LOS QUE ENTRAN AQUÍ

Como quien pasa la hebra por el ojo de una aguja, Marcelo Figueras ensarta pasajes de la vida de un hombre, mientras nos propone vencer el hermetismo que custodia algún secreto inaccesible a la razón. Algo que podría, en principio, ser comprendido por muy pocos iniciados. Los elegidos.

Un misterio, y el tiempo necesario que lleva descubrir la verdad en toda su magnitud, después de tanta conjetura errada. La metamorfosis menos imaginada. El aspecto oculto y sus consecuencias por la falta de conocimiento. La naturaleza del mal en todo su esplendor. La eternidad, la condena y la eventual salvación. Un alienista entre tantos no alienados.

Lo sobrenatural; aquello que existe tras la muerte. Emanaciones, exhalaciones. Y el saber tardío.

Figueras aquí evoca la fuerza imaginativa y exuberante, que Dante Alighieri vuelca sobre la Divina Comedia, genialidad que esquiva la figura del héroe. Ni gloria, ni venganza. Absoluta originalidad.

El título de esta novela nos remite a La Tempestad de Shakespeare. Y, de alguna manera, aunque tangencialmente, el tema en sí, haría pie en la benevolencia que le imprimen, tanto Balzac  como Goethe, a sus obras, acerca de la existencia del mal, en su lucha contra el bien. Y en la relación de Mefistófeles frente a Dios y a la humanidad. La “muerte en vida” y la condenación.

En su novela, Figueras calza, sobre la intriga, un valor agregado. Nos retrotrae a pasajes penosos de una historia colectiva. Matiza con referencias culturales, con alta literatura, pero también con citas que van desde lo ameno, desde el candor, desde la ingenuidad de adorables personajes; desde el goce del espectáculo y del arte, a la brutal violencia política, económica y social, poniendo en cada caso los nombres y apellidos de sus responsables. Los desaparecidos, los campos de concentración y la concentración económica. La banalidad del mal.

Se trata de una propuesta atrapante y crítica. Reflexiva; la filosofía no queda afuera,  tampoco parecería quedar al margen la mitología; se advierten coincidencias, o casualidades, en tal sentido.

En definitiva, la novela transita por los rincones más oscuros, por el horror, por lo siniestro, por las raíces del mal, por lo extremo y por sus vasos comunicantes, por el poder sobrenatural y la condena. Por la miseria y los miserables. Por la tentación. Por la culpa. Tal vez, por el arrepentimiento. Es la experiencia de un hombre atrapado entre dos mundos. En una isla tenebrosa, que pinta sin salida.

Es una novela de apariencias; con válvula de escape y de seguridad. Aquí las letras, el pensamiento, la religión, suponen un claro ejercicio de la memoria. Aquí, hay ecos del pasado.

La forma literaria implica, a grandes rasgos, todo un espacio de trabajo que, en cierto modo reemplaza el hecho mismo de la creación o, al menos, la condiciona. Hace de la literatura una reflexión sobre sí misma. Es una evocación ligada al pasado en comunión con la imaginación, con lo enigmático, con el misterio. Y aparecen las preguntas: ¿La evocación también lleva al horror?, ¿convoca demonios?, ¿despierta imágenes horrendas?, ¿desata muecas de su resurrección?; ¿así los demonios reviven?; ¿la descripción del mal puede hacer que el gesto asesino cobre nueva vida y nuevas muertes? Hay un espacio impreciso entre pasado y presente. Quizás visitamos el pasado como refugio. Quizás se trate de una irrupción de lo reprimido.

Todo esto gira alrededor del protagonista de esta novela, el doctor Tomás Pons, un psiquiatra que en apuros y en barranca abajo, recibe una propuesta que viene de la mano de “el  Estigmático”, y a instancias del doctor Baumann con su bastón, éste es un personaje que cumple un rol particular.

La tentación, que a Pons le viene como anillo al dedo. Una clínica privada en Tigre. Un cambio de rumbo, una vida nueva, sin carencias ni sobresaltos, aunque, también, sin beneficio de inventario.

Otro escenario, otras posibilidades, y otros pacientes, otro tipo de pacientes. En este lugar, por alguna razón que ignora, no hay nada parecido al caos; por lo menos en una primera etapa; algo raro tratándose de locos. Cuando Pons se inclinó por estudiar psiquiatría forense encaró el asunto con el ánimo de obtener experiencia en casos de perversos recalcitrantes.

“El silencio de los inocentes”. Y un hallazgo, celdas iluminadas por tragaluces a poca distancia del techo. Otra preocupación que lo inquietaba era la reserva de identidad de aquellos ¿huéspedes?

El director de la nueva clínica no es médico sino abogado, se llama Kefover. El contador, Pistorius. Y él ingresó con el cargo de vicedirector. Esta era su segunda oportunidad y la tomó como tal. Sin embargo, algo le hacía ruido, posiblemente, la homogeneidad del grupo, de los pacientes.

También conoció a Sophía, la traumatóloga. Y a Lurati, el médico clínico.

Si bien todo estaba en perfecta armonía, había algo que no le cerraba; en realidad, la medicación,

las historias clínicas de pacientes tales como el gordito Johnny, Otis y el señor Jota, por ejemplo, (legajos con tachaduras negras que ocultaban datos importantes).

Ahora, como una sombra que cubre la mitad del todo, está  el doctor Gregorio Pons, el padre del protagonista, un pragmático cínico que le cagó la vida a su familia y a tantas otras. La otra mitad habrá que descubrirla recorriendo el instituto Jenseits; habrá que pasar entre las bestias y cruzar la frase  que perdura en el arco de piedra: “Per me si va ne l´etterno dolore”. Más claro, “Por mí se va a la ciudad doliente; por mí se va al dolor eterno; por mí se va hacia la raza condenada”.

En pocas palabras “gente perdida”.

Podríamos preguntarnos, entre otras cosas: ¿En qué parte de la novela o en qué personaje o personajes reconoceríamos la válvula de escape o la de seguridad?

Nos remontamos a la década del ´70, a la dictadura y ponemos los ojos en la Iglesia Católica: la Teoría de la Liberación, los curas del Tercer Mundo, sacerdotes con sensibilidad social. Por otro lado, la cúpula del clero, y podemos preguntarnos también, si estuvimos cerca de aquella realidad?

Lo cierto es que, en esta novela, todo comienza en el Hospital Alvear. En el área de influencia del Dr. Tomás Santiago Pons, un hombre polifacético, con un particular estilo de ejercer la psiquiatría.

Es el año 2001, un caldo de cultivo para la tentación. Un divorcio en puerta, un hijo (Iván) que debe mantener y acompañar en su adolescencia, una ex mujer (Nora) demandante y una madre (Marta) internada y fuera de sí… todo ello inclina la balanza y, en cierto sentido, legitima la tentación.

Aquí, la presencia de Montero – el lanchero – aparece como sutil referencia a la figura de Caronte, el barquero de la mitología griega que llevaba las sombras errantes de los difuntos para ser juzgadas; en tal sentido cobra fuerza una imagen: la de las monedas.

Sophía, avanzando en la lectura, por momentos, y salvando la distancia, me propone un paralelo con la sacerdotisa que acompañó a Eneas a los infiernos.

Otro tema que introduce la novela es la polémica entre el Padre White (tomista) y Jung, acerca de la naturaleza del mal. Ambas posturas son interesantes. De hecho, intenté interpretarlas a la luz de las reflexiones del historiador de las religiones, Mircea Eliade. En uno de sus libros, Mefistófeles y el Andrógino, Trata entre otros temas “el misterio de la totalidad”. Ahí recurre al “Prólogo al cielo” del Fausto ( Goethe) y a Serafita  (Balsac). El profesor Eliade pone el eje en la historia espiritual de la humanidad; en la diversidad de las realidades humanas; en el encuentro con lo desconocido.

En lo personal, creo en que el mal sí tiene una entidad material, que es algo real, personificado, corporizado, y encarnado.

Un elemento significativo, que acompaña el transcurso de la novela, es el bastón (de Baumann).

Si bien cobra un sentido claro que va más allá de lo simbólico recién al final, debatiéndose entre lo profano y lo sagrado; en un principio, en lo que a mí respecta, me inclinaba a entenderlo como insignia de autoridad. Bastonero se nombraba al ayudante del alcaide de una “cárcel”.

Bellincione, el dueño de aquel palacio, luego convertido en el Instituto Jenseits, y aquellas inscripciones, todo ello representa el enigma que obsesiona a Pons. Pero no se agota ahí su tenaz búsqueda de la verdad. Todo le llama la atención, no comprende cierta brutalidad ejercida por el jefe de enfermeros en determinados casos, rechaza la violencia institucional. Y avanza en su investigación.

Aquella tabla de salvación que, para él, significó aceptar sin reservas el cargo en el instituto, de pronto se fue convirtiendo en un infierno. La novela gira hacia una dimensión por demás dramática y, por momentos, se desliza sutilmente hasta hacer contacto con lo gótico.

Su autor, Marcelo Figueras, hace pie en esta historia, se mete en ella, se involucra. Y empalma realidad y ficción.

Por otra parte, el doctor Pons encara un proceso personal, una investigación que asume sin medir los riesgos. Toma decisiones sin saber en qué se mete. Ya todo es terrible. Y nada es lo que parece.

 

Marcelo Figueras, Todos los demonios están aquí, Alfaguara, 432 págs.

Sobre El Autor

Ex funcionario de carrera en la Biblioteca del Congreso de la Nación. Desempeñó el cargo de Jefe de Difusión entre 1988 y 1995. Se retiró computando veinticinco años de antigüedad, en octubre de 2000, habiendo ejercido desde 1995 la función de Jefe del Departamento de Técnica Legislativa y Jurisprudencia Parlamentaria. Fue delegado de Unión Personal Civil de la Nación (UPCN) - Responsable del Área Profesionales- en el Poder Legislativo Nacional. Abogado egresado de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la U.B.A. Asesor de promotores culturales. Ensayista. Expositor en Jornadas y Encuentros de interés cultural. Integró el Programa de Literatura de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Se desempeña en el Centro de Narrativa Policial H. Bustos Domecq. Es secretario de Redacción de Evaristo Cultural, revista de arte y cultura que cuenta con auspicio institucional de la Biblioteca Nacional (M.M.)

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