Fueron dueños de la tierra, supieron controlar al hombre, pero la fuerza del acero y la violencia de la pólvora los obligó a replegarse.

De aquellos Dioses que marcaron los destinos, que recibían todas las ofrendas posibles, imposibles y que incluso llegaban a mezclarse con los mortales, solo quedan historias, retazos de aventuras, migajas de conocimiento. Sepan ellos, en sus moradas, la fortuna que tienen (otros anteriores no tuvieron esa suerte), no solo la fe del hombre los mantenía vivos.

No es poco.

Tampoco hay derecho a quejarse ante este exilio forzado por otras divinidades más cómodas y efectivas al poder. Unas y otras, ellos y estos, se impusieron usando la fuerza y la furia del hombre, reinaron sobre otras creencias en base a la violencia y el olvido. Es posible que en las ruinas de sus viejas moradas, cansados del silencio e ignorancia y el abandono de sus otrora adoradores, aguarden con la secreta esperanza de volver. Esperen un leve gesto de veneración, que alguna alma imperfecta una vez más los convoque, así, con sus ropas deshilachadas, con su andar casino, con las fachas algo rotas.

Pasan los tiempos masticando unas pocas palabras que el viento les devuelve sin piedad: “Aquí estamos, humanidad que nos debes la vida. Aquí, nosotros, atizamos el fuego miserable que nos queda. Guardamos la paciencia que en algún momento no supimos cultivar, que fue cólera, y ahora se ha vuelto lo único que nos mantiene expectantes”.

Nunca lo supieron o tal vez sí, pero prefirieron dejarlo de lado. La inmortalidad tiene ese dejo de aburrimiento imposible de soportar. Alguno cada tanto, es posible, le pregunte a un par, cuándo terminará esta agonía. También es posible que otros se animen a bajar y pasearse por este mundo de pantallas y conexiones improbables, para sospechar un aplauso, una ovación más, o para tentar y para desafiar a algún mortal. O en verdad se instalan entre nosotros, cambian sus pilchas rotas, se calzan una camiseta de “fóbal”, de “basque”, se cuelgan una “viola” eléctrica, y sin ningún esfuerzo hacen genialidades con una pelota, una raqueta, un piano, un pincel o soplan versos al oído.

Como sea, un día se cansan y vuelven a esos viejos lugares, descascarados, llenos de humedad, y cuentan de sus hazañas entre los mortales. Los otros no quieren bajar, los miran con desagrado, minándoles el orgullo, dispuestos a decirles “¿Te parece increíble esa miserable demostración?”.

Los Dioses griegos en aquella montaña de 2919 metros entre los Balcanes en tierras de Macedonia y Tesalía. Olimpo agrietado. Telarañas en los techos del palacio donde Zeus relee la Odisea y mantiene la duda de pedir que escriban una segunda y tercera parte, al tiempo que Hera insiste en hacer panqueques que se le queman y producen más nubes que cubren la montaña

La ciudad de Tenochtitlan vacía, indiferente y orgullosa de saber que allí se hicieron Dioses el sol y la luna. Toda la sabiduría de sus calle no alcanzarían a ser contadas en la eternidad.

La montaña más sagrada del Tíbet, el monte Kailãsh, ufanándose de no tener aún la marca de los pies intrusos que se animen a su cima. A veces suspira el desencanto de la soledad y otras ronronea sueños añejos. El falo de Shiva mira al mundo mientras aguarda la vulva de Privart, ese lago sereno, el Mana Sarovar, y un vientito húmedo, cargado de nostalgia, que se acomoda en tanto tiempo de silencios.

En el monte Nemurt “El trono de los dioses” espera sin apuro. Una gruesa capa de polvo se acomoda en los recovecos, aquellos que lleguen al sitio tendrán mucho para limpiar. El puente de Bifröst tambaleándose en los más alto del cielo, el Asgard. Loki insiste en que se muden a un paraje más soleado, “acá estamos tan palidos que parecemos estatuas de sal”, murmura durante cada cena, mientras Odin peina las crines de Sleipnir y se dispone a cabalgar en campos santos.

La urgencia les quema las gargantas, los empuja a precipicios de abandono. Saben que todo lo que se necesita es no perder el nombre. La virtud de los dioses precisa el orgullo de la plegaria, el eco de la voz que los convoca. No hay Dioses sin adoradores. La lucha contra el olvido no es fácil, y esas batallas son sus preferidas, montados en caballos de ocho patas, creando monstruos de cien cabezas o desatando las peores tempestades para que su nombre, una y otra vez, sea mencionado. Olvidar es una tarea que solo deben cultivar los amantes desamparados.

Sobre El Autor

Marcelo Rubio nació en 1966. Es periodista, conduce el programa de radio Kriminal Mambo por am530 radio de las Madres de Plaza de Mayo. Publicó algunos libros de cuentos, La Strada, Bajo el signo de Eva, Fútbol sin tiempo, Nueve relatos atravesados en la garganta, todo ellos por Textos Intrusos. En 2018 por medio Indómita luz Editorial sacó su primera novela breve, Lo “que trae la niebla”. y en 2019 se editó “El Cristo roto”, por medio de la editorial También el caracol. En el 2020 el libro de cuentos “El largo viaje”, por Omashu editorial.

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