La ilusión autobiográfica

La singular estructura de Yo, una novela consiente un principio ordenador a partir del cual se derivan los temas mayores y menores que la informan: una extensa comunicación telefónica (o varias, que se pueden subsumir en una sola) entre la narradora (Minae) y su hermana (Nanae) que tiene lugar el día que se cumple el vigésimo aniversario en que ambas han llegado, junto con sus padres, a Estados Unidos; un exilio que obedece al anhelo de liberación que experimentó, con más o menos intensidad, la generación que vivió la post-guerra en Japón. Pero el punto de inflexión de la novela atañe a las consecuencias de ese exilio, a la progresiva norteamericanización, y es ése uno de los aspectos relevantes de la trama: ¿qué es la nostalgia?, ¿cómo se tramita el sentimiento de añoranza?, ¿qué es aquello que, en verdad, se añora? Mizumura atisba una respuesta de singular lucidez: en principio, la nostalgia opera como sujeción, férula, brida; quien está envuelto en la fina red de la nostalgia no puede aspirar a la libertad: “Dado que esos fueron los años que me formaron [los años vividos en Japón], nunca volvería a ser libre” (p. 59). Por otra parte, si la patria de un escritor es su lengua natal, la pérdida de esa lengua-patria no puede menos que propiciar una escisión que no deja de bordear la patología: “(…) había una brecha entre mi yo japonés y mi yo norteamericano. Incluso, para ser más precisa, entre el yo que hablaba japonés y el que hablaba inglés” (p. 179); es una escisión que se acerca peligrosamente al vértigo del síntoma porque el sujeto deja de reconocerse: ¿quién es realmente: aquel que continúa pensando y sintiendo en su lengua natal o aquel que se ve obligado a hablar y comunicarse a diario en su lengua adquirida? Y por añadidura: ¿cuál es, en verdad, el país que añora el exiliado? Probablemente, el país que día tras día va acuñando su nostalgia y que dista mucho del país real (tanto, por lo menos, como se diferencia la infancia realmente vivida de la infancia que se evoca en los años de madurez); en el caso de la narradora, aquello a lo que anhela fervorosamente retornar es a “un Japón inmaculado, a salvo de las impurezas occidentales. Un Japón que nunca existió” (p. 126); en efecto, se halla sumergida en un pasado imaginario al tiempo que su vida en los Estados Unidos “siempre me pareció irreal” (p. 154). Entre un territorio imaginario y una sensación de irrealidad, el sitio que ocupa un exiliado se delinea como un lugar sin límites precisos que se asemeja a un no lugar: aquello a lo que tiende no existe, aquello donde vive es irreal. Abocada con pasión (y, sin duda, como un modo de atenuar la punzada de la nostalgia) a la lectura de novelas de la Era Meiji (correspondiente al reinado del emperador Meiji, entre 1868 y 1912, período en el cual, precisamente, Japón comienza su proceso de occidentalización), la narradora es una Emma Bovary con otro ropaje, que quisiera escribir como Natsume Soseki (uno de los escritores más destacados de la Era Meiji) y que encuentra no en la pasión amorosa (como Emma), sino en la escritura su epifanía: “descubrí que el acto de escribir era bienaventurado en sí mismo” (p. 399).

Ya desde su título, la novela puede llamar a engaño (o, cuanto menos, a una lectura débil o errónea): Yo, una novela puede perfectamente leerse como una novela del yo. Tal transposición de sentido también es alentada por la trama: la narradora se llama Minae, muchos rasgos de la novela se asimilan al tono del Diario personal, se evoca el exilio de la familia Mizumura (padre, madre y dos hijas: Nanae y Minae). Pocas cosas hay en la ficción más delusorias que el yo, ese nominativo que lleva al lector a que asimile al autor con el narrador, a que confunda la ficción con la confidencia, a que invista al escritor con los rasgos del personaje. El yo no es más ni menos que una producción ficcional como cualquier otra, no hay la más mínima prueba de que Flaubert haya exclamado alguna vez en su vida “¡Madame Bovary c’est moi!”, y probablemente no lo haya dicho nunca. Aun en un libro con un título tan transparente, al menos en su intención, como la Confesiones, de Rousseau, el yo es un artificio literario, como no puede ser de otra manera, corregido, enmendado y reescrito como lo que es: un personaje. Como señala con razón Jean Starobinski en La relación crítica: “El desvío que establece la reflexión autobiográfica es pues doble: es al mismo tiempo un desvío temporal y un desvío de identidad” (Nueva Visión, 2008, p. 84): desvío temporal porque no se narra aquello que sucedió en otro tiempo, sino lo que se recuerda; desvío de la identidad porque el yo evocado no es en modo alguno el yo actual. Yo, una novela no es una novela del yo ni un arrebato confesional y catártico, sino una excelente ficción que abreva en los datos de la experiencia vivida.

 

Minae Mizumura; Yo, una novela; Adriana Hidalgo Editora; 412 páginas. Traducción: Luisa Borovsky.

Sobre El Autor

Osvaldo Gallone nació en Buenos Aires. Es escritor y periodista cultural. Publicó los libros de poemas Crónica de un poeta solo (Botella al Mar, 1975) y Ejercicios de ciego (Botella al Mar, 1976); los ensayos La ficción de la historia (Alción, 2002) y Lectura de seis cuentos argentinos (San Luis Libro, 2012; Primer premio en la Convocatoria Nacional Cuento y Ensayo, 2010). Y las siguientes novelas: Montaje por corte (Puntosur, 1985), La niña muerta (Alcobendas, España, 2011; Primer premio a la Mejor Novela en el III Premio de Novela Corta, 2011), Una muchacha predestinada (V.S. Ediciones, 2014; Primer premio a la Mejor Novela V.S. Editores, 2013), La boca del infierno (Evaristo Ediciones, 2016). Ha ganado diversos premios literarios tanto en España como en Argentina. Y colaborado, como periodista cultural, en medios nacionales e internacionales. Coordina desde hace tres décadas Seminarios de lectura y crítica literaria. osvaldogallone@hotmail.com

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