En un diciembre de 1931 o un enero de 1932, en la casa de San Isidro de Victoria Ocampo, durante un almuerzo para agasajar a no se sabe qué poeta francés, Borges y Bioy se conocen. Este episodio se repite tres veces: uno en la realidad, otro en el Borges de Bioy y otro en las Memorias. En las Memorias, Bioy cuenta el hecho de manera casi informativa, reproduciendo el diálogo que tuvo con Borges para darle un realismo clásico a la escena, como si dos escritores no se pudieran conocer de otra manera si no fuera hablando de otros escritores, de literatura, antes de saludarse. Bioy lleva a Borges en el auto de vuelta a la ciudad después de la reunión. Borges le pregunta por sus escritores favoritos con esa afectación naturalista con la que hablaba. Bioy repite como un sermón: Gabriel Miró, Azorín, James Joyce. En el Borges de Bioy la escena ofrece una variante en el cambio de escenario. Están en Villa Ocampo, presumiblemente en una sala separada del resto, y Borges tira sin querer una lámpara al suelo, una torpeza que se la señala a Bioy “como un alma gemela, entre gente tan segura de sí y tan cómoda”. El cambio entre una y otra es sutil, y hasta podría pasar desapercibido entre la cantidad de encuentros, conversaciones y libros enteros que escribieron Borges y Bioy, pero instala entre los dos escritores una intimidad a partir de una confidencia mínima, una complicidad en medio de un almuerzo de la alta sociedad entre burócratas de la palabra. Aparece otro elemento, además de lo íntimo, que es el amor, un amor a primera vista incluso, un alma gemela. Borges tenía 32 años y Bioy 17.

Una amistad literaria que se volvió una historia romántica de amor con su inevitable final trágico, propio de una tragedia griega decadentista, fue la de Verlaine y Rimbaud, los poetas malditos de mi adolescencia. Verlaine estaba casado con una chica llamada Mathilde, se mudan a la casa de los padres de ella y en el medio conoce a Rimbaud, del que se vuelve amante. La deja a su mujer por el genio precoz de la poesía y escapan a Londres. El 10 de julio de 1873, cansado de la inconstancia afectiva y mental de su amante, Verlaine le dispara dos tiros a Rimbaud en la muñeca. La amistad no está exenta de pasiones, de las pasiones que más afectan, y muchas veces se la valora mejor que cualquier amor, es más fuerte, más duradera y más intensa.

Cuando está la literatura de por medio, la amistad puede darse como una relación entre discípulo y maestro, figuras que Dante usó para estructurar La Divina Comedia. Dante y Virgilio, como Verlaine y Rimbaud, descienden al infierno. Se supone que el discípulo debe superar al maestro, pero esto pocas veces pasa en la realidad, y en general es el maestro quien sobrevive a sus discípulos, como Confucio tomando vino y lanzando sus enseñanzas sentado en posición de loto bajo un sauce mientras los alumnos escuchan y toman nota a la sombra. Borges no tenía la intención de enseñar nada, era Bioy el que necesitaba aprender.

A fines del siglo XIX nacía la conciencia de las generaciones, de los colectivismos y las utopías, y las primeras vanguardias fueron la manifestación de que la amistad puede derivar en la literatura, o al revés, la literatura puede compartirse a través de los gustos, las lecturas, los horizontes, los ideales, los carnets de partidos políticos y hasta los mismos procedimientos literarios. Una amistad como una secta, reglas determinadas que deben adaptarse a una norma, como esas películas yanquis de cofradías adolescentes donde Zac Efron lidera una fraternidad y quiere dar la mejor fiesta de fin de año para unirse al Salón de la Fama de Delta Psi, la fraternidad más grande de todas en la Universidad de Vermont. Estas amistades parecen pura apariencia, porque apenas se deja de sostener las mismas ideas, apenas alguien se desvía un milímetro de lo establecido, lo expulsan, lo discriminan. La amistad tiene sus ritos, la de Borges y Bioy también era religiosa, y pasaba en el living de la casa de Bioy. “Come en casa Borges”, la frase que se repite en el comienzo de muchas entradas del diario, puede leerse como un rezo, una oración.

Fierro y Cruz eran amigos, el Quijote y Sancho eran amigos, Mauro Icardi y Maxi López eran amigos. En la amistad existe la posibilidad de la traición, de borrar de un plumazo todos los momentos compartidos al destruir los códigos tácitos que fundan la amistad. Son mandamientos no redactados por ninguna de las partes interesadas, aunque en la amistad no haya interés, dicho sea de paso, como le pasó al bueno de Jekyll, quien le dejó sus bienes a Hyde, su amigo, en un testamento que lo consignaba como único heredero de su fortuna. ¿Qué se le deja a un amigo cuando uno de los dos se muere? Para Bioy, la publicación de su Borges habrá sido como verlo revivir a su mejor amigo, hablar con él, otra vez, como durante tantas noches, y no un puñal clavado por la espalda al mostrarlo débil, indefenso y ciego, meándole la tapa del inodoro mientras recita los versos de un poeta y pintor inglés del siglo XIX. Borges parece no escuchar que Bioy le dice que está meando en el piso. O no lo escucha, o se hace el distraído, porque la amistad tiene esas cosas, total Borges sabe que limpia la empleada doméstica. Después de recitar, Borges sigue hablando como si nada: “Una poesía como la de Rossetti, puramente literaria, puramente decorativa, ¿es lícita?”, dice. ¿Existe algo más en la literatura que lo puramente literario para un escritor que ficcionalizó la ficción y volvió a Adolfo Bioy Casares un personaje de sus mejores cuentos?

Se cree que la amistad no juzga. Al amigo hay que quererlo como es, con sus defectos y virtudes. En las buenas y en las malas, el que siempre va a estar ahí para dar una mano es un amigo. El narrador del Borges, el Bioy que Bioy construye de sí mismo, mira a su amigo desde este punto de vista, sin juzgar, comprensivo, atento y cómplice. Borges sale con María Esther, una nueva chica. Borges está tan enamorado que no se baña, “se mantiene invicto” del agua reconfortante de la ducha. Silvina Ocampo está preocupada, porque pronto van a tener casamiento. Hay que bañar a Borges. Tan seguro de sí mismo ahora que la vida dio un vuelco, que encontró al amor, Borges sale con el cierre abierto y todo afuera, en una “situación penosa”. Silvina Ocampo le asegura a su marido que Borges está vanidoso y soberbio, pero Bioy lo defiende, porque le parece que es convincente y halagador para María Esther que se muestre así. El que lo muestra así, en realidad, como un asesor de imagen testigo del morbo, es el propio Bioy.

Para Li Po y Tu Fu la literatura es un chiste interno, una forma de pasar el tiempo con amigos. El verso es una carta, un mensaje, una broma. “Solo tendrás el premio vano / de la inmortalidad”, le escribe Tu Fu a Li Po en un poema. Bioy y Borges escriben juntos libros enteros, leen, traducen, hablan mal de otros, se prestan y regalan libros, se cuentan argumentos de cuentos que todavía no escribieron, recitan versos de memoria, admiran y odian a los mismos escritores. El juego de espejos, la fascinación, es mutua. Bioy se contagia de adjetivos borgeanos como “vastos” y de verbos como “referir”. A Borges lo maravilla la biblioteca de Bioy y comer en su casa. Hay una sola cosa en la que no coinciden: a Borges no le gustan las vulgaridades y Bioy lo cree pudoroso porque a él le encantan las escenas de sexo. Si la amistad se elige, ¿quién de los dos eligió al otro? ¿O fue, como en esas novelas turcas, un amor a primera vista, un flechazo directo al corazón? La idealización es tan grande, cada uno ocupa un espacio tan amplio en la imaginación del otro, que necesariamente deben escribirse, deben volver real en la escritura al Borges y al Bioy que imaginan están viendo en la realidad.

La amistad puede volverse una conciencia revolucionaria sobre una sociedad, el momento que nos toca vivir con otro en una época, al calor de sus modas y sus discusiones, en un mismo ámbito de sentido, alrededor de significados compartidos. Una forma de resistencia, de códigos compartidos, maneras de ser, de vestir, de hablar… El desarrollo del sistema capitalista provocó un consumismo desmedido en las sociedades, que derivó en todo tipo de especializaciones, en un mundo cada vez más técnico, segmentado. Las culturas se volvieron subculturas, y los nombres que desfilan por Aullido, el himno americano de Allen Ginsberg, no son más que efectos de lo que un sistema puede hacer con los cuerpos: degradarlos, someterlos, oprimirlos, marginarlos. Una generación no comparte solamente el tiempo que le toca vivir, las costumbres y las formas de vida en un espacio y tiempo, sino que puede ser un órgano vivo compuesto de muchas partes, como esas mentes destruidas por la locura, buscando pinchazos furiosos, cuya voz se escuche y estalle en el conjunto, y no en la individualidad. Uno solo no tendría potencia, uno solo sería insuficiente y hasta es posible que lo consideren loco. Dos es un número que sirve para la perplejidad y las paradojas, tres invita al ritual religioso, a la liturgia, y cuatro invoca la festividad, promueve la diversidad, las ganas de otros que se unan. La generación implica muchos, una multitud haciendo lo mismo o cosas parecidas, y si lo parecido de la amistad es la literatura, si el motivo de la reunión es la literatura, si el tiempo y el espacio une a las personas a través de la literatura, lo que se comparten son las ideas, las formas de leer y escribir, en una lógica que crea su propio sistema, donde no es posible aplicar las leyes del mundo porque el mundo compartido que se crea es uno propio, privado, inaccesible al resto, donde no existe el plagio, los derechos de autor ni ninguna de las miserias legales de la institución literaria.

La construcción colectiva de la literatura por medio de la amistad es una novedad de las vanguardias pero es una toma de conciencia posterior, cuando los escritores se permiten la influencia de sus contemporáneos, sus propios amigos, y aceptan que se puede aprender de otro, que la literatura no es propiedad de nadie y circula libremente por el mundo, que no tiene derechos y es de todos. Los poetas de los noventa argentinos fueron los que entendieron la literatura como una construcción colectiva, y no solo revolucionaron los modos de leer y escribir en una época donde no parecía haber nada nuevo, también crearon un lector nuevo al crear nuevos modos de circulación de la literatura. Libritos chiquitos, prensados caseramente, repartidos entre amigos que pasaban de mano en mano por fuera de la lógica de las grandes editoriales. La amistad, en la literatura, es capaz de desafiar las instituciones.

El diario escrito por Bioy sobre su mejor amigo abarca cinco décadas de amistad. Para el momento en que empieza a escribir, Borges ya era un escritor importante, y años más tarde se convertiría en el Borges que conocemos, en la marca Borges. La institución literaria eran ellos dos. A veces trabajaban como jurados de concursos literarios. Decidían institucionalmente qué era literatura y qué no, de manera privada y pública. ¿Cómo corroer las instituciones, cómo volverse contra ellas cuando la amistad no resulta una forma de resistir y plantarse ante lo dado? Bioy Casares encontró la forma de destruir las instituciones literarias por dentro. Escribir sobre un amigo sin que lo sepa, anotar obsesivamente cada uno de sus pasos, contar intimidades que harían levantar a Borges de la tumba, hablar sobre las mujeres de Borges sin ningún tipo de pudor, sobre la relación de un hombre con una madre que lo trata como un discapacitado físico y mental… Bioy, podría pensar cualquiera, es un miserable, un sin códigos. Contó lo que nadie se hubiera atrevido a contar, con una sencillez y una frialdad que hasta cualquier otro podría pensar que no lo quería, que en realidad sentía envidia porque el genio máximo de la literatura mundial era su amigo y no él, reducido a ver su nombre siempre al lado de otro, a la necesidad permanente de reivindicación, a que se señalen sus virtudes por sobre sus defectos, cuando lo lindo y divertido de leer muchas veces es encontrar vicios, fallas, reiteraciones, obsesiones, recurrencias de los escritores favoritos, de los mejores. Eso es también una amistad entre vivos y muertos, decirle a una oración, a un párrafo: “te conozco, sé lo que vas a decir, lo que vas a ocultar, cómo vas a terminar, lo que me espera a la vuelta de la página”.

Bioy Casares fue valiente por única vez en su vida, después de una vida entera dedicada a satisfacer mujeres sedientas de sexo en las sombras, en camas ajenas. De haberse enterado Borges, ¿cómo se lo hubiera tomado? ¿Habría sido comprensivo con su amigo? ¿Habría entendido, como tantas veces teorizó en sus ensayos, y otras tantas en sus cuentos, que todos los hombres son un solo hombre y que si Bioy escribía sobre él no quería decir que escribía sobre él sino sobre todos? ¿Habría aplicado las reglas de su propia literatura a las intenciones literarias que se desprenden de los motivos de la escritura del diario? Bioy le dio a Borges un poco de su propia medicina, dejó escrita para la posteridad la última lección del maestro, aceptó finalmente su lugar, se corrió a un costado, le entregó el living, la comida, los libros y lo dejó hablar.

Frodo y Sam son amigos, Thelma y Louise son amigas. Van juntos por el mismo camino, el deseo de una es el deseo de la otra, tiran para el mismo lado. Se apoyan, se encubren, se necesitan. Sin el otro, no serían nada, estarían incompletos, el relato no tendría sentido. La famosa frase que Borges pronunció en una entrevista para la televisión española es negada por el diario de Bioy. La amistad sí necesita frecuencia. Al final de su vida, es cierto, la frecuencia de las cenas en casa de Bioy se espaciaron en el tiempo por razones conocidas y no conocidas. Hay un espacio en el lenguaje entre los dos amigos por donde se abre el Borges de Bioy, es un espacio fronterizo, un lugar en el que las palabras que se decían no podían llegar, un lugar que incluso le permite a Bioy Casares quedar ligado para siempre a Borges, hasta el punto de que ni la muerte podrá separarlos. El Borges siempre será el Borges de Bioy, la creación de un escritor considerado vulgarmente menor por estar a la sombra del más grande. La relación que une a Borges y a Bioy es inseparable, pero no supone términos de igualdad sino jerarquía.

La jerarquía de la amistad entre Borges y Bioy tiene niveles. El Borges es “de” Bioy, como si el escritor más grande de todos los tiempos, la encarnación misma de lo que significa ser un escritor con mayúsculas, haya sido otro. La preposición “de” incluye a Bioy, Bioy depende de Borges para existir, porque Borges es el núcleo sustantivo principal de la construcción “el Borges de Bioy”. Puede parecer un análisis demasiado gramatical, y lo es, pero muestra que en el término dependiente de la construcción principal, el Borges de Bioy, hay una figura que se coloca por encima de la otra, que no son dos amigos en términos de igualdad (en ese caso sería “Borges y Bioy”). El sustantivo principal de la construcción, Borges, tiene una voz sagrada en el diario, lo que dice importa, cada uno de sus parlamentos puede leerse como una revelación sobre la literatura misma; el término dependiente de Borges, es decir “de Bioy”, no puede formar una oración por sí solo, siempre va a depender de otro sustantivo. Indistintamente, la figura dependiente del sustantivo principal, Bioy, coloca a Borges por encima o por debajo suyo, lo hace vivir como en aquellas grandes novelas realistas del siglo XIX, con sus complejidades, sus sentimientos, sus pensamientos, su psicología entera.

El diario de Bioy abre un espacio de silencio entre dos amigos. El Borges de Bioy Casares es un secreto inconfesable, un hecho de la realidad sobre el que nunca se va a poder enterar el otro, la persona que inspiró el relato. En algún punto, es trágico: sabemos algo que no sabe el personaje principal de la historia. Quizá en el cielo o el infierno, adonde hayan ido a parar, Bioy y Borges estén riéndose de todos nosotros o peleados a muerte. Lo cierto es que en ese silencio que se abre en una amistad de más de cinco décadas entramos nosotros, lectores, con hambre de saber cómo vivía un genio. Amigo y espía, doble agente de la literatura, Bioy no puede decirle, no le dice que escribe sobre él. Quizá sea el único texto que Borges no leyó de su amigo y quizá sea la razón por la cual el lector no pueda dejar de leer el diario, persiguiendo el misterio que se puede formular en una pregunta: ¿cuándo se va a enterar Borges?

Teniendo en cuenta las formas tradicionales de considerar la amistad, Borges no parece amigo del narrador Bioy, sino una función del texto que derrocha saber, que toma posición sobre la literatura, que ofrece juicios novedosos, sentencias, proverbios, versos, fragmentos en inglés y francés y alemán y latín de grandes obras, de obras menores también, de escritores conocidos y desconocidos, de traducciones y traductores, de biógrafos y biografiados, de amigos poetas, de publicaciones, de cuentos y novelas y textos sagrados, un aleph privado, íntimo, de sí mismo, una literatura que cuenta su propia historia en tercera persona del singular, narrada por un gentleman de la aristocracia que escribe la obra de su vida.

Mujeres, plata, autos, facha, éxito, un genio de la literatura del siglo XX sentado en el living de su casa. Adolfo Bioy Casares lo tenía todo. La gran operación literaria, el recurso con el que Bioy narra a Borges, es la de vulgarizar a través de la forma un material elevado. Borges escribía cuentos fantásticos, le gustaban los tigres, los laberintos y los espejos, la literatura inglesa, la filosofía de Schopenhauer, los colores de la tarde en los patios y los zaguanes. El Borges que muestra Bioy no se diferencia en nada al Borges público, no cambia de aquel ciego de mirada perdida que recitaba versos de memoria en inglés en entrevistas y conferencias. Pero Bioy lo bajó al living de casa, lo mostró débil, desdentado, lleno de contradicciones, íntimo, en una forma que recuerda a las entradas de diario y que se revelan como la gran novela realista de una nación sobre uno de sus personajes históricos más importantes.

Sobre El Autor

Derian Passaglia nació en 1988 en Rosario, Santa Fe, donde vivió hasta los 18 años, edad en la que se mudó a Buenos Aires. Trabaja en una escuela secundaria y se desempeña como columnista en El trueno. Dicta el taller de lectura Poesía argentina de los noventa.

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