron echadas de Nuevo León a la ciudad de México entre 1905 y 1910. En ellas se encuentra la revelación de las primeras piedras de un sólido edificio en construcción.

Y si tomamos en cuenta que el Ariel había sido repartido a toda Hispanoamérica desde 1900, y que tal vez llegó a la biblioteca del padre de Reyes uno o dos años después, al menos desde el inicio de esta correspondencia amistosa, 1905, se detalla que el entonces “niño poeta” ya seguía los consejos de aquel libro: pues comenzó a leer y a respirar a los griegos en todas sus formas, trató de entenderlos a través de su primera traducción de La Iliada.

Adquirido ese helénico impulso productivo y en poco tiempo se comió la literatura de Gustav Flaubert; se enamoró del pensamiento de Friedrich Nietzche, se volvió casi erudito en Mallarme y de los poetas románticos y modernos. Hacia 1906 el modelo rodoniano fue cuajando poco a poco y no sólo en él, sino en un pequeño grupo de estudiantes que se reunían en una Sociedad de Conferencias, en donde las ciencias duras no valían más sino para aprobar materias de preparatorianas.

En cambio, estas tertulias fueron juntas de conspiración en contra del positivismo, en contra del régimen porfirista, y en donde los jóvenes “insurgentes intelectuales” abrieron su mente y recibieron con un abrazo a la multidisciplina que proviene de la sincera aspiración a la libertad: filosofía, historia, literatura y la incipiente psicología fueron las fuentes del saber para explicar el quehacer de la humanidad en su conjunto; yo lo llamaría enciclopedismo juvenil mexicano.

En Reyes este conocimiento autodidacta lo encauzó desde esa fecha a dirigir su propia vida: aprender para entender, escribir para construir, analizar la humanidad para cambiar la vida del hombre en su conjunto. Capacidad de análisis que adquiría sólo a través del conocimiento de la historia, pues sólo el conocimiento del pasado, de las literaturas del pasado, le permitiría “lanzarse al porvenir”, es la conclusión de este epistolario.

En ese instante, en que los estudiantes deseaban absorberlo todo para explicar y transformar todo, entra en escena, ya con luz brillante, ya con voz cegadora, Pedro Henríquez Ureña a orientar esa pasión desbordada. La prosa, le dice a Alfonso, “será tu voz, pues sólo ésta te permitirá expresas tus ideas e ideales de la mejor forma, sin dejarte llevar por las expresiones exclusivamente poéticas”.

Si Alfonso tomaba la primera opción, para seguir a sus amigos poetas como Jesús T. Valenzuela y Alfonso Cravioto, directores de la Revista Moderna y Savia Moderna respectivamente, se hubiera convertido en un exponente más del modernismo, con temas de tono intimista, y nada de crítica social.

Por fortuna ¿o desgracia?, se inclinó por la encomienda de Henríquez Ureña, en donde los actos humanos están ante todo y sobre todos: es decir, la cultura en su máxima expresión, integrada por la política, la economía, las bellas artes y las tradiciones o costumbres un tanto burguesas, un poco más populares.

En el camino de la metamorfosis de la Sociedad de Conferencias al Ateneo de la Juventud y de ahí a las Conferencias del Centenario de la Independencia (1906-1910), el incipiente prosista ofreció ponencias aquí y allá para demostrarse, para demostrar a sus contemporáneos sus dotes de pensador, mientras que a la par de estas lecturas, su mente estaba gestando la primera muestra tangible de toda esta avalancha de apertura educativa y de entusiasmo dilatados; es decir, el arielismo en acción se consolidó en el libro Cuestiones estéticas, conformado por ensayos escritos entre 1908 y 1910, y editado en Francia hace 100 años: editorial P. Ollendorff, 1911.

El primer artículo del libro, un “superabundante” ensayo sobre el teatro ateniense, explicado a través de sus tres máximos exponentes, con probabilidad se produjo en el mismo 1908 cuando los chicos de la Sociedad de Conferencias se debatían a duelo por mostrar ante el público de la Ciudad de México quién era quién en el conocimiento de la voz clásica.

El resto de los artículos reflejan las inquietudes y los amores poéticos de Reyes, aquellas aventuras literarias al lado de Luis de Góngora y Bernard Shaw, del poeta Stéphan Mallarmé, Goethe por supuesto, y también hay un reflejo de esos temas menos literarios y más de tono social, al describir en una crónica cómo se vivía un 15 de septiembre en la época Porfiriana.

Cuestiones estéticas es, pues, el ojo de un huracán que estaba arrastrando y arrojando alientos en los albores del temblor colectivo que cimbró a México en 1910, y cuyos vientos drásticos consolidaron a una nueva y joven intelectualidad que innovó en las bellas artes, que renovó la forma de hacer política, que inició una intensa comunicación intercontinental (una especie de neobolivarismo), y que fundó instituciones no elitistas y sí populares.

Al ver este escenario me imagino a José Enrique Rodó soltando una sonrisa por el júbilo de ver consumado, al menos en una parte, su sueño escritural que, de idea-texto, pasó a ser fenómeno social, y aunque tal vez nunca leyó la prosa ya formada de Reyes, ni de alguno del resto de los ateneístas, también me lo imagino feliz, contento, por leer los textos que Alfonso y sus comparsas escribieron en aquellos años de locura.

Precisamente en el prólogo de estas Cuestiones, el peruano Francisco García Calderón, quien radicaba en París a comienzos del siglo XX y quien cuidó la edición de Reyes a petición de Henríquez Ureña, menciona que el regiomontano es la punta de lanza del “arielismo en América”, y ¿cómo no pensar esto? Si en uno de sus discursos pronunciados en 1907, en el aniversario de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, Alfonso tomó la palabra y emitió un llamado a sus compañeros para la educación y aventurarse así a adquirir todo el conocimiento posible, para romper, de una vez por todas “aquellas fórmulas algebraicas” que quieren “conducir la conducta”.

Además, en ese fuerte oratorio, quiere provocar un empujón para formar un efecto dominó que despierte al alumno de su apatía y lo convierta en un ser completo, con la inteligencia de explotar su razón a la par que su pasión, el hombre dual pensamiento-arte que describió uruguayo. Alfonso Reyes le dijo a su generación preparatoriana lo que Ariel vociferó al continente, que nunca perdieran la alegría por la vida, que siempre conservaran la fuerza vital de la juventud, que “no por dedicados a tareas muy hondas desdeñaran llevar siempre la risa entre los labios”.

Esto lo dijo el autor mexicano porque sus ojos se detuvieron, miraron a su alrededor y observaron lo que el otro autor, al otro lado del hemisferio, percibió; que a “las nuevas generaciones de estudiantes poco nos queda de esa risa… Alumnos de la Preparatoria, nunca sean adustos. Antes bien sed risueños, sed audaces, sed libres”.

Estas fueron las palabras del adolescente que ya se creía hombre. Estas fueron las primeras palabras del hombre que nunca dejó de ser un adolescente. Y aunque esta alocución no se imprimió en la primera edición de Cuestiones estéticas, tal vez por el tono solemne, tal vez porque no se sintió seguro para imprimirlo, su autor lo anexó en el primer tomo de sus obras completas, justo al lado de los ensayos que integran este libro que, en su conjunto, es una prosa llena de poesía que invita al cultivo de la inteligencia, y no una inteligencia presuntuosa e hipócrita, sino una inteligencia factible que contribuyó a cambiar nuestra realidad, pues es una invitación para saber elegir, para descartar o esquivar los reveces de la existencia; es una invitación para ser cada día más justos, más libres, y por qué no decirlo, más felices.

 

 

Sobre El Autor

Marcos Daniel Aguilar (Ciudad de México, 1982). Es ensayista. Licenciado en Comunicación Política por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), y maestro en Periodismo sobre Políticas Públicas por el Centro Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha sido profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Su libro Un informante en el olvido fue publicado por la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (2013). En 2015 la Universidad Autónoma de Nuevo León editó su libro La terquedad de la esperanza, un conjunto de ensayos literarios sobre el movimiento intelectual juvenil previo a la Revolución mexicana, y en 2020, el proyecto digital Léeme-El Rule publicó en formato ebook su ensayo “Luciérnagas en el Anáhuac”. Es autor de capítulos de libros en torno a escritores como Alfonso Reyes, Genaro Estrada y José Revueltas. Además, es colaborador en periódicos y revistas nacionales e internacionales.

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