Toda mujer lleva dentro de su corazón una estratega, una asesina y una reina, y siempre una de ellas surge cuando algún macho pretende esclavizarla. Cuando jalé del gatillo a todas las sentí vivas en mi pecho.

Yo me siento una aristócrata natural. Siempre soñé que mis antepasadas hubieron de haber sido las Juanas, la de Arco o la otra, la nuestra, Juana Azurduy, o algunas de aquellas que acompañaron en sus campañas a San Martín, a Pancho Villa o al Che.

Decidí dispararle en la cara a mi compañero de vida.

Una corte con preconceptos, plena de prejuicios, me juzga por el crimen. Los abusos que he sufrido no cuentan para nadie, y hay un detalle que me condena. El psiquiatra legista dictaminó que cuando abrí el cajón de la mesa de luz y empuñé el viejo 38 que dormía entre pastillas, profilácticos y estuches de anteojos, le apunté al rostro y apreté el gatillo, estaba lúcida y en mis cabales.

Estoy cercada por fantasmas. El del primer beso y el de la primera golpiza, los de las noches furibundas en las cuales intercambiamos arañazos, mordiscos, reproches, para luego acometer coitos dañinos, zoológicos, al cabo de los cuales me sentía saciada ante el frenesí primitivo de su falo de cosaco ebrio que, ante la demanda de mis primeros ardores adolescentes, me había cautivado y, al evocarlo, aún me estremece.

Él tuvo un padre siciliano que se comunicó sólo a través de cachetazos y recompensas. Más de los primeros, según me confesó recostado en mi vientre luego del desenfreno de una siesta provinciana durante una luna de miel matizada por sus maltratos y mis perdones.

Fue un capomafia. Un conquistador calentón que navegó por los endemoniados rápidos de la Cosa Nostra para emerger ileso y ganador. Siempre.

Era buen mozo, sensual, con la voz ronca que da el tabaco, con el sex-appeal único que da el poder. Los floristas lo esperaban, de madrugada, para que les comprara las rosas que le regalaría a la elegida de ocasión, ya fuera a la salida de un tugurio árabe del cual escapaba el rumor de un derbake, o de una boite cuyas puertas, había ordenado, fueran cerradas al público mientras él y sus secuaces parrandeaban sin interferencia curiosa.

Le espanté varias escorts que cayeron seducidas por sus ojos claros, la billetera dispendiosa, las ostras y el champán que les ofreció. Pero la última tenía veinticuatro años, bailaba reggaetón como una sacerdotisa desquiciada, lo esperaba para ordeñarlo en todos los sentidos, y no pude con ella. Ni con él.

En poco tiempo más nos mudaríamos a la ciudad capital, a la mansión que construyó para mostrar al mundo que había logrado ser el Capo dei tutti Capi. Esa noche fatídica, cuando todos «los muchachos» y sus putas ocasionales habían abandonado la fiesta de celebración que ofreció, entramos juntos a nuestro cuarto.

Tambaleándose por el alcohol ingerido, él se desnudó. Se trasladó hasta el baño, su miembro en reposo y oscilante como el badajo de una campana sin feligreses para convocar.

No me animé a quitarme la enagua. Había parido nuestros hijos y sé que nosotras envejecemos más rápido que ellos. Mi conciencia del ridículo me paralizó.

Oí golpear contra el inodoro su descarga, y aproveché para meterme en la boca un puñado de tranquilizantes y meterme en la cama.

Cuando él volvió y se acostó a mi lado le acaricié el pecho y me insinué, sin disimular mi deseo. Él, incómodo, me apartó con cierta brusquedad, y lanzó un suspiro hondo que no logró disimular la ofensiva expresión del rechazo.

Con la voz quebrada por la indignación hice una pregunta:

-¿Cuándo nos vamos a la ciudad?

Él fingió una modorra que le tornó la voz aún más aguardentosa:

-No, vos no. Te quedás para cuidar todo.

Ni siquiera le respondí. Sabía que en la reyerta terminaría vencida.

Comprendí que mi largo calvario ya estaba escrito desde el minuto en que me enamoré de él; que había hecho una elección que, si mi vida se repitiese, volvería a hacer.

Me senté en la cama, abrí el cajón de la mesa de luz, empuñé el revólver y le apunté.

La última imagen que recuerdo de él, de mi amor, del Capo, antes de apretar el gatillo, es la de sus brazos extendidos hacia mí, las palmas de sus manos, alzadas como escudos, y su voz que gritaba algo. Algo que aún quiero creer que no fue falso:

-¡No, por Dios! ¡No hagas eso, yo te am…!-.

Luego del disparo, la oscuridad.

Sobre El Autor

Roberto Tito Tchechenistky nació en la ciudad de Buenos Aires y cursó su formación universitaria en la Facultad de Ciencias Económicas de la Univ. de Buenos Aires, graduándose como Licenciado en Administración. Se desempeñó en la misma Institución como Profesor Ayudante de la Cátedra de Lógica y Metodología de las Ciencias. Después de integrar distintos Estudios Profesionales de relevancia, se independizó para dedicarse a la consultoría y asesoramiento en organización y equipamiento industrial en la industria de la confección de indumentaria y textiles para el hogar. Comenzó a desarrollar su actividad literaria en el año 1999, dedicándose al relato corto y a la poesía, y también al estudio del lunfardo rioplatense, léxico que ha utilizado para redactar algunas de sus producciones.

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