Este 8M llega una vez más con injusticia, dolor, desigualdad. Violencias explícitas, brutales, sutiles, silenciadas. Por nuestras ancestras, por nuestras abuelas, por nosotras, por las infancias y por el porvenir, que esta lucha colectiva nos devuelva representaciones, mitos, sabidurías y solidaridades; que nos devuelva el poder divino que se ha manifestado desde tiempos primitivos bajo nombres y formas múltiples y que nunca ha dejado de andar. Que la conquista sea de derechos.

Ana Arzoumanian comparte este fragmento de su novela La mujer de ellos (Grupo editor latinoamericano, Buenos Aires, 2000) y nos sumerge en esta historia de opresión por orden del que manda, donde se juega también el hambre y la rabia es moneda corriente. Con su lírica voraz, la poética de Arzoumanian denuncia, protesta, da fe.

Ilustraciones: Valeria Tollo

 

Ellos vienen a firmar un papel. Un original y dos copias, un contrato. Entonces leen en voz alta la apropiación de los esponsales, el mobiliario del hogar y las arras, esas trece monedas que le arrebatan. En el medio del papel, él, uno de ellos, dibuja una pija rosada. La dibuja y se la muestra.

En el hueco de los árboles, en su muro acanalado, sus rapaces ojos abiertos intercambian chucherías. Y en ese intervalo barroso, espera. Desposada, voraz, insaciable, mira y se harta de comer masitas de sésamo, y luego vuelve a mirar. Aquel papelito, los vestigios de un dibujo que ellos exhiben por orden del que manda.

Alrededor de una mesa larga, en el vestíbulo de su casa paterna, todos firman. Leen y firman. Mientras, ella mira ese papelito. Mira por arriba del rabillo del ojo y desde el abismo. Desaforada, le dan un lápiz y se pasa de la raya. Firma mirando, con los ojos de un tejido de hilos formando lazados.

Oprime toda esa luz que le llega desde arriba. Del iris se suelta un carretel. No sabe si tira para abajo como una mano que cuelga fláccida o si trata de escalar. Y se deja ir, dibuja veteaduras miméticas donde ayer hubo espectros. Y se disuelve en redes evanescentes que se ondulan. Redes al azar como bastones, como peldaños de un foso inclinado en ordalías de resignación. Fascinantes bastidores mortificados absorben la mirada.

Como el amén de hipnóticas oraciones ellos firman, celebran con guiños deletéreos. Ella se escarba el borde de los labios, juega. Tiene miedo de que pinchen sus ojos escamosos si se hace ver. Acomoda las manos, las pone en una caja oval junto a un mechón de pelo, se escabulle. Vaivén en celo del hambre en este pacto donde la sustracción es la diferencia. Eso de más que da, el mal de sobra, ese recargo de inanición infinita. Entonces, sólo entonces, siente el calor del fuego como escaras en los ojos, como pasmos en su agua vítrea.

Salgo a la calle, raspo mis piernas en edificios que se estiran vaciados, que flotan en un mar monolítico y me asedian. Movimientos de respiraciones calcáreas de columnas y cemento. No soy yo la que camina. Sombras cóncavas de polvo grasiento vibran, titubean, tiemblan. No soy yo la que sube, la que baja y se dirige al río. Balcones calientes de rotas persianas flamean desnudándose. No, no soy yo.

Es esta abertura disuelta en el asfalto donde todo se pierde. Esta curva cerrada sin parantes donde se dobla la ciudad. Huelen a orín estas calles encerradas que se agitan en plena madrugada. Puertas como tijeras de hierro filtran la luz. Una bicicleta solitaria pedalea en sentido contrario y no se detiene. Negocios acerados anuncian tibios almuerzos. Y en todos lados, todo lo que late, palpita, vive…

No soy yo.

“Sos buena porque sos fea, nena. Quién te iba a hacer algo con ese cuerpo”.

Me miro en el espejo y veo mis gestos al revés. No tienen volumen ni calor mis formas en la pared plateada. Allí, la chica de pechos planos alarga sus brazos. Ladeada en un lugar sin respaldo, mastica a ras del suelo. No mira, no quiere arriesgarse.

Tiene rabia y se muerde. Sus ojos son globulosos, los codos un pellejo con granos. Tiene hematomas sobre párpados que se estiran y giran. Y labios de selva del África abriéndose en espiral. Tiene las piernas infectadas y pelos en el glúteo, alrededor del ombligo y en el contorno de los pezones. Tiene los pies torcidos que se vencen a los lados. El tórax se hincha hacia adentro y chupa las caderas. Y el cuello de pálida piel amarilla está atado a la frente por el tabique nasal. Un mamarracho, una desproporción, inadecuada línea de filamentos. Pegote de telaraña que se aglutina.

Tengo frío. Estoy llena de viento que se desata trayendo agua. Una sudestada. Anega, se desborda. El agua me llega hasta las rodillas. Mi vientre hace ruido y las manos sobre mi boca gritan como si molieran peces debajo de la cama. Me tapo. Que nadie vea la sombra del bozo, los pelos de la barba. No quiero que me vean. Me envuelvo en una sábana, una tela que ellas bordaron con mi nombre, que bordaron y bordaron aun antes de conocerme. Una tela sólo para mí.

Está doblada. La veo. La estoy mirando. Desde los frontispicios, los altares, desde los apóstoles, desde María; con múltiples rostros. Te estoy mirando. Mi deseo de verte está esculpido en madera y no puede sostenerte. Como estática pasión astillada se pliega en tu cuerpo. Entonces, mis ojos de bronce se convierten en el recuerdo de un gesto. O en siglos de peregrinación de un éxodo inevitable, pecador.

Te estamos mirando con los ojos de mármol, con los ojos de Yael en las manos que ahora te escriben.

Soy el testigo, el que está presente, el que te contesta. Juro, protesto, alego. Doy fe de la disposición del orden del estremecimiento. En este lugar pongo todos tus bienes. Y hablo, te cito. Escribo para fundarte, en oraciones que predican. Y en las palabras, hasta los cabellos te he contado. En la disensión atormentada de tus muertes escribo diciendo: ‘Yo conozco a la mujer, a la pequeña todavía sin sexo, a la niña’. Soy testigo.

Como si estuviera aterida o temiera caer, hunde la cabeza entre sus rodillas. Las sábanas están frescas, duras como el cartón. Duras, limpias y perfumadas, olor empalagoso de flores viejas, de tallos en agua estancada. Todo es hoy. Y hoy está en la cama en este cuarto casi vacío. Hoy es sábado y no es tiempo de tener las persianas echadas, los visillos corridos. El sol atraviesa hendijas rotas. A veces pierde la noción de su cuerpo, cree que es esa habitación, con un sol que quiere colarse, que quiere ser mediodía.

De repente un ruido metálico me tapa como una colcha caliente. Un ruido, primero agudo, luego grave. Aguda, luego grave gira la llave en la puerta. Entonces se cierra la voz en mi garganta. Ellos saben que mi cuerpo obedece, que no es inocente. No son inocentes las piernas que frotan, que ellos empastan con cremas en el baño cotidiano.

Rígidos sus brazos encadenados sobre el pecho, manos cruzadas sobre la vestidura de cobre. Él, uno de ellos, levanta el lecho de laja. Irrevocable sombra que avanza. Pliegues que guardan, que juntan y se arrastran. Sonrientes, ellos la toman del hombro, la conducen por el pasillo. No vuelve mi cuerpo. Paso acompasado hacia el fondo de piedra. Un paso más y otro, y torrentes de polvo. Ojos como cordeles de máscaras, ojos que exhiben dientes por pupilas.

No vuelve este cuerpo. Hacia el olor de óseas cicatrices que irrita, que aprieta, me deforma. Ocho, dos a cada lado. Ocho hacia el santuario, hacia el salón. Adentro, ellas encienden todas las luces. El verdugo toca su música de cadáveres. Salmodia que tapa el bramido, letanía que me relame. Tierra a montones en la boca. Una palada y otra.

“Calladita y adornada, nena, esa es la regla”.

Ilustraciones: Valeria Tollo

Ig: https://www.instagram.com/deunsolotrazo/

Sobre El Autor

Ana Arzoumanian (Buenos Aires 1962) es una escritora, poeta y traductora argentina descendiente de inmigrantes armenios, nieta de sobrevivientes del genocidio armenio. Reside actualmente en Buenos Aires. Se recibió de abogada en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Salvador. Ha realizado un postgrado en psicoanálisis en la Escuela de Orientación Lacaniana de Buenos Aires. Fue profesora de Filosofía del Derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad del Salvador desde 1998 hasta 2001. Entre 2015 y 2016 se desempeñó como profesora en el Posgrado Internacional de Escrituras Creativas de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y como profesora visitante del equipo de Descolonia del departamento Sociales de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.Asistió a la presentación de enfermos en el Hospital Neuropsiquiátrico Borda y en el Hospital Argerich de la Ciudad de Buenos Aires.En 1992, fue miembro activa del primer curso de arbitraje en la Argentina, dictado por la Dirección Nacional de Capacitación y Comunicación del Ministerio de Justicia de la Nación.Es miembro de la International Association of Genocide Scholars.Entre sus libros se cuentan Labios (1993); La universidad posmoderna (1994); Debajo de la piedra (1998); La mujer de ellos (2001); El ahogadero (2002); La granada (2003); Juana I (2006); Mía (2007); Cuando todo acabe todo acabará (2008); Káukasos (2011); Mar Negro (2012); Un idioma también es un incendio: 20 poetas de Armenia (2013); Hacer violencia. El régimen insurrecto en el arte (2014); Del vodka hecho con moras (2015); Infieles (2017); …

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