En un mensaje de Facebook, allá por el 2012, Alejandra Zina nos recomienda a Ariel Mazzeo, Mariano Sánchez y a mí las novelas Roña del cordobés—parisino Stefanich, “un policial duro y sin concesiones” (según la gacetilla de prensa) y Nada Bueno Bajo El Sol de Orlando Van Bredam. Ambas de la editorial cordobesa Recovecos, dentro de la colección Viceversa, de la que también forma parte Monstruos Perfectos del chaqueño Molfino, lo cual es un buen augurio.

La información queda ahí, y cada vez que entro a una librería y voy hojeando los libros y estantes a ver si en una de esas los encuentro y nada. No están. La bendita —mala— distribución. Al tiempo consigo el de Van Bredam y lo disfruto, lo que no hace más que aumentar mis ganas por hacerme con un ejemplar de Roña.

En el 2018 me invitan al Córdoba Mata, dentro del marco de la feria del libro cordobesa, y al mismo tiempo me entero que hay un nuevo libro de Stefanich, una suerte de continuación o expansión del universo originado en Roña. Es mi oportunidad. Toca preguntar acá y allá, en tal puesto, en aquel otro, en esa librería y también en aquella, hasta que la búsqueda es exitosa y me hago con ambos libros.

Es difícil para un libro cumplir con tanta expectativa,  más para esos libros cuya existencia parece más mística que posible, y sin embargo, ambos libros, Roña y Barrio Chino, están a la altura.

La pandemia me permite releerlos y charlar con el autor.

Este es el resultado.

Me gusta arrancar preguntando por ese momento cero donde nace la historia de Roña. ¿Cuál fue y cómo se fue desarrollando ese gérmen?

La novela nace de una problemática: qué escribir cuando uno es un expatriado. ¿Escribís sobre el país en el que vivís o sobre el que dejaste? (mi decisión fue no decidir; la mía es, creo, una literatura “entre dos tierras”). Intentando resolver ese dilema recordé uno de los puntos del Decálogo del buen cuentista de Horacio Quiroga: “cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno.” Fue así que nacieron los personajes que se juntan en el Sunset, argentinos que por distintas razones aterrizaron en Francia.

Y me pasa algo curioso. Muchas veces en lo que escribo se esconden indicios de lo que será mi próxima obra; es un proceso involuntario del que tomo consciencia más tarde. El protagonista de mi novela anterior se llamaba Roberto Durán. Nada tenía que ver con el boxeo, era el policía que dirigía la investigación. El germen de Roña ya estaba ahí, en Una muerte para Roberto Durán.

“El boxeo es arte, es estrategia, el boxeo es todo lo que se quiera menos violencia”. ¿Qué es para vos el boxeo y de dónde surgen las ganas de meterlo en la novela?

El boxeo es una metáfora de la vida, de la sociedad. Es una visión cínica tal vez, hobbesiana, discepoleana, pero es mi visión del mundo. “Suena la campana y hasta el banquito te sacan.” Qué mejor representación de la destrucción del tejido social que provoca el liberalismo.

En el boxeo hay dramaturgia, es una narración en 12 rounds. Hoy es algo casi anacrónico, el público prefiere otras disciplinas que poco tienen que ver con el “noble arte”. Cuando digo que el boxeo no es violencia pienso por ejemplo en Locche, o en la pelea de Ali contra Foreman en Kinshasa; a ese nivel, el boxeo es arte.

Además, hay una dimensión autobiográfica. Mi padre había sido periodista deportivo, amante de boxeo, y yo heredé esa pasión. Mi adolescencia, en los ochenta, estuvo marcada por las peleas de los medianos: Leonard, Hagler, Hearns, Durán; después vino la época de Tyson, en los pesados. Y los argentinos: Laciar, Ballas, Coggi, el mismo Castro, Roldán. Es por eso también que me crié en los gimnasios. En aquellas épocas, los gimnasios fierreros eran lugares poco recomendables, al menos los que yo frecuentaba. Esa experiencia, atípica para un escritor, se ve plasmada en algunos de mis libros.

La novela está ambientada en París, ciudad en la que residís, ¿cómo fue el proceso de adueñarse esta ciudad y bajarla al papel?

Tenés que decidir qué mostrar, por dónde se van a mover tus personajes. El riesgo es, por ejemplo, mostrar una París de carta postal, limitarte a describir los lugares icónicos de la ciudad. Es una reflexión que me llevó tiempo. Hasta que me acordé de Borges que decía que en el Corán no había camellos. A partir de entonces, París se convirtió en una tela de fondo. El Sunset (el bar donde se juntan los personajes) queda en Barbès, una zona multicultural, algo marginal; es muy pintoresco, en la entrada del metro se venden cigarrillos de contrabando, se distribuyen panfletos de manosantas… y si te descuidás te hacen la billetera. El gimnasio de Castro está en Pantin, que ya es la periferia, pegado a París. Otros lugares son inevitables. Vargas, por ejemplo, es pintor y tiene un puesto en Montmartre.

En el género negro, que es esencialmente urbano, la ciudad es vista como una jungla (de cemento). Es una frase hecha pero no por eso es falsa; el velo de orden y civilización esconde apenas los conflictos que se producen abajo. Ni bien rascás un poco, aparecen. De eso se nutre la literatura policial.

¿Y de qué manera se articula en los protagonistas las dos caras de la moneda “escape / nuevo comienzo” en el extranjero?

En Roña tenés tres personajes principales. Castro llega a Francia de manera accidental. Vargas no lo dice, pero sabemos que el viaje a París es casi un pasaje obligado para un pintor latinoamericano. De Alterio solo sabemos que es periodista y que viaja con su mujer.

Para los tres, el proceso migratorio fue difícil y terminó en fracaso; intentaron cosas, ninguna prosperó, entonces crearon estrategias de supervivencia. Vargas pinta cuadros para turistas, Alterio es despedido del diario para el que trabaja, su mujer lo deja y decide –como último recurso– escribir sobre Castro quien, por su parte, intenta volver al ring (podemos imaginar el resultado).

Una y otra vez se vuelve sobre la memoria y los recuerdos. “La memoria es así, guarda lo bueno y olvida el resto”, dice alguien, y el personaje se retruca “yo prefiero olvidar, la mala memoria ayuda a sobrevivir”. Me gustaría, si te parece, expandir estas ideas.

Forma parte de las obsesiones que desarrollan los expatriados. El recuerdo es algo doloroso, pensás en algo que ya no tenés, hay un sentimiento de pérdida pero si no ejercitás la memoria, los hechos, las personas, los lugares, terminan por desaparecer. Lo ideal sería recordar sin rencor, cosa que algunos no logran hacer. En esos casos, lo mejor, me parece, es el olvido, aunque sea fingido.

También está la cuestión de la identidad, fundamental para el que emigra. Juan Gelman dice “soy una planta montruosa, mis raíces están a miles de kilómetros de mí y no nos ata un tallo, nos separan dos mares y un océano”. Llega un momento en el que perdés pie, sentís que te desintegrás; el tiempo pasa, estás lejos de tu tierra y ya no sabés muy bien qué sos. En esas circunstancias, recordar, incluso desde el dolor, te conecta con tus orígenes.

La “mala memoria” hace referencia tanto al olvido como a la reconstrucción arbitraria, selectiva del pasado. Tomás del pasado lo que te conviene, alterás los hechos, construís un relato alternativo.

Castro vuelve al ring, y vuelve a tus libros Barrio Chino, ¿por qué esta vuelta?

Pasó algo muy extraño. Cuando creé los personajes del Sunset, los personajes de papel se volvieron reales y ya no puede separarme de ellos. Seguramente vinieron a llenar un vacío; emigrar implica renunciar a lo que habías construido, incluso a los amigos. Por eso te digo que esos personajes son reales para mí; necesito conocer su historia, seguir sus peripecias, saber lo que les va a pasar. En cierta forma, son ellos los que dictan lo que escribo. Es por eso que volvió Castro. Quería saber si esta vez, después de todo lo que le pasó, lograría levantarse. Y si vuelve a pelear, es porque es su naturaleza, porque no sabe hacer otra cosa.

Hay un dato interesante. En Barrio Chino, Castro vuelve al país, una decisión difícil porque significa reconocer una derrota; en general, se prefiere persistir en el fracaso ya que, por ser vivido a la distancia, es ignorado por los demás; es un fracaso anónimo, sin testigos.

En Barrio Chino apostás por lo compacto, una estructura fragmentaria, capítulos breves, escenas más breves, lean and muscular, dirían los estadounidenses, corta y al pie, diríamos en el barrio. Hablame de esta aproximación al texto.

Tengo dos hipótesis. En algún momento pensé que eran las historias las que determinaban la extensión de un texto. Y en cierta forma creo que es así. Algunas nacen para convertirse en cuentos, otras en novelas. Luego pensé que cada escritor tiene una extensión que le es propia, y esto estaría determinado por varios factores: su recorrido, sus lecturas, su estilo, su personalidad. En mi caso, empecé escribiendo poesía, y el poeta tiene una relación especial con la lengua; tal vez yo sea un poeta que escribe prosa, no lo sé. En lo referente al estilo, algunos hablan de dos escuelas, de la oposición entre Faulkner y Hemingway. Mi modelo es Hemingway. Me siento cómodo con el minimalismo, con una simpleza trabajada.

La literatura es un deporte de contacto. Simenon contaba que antes de empezar un nuevo libro se hacía un chequeo médico. A mí me cuesta escribir. Lucho para encontrar la palabra justa, debo sentir que lo que cuento es esencial, que no puede no estar en la página (eso no quiere decir que lo logre, ni que el resultado sea bueno).

Además, mis personajes suelen reflexionar poco. Los vemos confrontarse a los hechos, pocas veces son ellos los que los provocan; en general, los sufren. Eso hace que la escritura sea rápida, concisa.

 ¿Cómo fue contar Argentina —y la Argentina del 2001— desde afuera?

Conocí la dictadura, el regreso de la democracia, el menemismo y la crisis de 2001. Siento una particular fascinación por los noventa porque siento que se vivió algo irreal, un proyecto delirante al que todos adherimos. Dólar, barrios privados, viajes a Miami (¡y a la estratósfera!). ¡Y algunos todavía hablan de realismo mágico! ¡García Márquez es Zola! A mí lo que me interesa es describir cómo el imaginario neoliberal transformó la ciudad y los espíritus.

Lo que vino después es otra cosa. Difícil olvidar las protestas, los muertos, los saqueos, el corralito, la devaluación. En momentos como esos, se vuelve al “estado de naturaleza”, al todos contra todos… el contexto histórico se convirtió en un personaje esencial de Barrio Chino.

Me autoricé a trabajar sobre esa parte de la Historia porque la viví, aun así tuve que investigar, recrear los hechos, confrontarlos con mis recuerdos que eran parciales y algo imprecisos.

Ambas novelas se inscriben dentro del género negro, ¿cuál es tu relación con el género?

No me gustan las etiquetas; pertenezco al género pero no me identifico totalmente con él. Supongo que tengo una posición satelital. Utilizo las reglas del género para ordenar la narración y para atrapar al lector (por lo menos lo intento), para que me siga hasta la última página. Por otra parte, el policial negro permite revelar la complejidad de la esencia humana. Yo prefiero pensar que mi literatura es una literatura criminal, o del criminal, más que policial, ya que la investigación suele ser secundaria, un pretexto.

Por otro lado, el policial es un género de contestación. Me gustan los personajes marginales, se podría hablar quizás de realismo sucio. En un sistema que nos divide en ganadores y perdedores, yo elegí mi campo.

¿Quiénes son tus referentes literarios?

Lo primero que leí cuando era chico fue Dostoyevski. Después cosas de terror, Poe, Lovecraft, King y ya adolescente descubrí a los poetas surrealistas; de ahí, el paso lógico fue la literatura fantástica de Cortázar y me abro a la literatura en general, especialmente a los autores norteamericanos: Hemingway, Carver, Fante, Bukowski. Creo que esa es mi mayor influencia. De los maestros del género policial (Hammett, Chandler, Chase), el que más me impactó fue James M. Cain que es, a mi entender, un poco subestimado, tal vez porque luego incursionó en otro tipo de literatura.

Estudié la obra de Arlt y de Borges, y nadie sale indemne de eso. Ambos ocupan un lugar especial en mi biblioteca; sobre todo Borges. Algunos lo ven como una maldición, alguien que eclipsó a muchos escritores y que dejó una descendencia dudosa. Yo pienso que tenemos suerte de tener en Argentina un escritor como Borges, que fue además un defensor del género y escribió excelentes cuentos policiales; El jardín de senderos que se bifurcan y La muerte y la brújula me acompañan siempre.

Sobre El Autor

(Buenos Aires, 1986) Trabaja en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Dogo (2016, Del Nuevo Extremo), su primera novela, fue finalista del concurso Extremo Negro. En 2017, Editorial Revólver publicó Cruz, finalista del premio Dashiell Hammett a mejor novela negra que otorga la Semana Negra de Gijón. Sus últimos trabajos son El Cielo Que Nos Queda (2019) y Ámbar (2021)

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