Semanas después se despertaba en la noche pensando: el mar, allá, siempre, y yo tan lejos olvidándolo. El mar siempre con su poderoso respirar acompasado, asediando a la tierra una vez y otra, el mar que sigue y no desfallece nunca, desde la eternidad hasta la eternidad. ¿Qué le importa al mar que yo me acuerde de él? ¿Y si fuese sensible y se sintiera solo? Pero le arrojan demasiadas cosas, barcos, desechos, náufragos, y como si fuera poco, también poemas, que por cierto no lo inmutan y aguanta impasible. Poemas de destino más incierto que el mensaje de las botellas que a la distancia imantan las costas lenta pero irresistiblemente. Sí. En el tren, hacia el mar. El tren vuela en procura del mar.

Miró a su alrededor temerosamente, reinstalándose en el vagón del que había estado ausente. A su lado Bonet leía el diario. Para su amigo que le arrastraba a Mar del Plata, era un viaje de rutina. Se habían iniciado juntos en el periodismo pero Bonet cambió de oficio y ahora que se dedicaba a otras cosas iba a pasar los fines de semana a su departamento propio.

—Me pareció que dormías —dijo, al ver que Miguel abría los ojos.

—No, no, aunque tampoco estaba muy despierto.

—¿Pensando en lo que vas a escribir?

—¿En lo que voy a escribir?

Repitió la pregunta para disimular que le había irritado. Y mientras decía para sí: “Aceptaste, no te pongas histérico”, agregó en voz alta, más conciliador:

—No creo que tu proyecto resulte.

—De vos depende.

—En un sentido esencial, tal vez, pero se te ocurre que yo puedo hacer un argumento de película y lo real es que no tengo ninguna capacidad para eso. Podría decirlo en forma más grandilocuente, mostrarme desdeñoso. ¿Para qué? Sencillamente, no sirvo.

—¡Por favor! Otros tampoco sirven, y lo hacen. Pero ¿qué le habrá de costar a un escritor como vos?

—Un escritor como yo. No deja de halagarme que me hables así. Pero no nos engañemos: ¿qué escritor soy yo? En total siete relatos de los cuales publiqué tres en los últimos cinco años. Estas son mis obras completas, ese es mi ritmo.

No te preocupes. Lo importante es haber podido meterte en el tren. ¿Es posible que nunca hayas ido a Mar del Plata en invierno? Allí estaremos magníficamente. Calefacción, una buena máquina de escribir, y del whisky no te vas a quejar. Si lo que justamente hace falta es que salgas de tu ritmo. La oportunidad de que te ganes ese platal por un argumento, existe: ¿por qué no luchar por conseguirlo? Vale la pena. Y no es sólo el premio. Si además te lo compran, podrás darte el gusto de descansar unos meses, liberarte de tu rutina.

—Sí, tal vez uno se enamora de su rutina, aunque proteste por su atadura. No me disgusta tu idea, pero para escribir para el cine, hay que pensar en imágenes. ¿Qué te hace reír? Yo pienso con palabras.

—No te creas que todos los que escriben para el cine piensan en imágenes.

—Ya sé que existen posibilidades tentadoras que movilizan a muchos. No me inquieta, y dejo que ese mundo sea para otros. Es inútil, no es para mí. Estamos repitiendo la conversación del otro día.

—Sí, pero ahora es en el tren. Todo será fácil cuando empieces a trabajar. Y sería bueno que te fueras poniendo en papel y a darle vueltas a lo que vas a escribir.

—Bueno, veremos si sale algo —ya no le molestaba el dinámico afán de Bonet para hacerlo trabajar, como si sólo se tratara de vencer su timidez, y agregó—: A estas horas salgo de la redacción a la calle, a la “nota” nuestra de cada día. Esto es lo que soy: un cronista policial. No es poca hazaña la tuya haberme arrancado de eso, pero de allí a conseguir que en tres días yo componga el esquema de una película. Mis palabras no te llegan, me doy cuenta, pero es inútil, estoy en otras cosas, y demasiado lejos de estas que me has propuesto.

—Esto de que hay que pensar en imágenes, está bien, pero para eso existe el director, el adaptador. Tu trabajo es más simple: escribir un cuento un poco más largo, sin olvidar que es para el cine.

—Es cierto que un cuento puede ser comparado en cierto modo a una secuencia cinematográfica.

—Pero ¿entonces? Más a mi favor.

—Si pienso que el cuento tiene proyección cinematográfica, si lo escribiera pensando en su adaptación, perdería la poca seguridad que tengo, al escribir. Y también el gusto.

—Pero a vos te interesa el cine. Supongo que viste “Hiroshima”.

—Por favor, no empecemos con esto ahora. Además, sería contraproducente.

—¿Por qué? ¿Qué te pareció?

—¿Qué obligación tengo de opinar? Odio dar mi opinión, y odio a los que me la piden.

—¿En qué herida fui a dar?

—En ninguna, es así.

—Bueno, y ¿qué te pareció? Te gustó, me imagino.

—Me interesó, no me gustó.

—¿Por qué?

—Y dale. Para terminar. Primero, porque no hay amor entre Emanuelle Riva y el japonés. Resnais lo asegura pero ¿quién que haya visto la película puede creerle? Ella es maravillosa, pero su amor sólo es retrospectivo, revive y acaso se cure del primero. Su patética cara refleja la tortura de todos los seres lastimados por nuestro tiempo. La simpatía del rostro humano es uno de los más indudables secretos del cine. Segundo: me opongo a que estos temas se traten en la cama. Para eso se hubiera quedado en el documental, que es espléndido. Tal vez la película gustó más a los que hasta ese momento no pensaron en la bomba atómica. Y tercero, porque todo es un monólogo ilustrado: ella dice, y aparece la figurita. Así no vale, y menos en la época de Ingmar Bergman.

—Bueno, bueno, bueno. ¿Así que ésta es la cosa? Algo parece importarte el cine.

—Como espectador. ¿Adónde puede ir un tipo solo como yo? Sería bueno hacer en cine lo que a uno realmente le interesa, y no adaptarse al medio. Pero me estás obligando a decir estupideces al hacerme hablar en este viaje lo que no acostumbro a decir en un mes. No tengo ninguna clase de aspiraciones en cine. Lo dije en un sentido puramente teórico. Me importan otras cosas, y no les sé dar forma ni en un modesto cuento.

—¿Cuáles son esas cosas que tanto te importan?

—Esto es absurdo. Quisiera que comprendas: No sé hablar de mí mismo, de mis cosas, y me enferma toda esta conversación.

—¿No sería necesario, por eso mismo, continuar? ¿Cuáles son las cosas que te preocupan?

—Esto es colosal. Nunca imaginé que sería así el viaje a Mar del Plata. Esto es como si me arrancaran las uñas, pero no te falta razón: habrá que curarse de las inhibiciones del encierro en sí mismo. En el diario que estabas leyendo hay una noticia cortita, perdida, no sé si la alcanzaste a ver. En Nagasaki, la segunda ciudad mártir, ha nacido una niña sin cerebro que murió casi en seguida de nacer. ¿Qué te parece?

—Bueno, no es nada divertida. No la leí. Supongo que es un efecto de la radiactividad.

—Sí, sí, muy bien explicado. En fin, todo esto es lo que me preocupa, ya que me lo has preguntado. Tal vez te arrepientas de haberme desatado la lengua. Porque ahora me doy cuenta: es la primera vez que hablo de esto. Escribir, sí, lo he hecho en un periódico, pero hablar, conversarlo en voz alta, esta es la primera vez. Es casi increíble, pero es así. Es como si por primera vez extrajera de mi subconsciente el hongo, la explosión. Escribir es una cosa, y otra muy distinta es hablar.

Bonet lo miró muy serio, sin responder, y la conversación se interrumpió allí mismo, pues al anunciarse el turno del almuerzo se levantaron y un poco a tumbos se dirigieron al coche comedor. Allí compartieron la mesa y la charla con dos viajeros que hablaban de hechos políticos recientes. Miguel apenas participó, y se limitó a evitar las miradas que de tanto en tanto le dirigía Bonet, que parecía preocupado, y que pareció dispuesto a reanudar la conversación cuando regresaron a su asiento. Pero Miguel lo eludió:

—Me vendría bien dormitar un poco. Y ¿quién te dice? A lo mejor pienso a pesar de todo en el argumento proyectado.

Y era cierto. ¿Qué le pasa a un absoluto solitario silencioso, una vez que ha hablado? Se queda vacío y sin nada en las manos. En su vida había hablado tanto y menos en ese estilo, y como reacción por haberse quedado sin intimidad pensaba realmente en consagrar un rato de soñolencia al argumento: era también un modo de pensar.

Organito, en diminutivo, pero su tamaño era el de un piano, con su gran caja celeste montada en un carro con caballo y todo. La caja celeste vibraba con música con sabor a hierro, a cuyo son bailaban convulsivamente los muñequitos encerrados en dos jaulas laterales de vidrio, como faroles. Y según lo quiere la letra el hombre molía realmente un tango como él mismo en aquel tiempo cada mañana molía concienzudamente los granos de café en un molinito cuya sola música era un ronroneo. La caja celeste del organito a caballo —¿por qué le hacía recordar el féretro posible de la Cenicienta?—, la caja celeste del organito tiembla de música y salpica música y todo empieza a girar en el barrio, y Dominga la hija de la encargada y la China, la de la vecina de la segunda pieza, se enlazan y empiezan a bailar y hasta Rosita —es increíble— se levanta de la máquina de coser a la que pudiera creérsela atornillada, y desde el vano de la puerta contempla con una sonrisa pensativa la escena. Llegan las ráfagas de música metálica, las dos chicas bailan sobre el piso de ladrillos y en la calle el piberío excitado corre bajo la lluvia sonora que impregna de frescura la calle, las casas. Y él, que hace 35 años tuvo diez, siente que no le alcanza la avidez despierta de todos sus sentidos para absorber tanta alegría que circula por el barrio y las propias arterias, y lo que fue intensísimo goce inconsciente es lento esfuerzo de recreación de aquella animación que ha vuelto pero que ya se va y se desvanece melancólica. Este era el escenario que había elegido para ubicar a un hombre que cometió un crimen y necesita expiarlo, y busca en tanto un refugio en su infancia. Eran los pocos elementos aún informes del film proyectado, sobre los que pensaba trabajar, tratando de trasmutar psicología en acción. Pero ¿en tres días? Era absurdo para su acostumbrada elaboración morosa. Además, el simple repaso, sin haber avanzado en una articulación de los detalles, era la prueba de que eso no progresaba. La reminiscencia de barrio y la complicación policial ideada, no le inspiraban. Y sabía que subterráneamente, por detrás de las imágenes evocadas, se estaba realizando un penoso esfuerzo por entender el símbolo que sentía agitarse en el destino de la niña de Nagasaki. Una criatura —revalorizaba la palabra, la comprendía —y su destino. “La niña de Nagasaki / la que se murió de amor” recitaba absurdamente en un rincón aún más remoto de su espíritu en el que repiqueteaba, recuerdo pueril, el ritmo de Martí. Aquella vida tan efímera tenía necesariamente algún sentido. Tomaba forma en la tenaz pugna por atrapar lo que intuía pero se le escapaba. Hasta que pudo expresarlo en palabras el concepto se fijaba y desdibujaba incierto. Finalmente creyó aferrarlo. La humanidad pudo atravesar su turbulento sueño prenatal con un rudimento de cerebro, pero en este tiempo en que por fin estaba naciendo, necesitaba del pleno ejercicio de su mente y su responsabilidad. De lo contrario no podría sobrevivir. Este era el mensaje que adquiría la forma y la fuerza de una revelación. Siento la violencia —la excitación le arrastraba—, siento la violencia de un hoy que nos niega a todos un mañana, pero si mi cabeza y mis ojos sólo ven y sienten la oscura amenaza, mis pies continúan plantados en aquel ayer que tampoco era pacífico pero que comparativamente transcurría inmóvil.  Forman esquina dos planos y paso de uno a otro sin darme cuenta. Veo a la gente dormida y me veo a mí mismo corriendo desesperado sintiendo que se acaba el tiempo que me quedó para despertarlos, y de pronto sin que se sepa cómo, yo estoy entre los que pasean anestesiados y duermo como todos en el tranquilo pasado y escribo y vivo sosegadamente en un ritmo de tango y barrio, de existencia de arrabal que me atrae y a los que vuelvo como se vuelve a la infancia y que es realmente mi infancia. Pero la niña de Nagasaki apremia. Así que existió también lo de Nagasaki. ¿Acaso no lo sabía? ¿Pero qué es saber, y basta acaso saber para creer que puede duplicarse semejante horror? La niña de Nagasaki apremia. Me importa el tango, vital afirmación de nuestro pueblo. El tango música supera la realidad en que nació, pero la mayoría de las letras aún nos empantanan en esa misma realidad. El farolito, el organito. Corrientes angosta. ¿Todavía en esto? Pertenece a una edad anterior. Escribir hoy sólo puede ser empujar al mundo a dar el gran salto para instalarse de una vez en el presente.

—Dentro de diez minutos estamos —le dijo Bonet.

Lo estaba presintiendo en el aire que llegaba. El mar era una gigantesca gema, espejeante, y el tren se precipitaba en sus destellos, y continuaba su carrera. Llegar al mar era bueno. El viento nace en el mar. Tal vez escribiría, pero junto al incorruptible mar ¿cómo componer historias convencionales? Qué palabra tremenda, mar. ¿Quién la usó el primero, quién la inventó? ¿Quién te ha bautizado, mar? ¿Pronunciaste alguna vez tu propio nombre, mar?

Como era su costumbre, vivía por anticipado sus emociones. El trajín de los viajeros reiteraba que estaban llegando.

Sobre El Autor

Bernardo Verbitsky nació en Buenos Aires en 1907. Desde mucho antes de que en 1941 le otorgaran el primer premio del Concurso Ricardo Güiraldes (el jurado estuvo compuesto por Norah Lange, Guillermo de Torre y Jorge Luis Borges) a su obra Es difícil empezar a vivir, el nombre de Verbitsky había trascendido ampliamente los círculos literarios. Ya un vasto sector del público conocía sus penetrantes comentarios bibliográficos que se publicaban en el diario Noticias Gráficas bajo el título de Los libros por dentro. Con anterioridad fue redactor de Crítica y de otros órganos de prensa. En 1942 apareció su ensayo Significación de Stefan Zweig; vino después, en 1947, una extensa novela, En esos años, que fue como una recopilación de recuerdos de las aberraciones y angustias que el mundo sufrió desde el instante en que los nazis se adueñaron del poder en Alemania. En 1950, publicó los cuentos de Café de los angelitos; en 1951, Una pequeña familia; y en 1953 sus novelas La esquina y Calles de tango, esta última trasladada luego al cine. De 1956 es Un noviazgo y de 1957 Villa Miseria también es América. Una narración breve, Vacaciones, y un ensayo acerca de El teatro de Arthur Miller se difundieron en 1959, al igual que los poemas incluidos en Megatón. La tierra es azul, una novela corta y tres relatos, es de 1961 y Hamlet y Don Quijote de papel de1966. De Verbitsky ha dicho Martín Alberto Noel: la deliberada objetividad relativa con que ‘muestra’ al país, brota casi siempre un discreto lirismo, una suerte de contenida emoción piadosa, elementos que transfiguran en sustancia artística lo que —de otro modo— sería sólo crónica. Y a este alto mérito se suma otro que distingue a Verbitsky de muchos de sus colegas (...): el de la calidad de su prosa que aúna lúcidamente el decoro formal con las indispensables concesiones al vulgarismo y el lunfardo. Pedro Orgambide, por su parte, nos dice sobre Verbitsky que “es, de manera bien explícita, el novelista del alud inmigratorio de la Argentina, de los inmigrantes y de sus hijos, porque en estos prevalece todavía, por imperio de la sangre, la vital intimidad de los padres.” Bernardo Verbitski murió en 1979, cuando en su patria soplaban malos vientos.

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