Sobre una palabra incómoda

Existen en la cultura occidental muy pocas palabras que no poseen etimología griega. La palabra suicidio, por ejemplo, es una de ellas. Es que, incluso para una civilización transversal como la conocemos hoy, el acto de quitarse la vida siempre estuvo mal visto o, como es el caso de los griegos, ni siquiera tenía una representación verbal. Esta práctica está oculta en la multiplicidad de discursos que atravesamos cotidianamente. Sin ir más lejos, en la Odisea de Homero, los héroes que optaban por esa forma de morir viajaban al más allá sin voz. El costo de quitarse la vida voluntariamente en la antigua Grecia exigía terminar en el Hades sin habla, sin una parte constitutiva de la subjetividad, sin aquello que permitía hablar en los sueños con sus seres queridos.

Por eso es sorprendente encontrarse en la actualidad con relatos que hacen del suicidio una materialidad recursiva: El suicidio como proyecto de vida de Eduardo Orenstein no solamente lo presenta como un pensamiento cotidiano sino que lo instala sin tapujos ni matices. Tal es la recursividad, que el libro de Orenstein produce un impacto singular desde su cubierta misma. Cualquier persona que sea vista con este libro en la mano va a despertar la preocupación de familiares y amigos, y esa es la falsa inquietud la que busca dar esta obra, porque a pesar de parecer un tractatus se trata de una novela escrita a partir de un acontecimiento cotidiano. El color pastel de su cubierta en contraste con la frialdad del título y la imagen de dos perros operan en validar esa contradicción. Es un libro que parece legitimar el suicidio y, sin embargo, su portada tiene colores livianos y amables a la vista.

La historia comienza cuando Gabriela Fasso decide matarse, y el texto describe en una descontracturada tercera persona el proceso de planificación. Es visible la relación entre el humor de esas preocupaciones y la frialdad con la que se enuncian los cálculos tanáticos, porque en la ecuación de quitarse la vida aparecen dos elementos más: Franz y Fritz, dos perros salchichas sin cuerdas vocales que no podrán ser cuidados por nadie cuando la dueña deje de existir. En la obra de Orenstein los que tienen voz son los suicidas y todos los demás, incluso los perros, aparecen con las cuerdas vocales cortadas, titubeantes o intermediados por la interferencia de la artificialidad.

Pero, ¿qué sucede en una novela que hace de su tema central un aspecto que es tabú en la cultura occidental? ¿Apela este relato a ese famoso efecto Werther que multiplica los suicidios en una sociedad a medida que se habla sobre ellos?

El periplo de Gabriela tiene epicidad sin necesidad de recorrer grandes distancias físicas porque todo sucede en su departamento con razonamientos, imaginaciones y ensayos mentales sobre su muerte. Pasan por su cabeza suicidios famosos como los de Alfonsina Storni y también los más discretos como los cocktails de barbitúricos para echarse a dormir. Todas estas opciones se descartan, sin embargo, porque requieren de un esfuerzo deliberado para llegar al acto. Gabriela no quiere recurrir a grandes trabajos ni cosas fuera de su casa, busca más bien una muerte que pueda lograrse al igual que una receta doméstica. “Volvió al inventario de posibilidades suicidas. Lo de las venas no, lo del mar o la piscina tampoco, lo de las pastillas, no tenía, lo del camión no era seguro, lo del disparo, no tenía arma, lo de tirarse por el lavadero, tenía el toldo”, así es como de a poco Gabriela delimita su decisión definitiva. Decisión que, como cualquier razonamiento cotidiano, no está separado de escenarios imprevistos, desvaríos y recuerdos.

Por este último motivo habría que posicionarse sobre El suicidio como proyecto de vida en un lugar contrario a la solemnidad de su título: pensar en la propia muerte es una manera de comprender las condiciones materiales de vida. Como dice el Albert Camus que aparece en la primera página de Los suicidas de Antonio di Benedetto, todas las personas sanas han pensado en el suicidio alguna vez. Es obvio que Gabriela no comete el acto que inicia la novela sino que, motorizada por el acto de encontrar una muerte auténtica, esa misma pulsión se transforma en algo para seguir viviendo. Quizás, oportunidades como las que elabora Orenstein se correspondan a un modo de reflexionar sobre la propia muerte por fuera de los slogans sobre la salud mental o el amor propio. De ese modo, a lo mejor puedan encontrarse otras palabras que no sean tan silenciosas y silenciadas por la cultura occidental como lo es la palabra suicidio.

Sobre El Autor

Eric Hernán Hirschfeld nació en la ciudad de Paraná en 1994. Es profesor de Letras (UNL) y doctorando en Semiótica (UNC). Es becario doctoral del CONICET y estudia la Tecnicatura en Producción Editorial (UNER). Sus artículos han sido publicados en Revista Paco, Períodico Pausa y Revista Ñ. También escribe las contratapas de la revista de la Asociación Civil Barriletes. Foto de autor: Erika Vernay

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