Los hermanos Marcos han hecho de la escritura a cuatro manos una tradición. Publicaron en 2007 su primera novela en colaboración, titulada Recuerdos parásitos (quién alimenta a quién…), que el escritor Alberto Laiseca consideró como una “obra profunda” que mezcla la figura del doble con la tradición de los asesinos seriales. Redoblando su apuesta por el terror, lo erótico, la trama policial y el realismo delirante, presentaron en 2012 Muerde muertos (quién alimenta a quién…), una novela epistolar que transcurre entre Buenos Aires y Salamanca, reconstruyendo los pasos de los extraños muerde muertos, alimentando el panteón de los seres fantásticos de la literatura. Nacidos en Uribelarrea, ganaron el Premio Sudaca Border 2011 (Eloísa Cartonera) y comandan la editorial Muerde Muertos.

José María Marcos (1974), magíster en Periodismo y Medios de Comunicación (Universidad Nacional deLa Plata), escribe para las revistas Insomnia y miNatura y dirige La Palabra de Ezeiza. Ha publicado en 2010 el libro de cuentos Los fantasmas siempre tienen hambre,  en 2014 escribió junto a Fernando Figueras el poemario Haikus Bilardo y la nouvelle juvenil El hásmter dorado, género que retomó en 2015 con Monstruos de pueblo chico.

Carlos Marcos (1972), bibliómano, escribiente y leedor, es bibliotecario de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, publicó en 2010 el libro de mixtorietas Inmaculadas, en 2015 el libro de cuentos Tu madre… y Coordinó junto a Mica Hernández el proyecto iluSORIAS en homenaje a Laiseca.

En esta oportunidad reproducimos dos relatos. El primero, Ceguera, de José María Marcos, forma parte del libro Los fantasmas siempre tienen hambre. El segundo, Castración es una intervención sobre el texto anterior hecha por Carlos Marcos para ser leída en el ciclo de lectura “Brandon Lee”. Casa Brandon. 29 de octubre de 2015.

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José María Marcos

Ceguera

No habrá nunca una puerta. Estás adentro.

Jorge Luis Borges, Laberinto

 

Hoy estoy ciego, y si bien me es difícil hablar de felicidad, puedo decir que he alcanzado cierto grado de serenidad, y de satisfacción.

Durante largos años esperé esta ceguera, que de día es como una tela amarillenta, sucia, porosa, y sólo de noche, distante de cualquier simulacro del sol, es oscura como lo he deseado, no sé si con fervor pero sí con secreta desesperación.

Ya en la infancia sabía que era distinto a mis hermanos, a mis padres, a mis amigos. Mi aspecto era el de un niño común y corriente, desgarbado, solitario y asediado por constantes ataques de alergia. Lo diferente tenía que ver con algo que se manifestó una tarde en Hust, en la quinta de mis padres, y que sólo puedo expresar con torpes palabras.

Esa jornada de sol radiante, mientras trepaba a un árbol, me enteré de que alguien más vivía en mi mente.

Al principio negué lo que sucedía, pero ese otro comenzó a exhibirse con mayor frecuencia, y comprobé que no quería desplazarme: era simplemente un parásito que buscaba espiar el mundo a través de mis ojos.

En esas apariciones de Ernesto, lejos estaba de sospechar que me acompañaría por el resto de mi vida; ponerle ese nombre fue puro azar: mi abuelo, al que en la familia evitaban mencionar, había fallecido el último verano, y aún lo extrañaba.

Sentí vergüenza y miedo de confesar mis padecimientos. De noche, cuando el ser desaparecía por completo, rezaba para que no regresara, y algunas mañanas pensé que lo había logrado.

Con el tiempo, fui descubriendo que su conexión se cortaba al anochecer, y también llegué a la conclusión de que podía suspenderla cerrando los ojos, que era una forma de tapiar el acceso a mi mundo.

Del asunto hablé con mi padre varios meses más tarde. Él relativizó mi historia, pero mi madre la tomó al pie de la letra, y los tres terminamos visitando al médico de la familia. Al barajarse la contingencia de un tumor o de un daño cerebral, comencé una tediosa ronda de exámenes. Salvo por mi extrema sensibilidad a la humedad y a unos arbustos de flores blancas, los resultados confirmaron mis buenas condiciones de salud.

Lo siguiente fue consultar a un psicólogo, que empeoró las cosas cuando le conté que había bautizado al extraño con el nombre del abuelo. El tratamiento, con dos sesiones semanales, amenazaba con prolongarse, pero descubrí la clave para ponerle un punto final: esperé un tiempo prudencial y dije que Ernesto había sido un invento para llamar la atención.

Cuando repaso los hechos de mi vida creo advertir que, de algún modo, fui afortunado porque de pequeño comprendí que lo importante no es hablar con la verdad, como se dice vulgarmente, sino con la verdad que los demás esperan. Porque los pensamientos —lo sé mejor que nadie— sólo existen para uno mismo.

Durante mi tratamiento, Ernesto espació sus visitas, pero, cuando todo acabó, volvió para seguir conociendo mi mundo; le interesaba contemplar tanto la belleza de un atardecer como la limpieza de mis dientes. Paralelamente empezó a enseñarme los signos de su lenguaje —compuesto por una infinita cantidad de pinturas abstractas—, que me pareció un abismo inconmensurable hasta que comprendí que esa forma visual y caótica de comunicarse era mucho más rica que nuestro limitado castellano.

En esa época le tomé un resignado cariño a Ernesto, pero seguí conservando, en un rincón inaccesible para él, la esperanza de encontrar la manera de expulsarlo. Mi huésped, no obstante, había sido claro: mientras yo viviera, tendría que soportarlo; estábamos unidos por un orden cósmico superior, y debía tratar de llevarme bien con él.

Fue entonces cuando avizoré que la ceguera sería la única salida. Era una idea desdichada para un niño que estaba por llegar a la adolescencia, y fue angustiante pensar en alternativas para quitarme la vista. Muchas veces especulé con clavarme una punta de acero en cada ojo, otras evalué arrancármelos con mis propias manos, o quemarlos con aceite hirviendo. Todas estas opciones, con sus horribles variantes, fueron pasando por mi mente durante años, en los que mi mayor esfuerzo fue demostrarles a mis padres que era una persona normal.

Cuando alcancé la juventud me encontraba habituado a la presencia de Ernesto. Podía vagabundear de un lado a otro indiferente a sus señales; podía estar con amigos o con alguna chica sin que eso me afectara. Incluso, la primera vez que me acosté con una mujer olvidé su presencia, aunque —supongo— habrá estado registrando cada detalle.

Esa fue la mejor etapa de mi vida. Inicié mis estudios de medicina, me recibí en los años que había previsto y me casé con una compañera de la facultad que terminó siendo una gran pediatra.

Todo marchaba más que bien, con Nélida soñábamos tener muchos hijos y un futuro esplendoroso, pero Ernesto tenía planes distintos y, de un día para el otro, comenzó a acosarme con pedidos que trastocaron mi salud mental. Algunas acciones que trataba de presenciar eran estúpidas, o simples, como por ejemplo abrir los ojos abajo del mar, pero también soñaba con escenas espantosas.

Por mi intermedio había visto personas enfermas, largas operaciones y otros tantos dramas hospitalarios, pero estaba insatisfecho y exigía más: su ambición era verme matar.

El miedo infantil que creía superado regresó con virulencia, y como consecuencia de eso, me volví más reservado y hostil con mi esposa, pues —intuí— Ernesto ambicionaba que ella fuera la primera de mis víctimas.

Por fortuna tuve éxito en lo que hice para alejarla. Ella ansiaba estar a mi lado, ayudarme a salir de ese estado de confusión, pero yo entendía que, si se quedaba, corría un grave riesgo.

Ella escapó, sí, pero otros fueron sacrificados.

Tras la partida de Nélida, me separé de mi familia. Anduve desorientado, mis horas se dividían entre el trabajo y unas largas excursiones sin ninguna meta clara, y un día decidí darle el gusto al maldito polizón.

La primera muerte fue la más dura de digerir; después, me acostumbré. Un sábado, al salir de una guardia, levanté a un travesti en la rotonda de Llavallol. Nunca había estado siquiera con una prostituta, y desconozco por qué busqué a un ser que reuniera tan claramente los atributos masculinos y los femeninos. A lo mejor pensé que nadie reclamaría por la vida de un travesti, y mucho menos tan pobre como para trabajar en esa zona. Lo llevé a un albergue transitorio y, mientras se desvestía, le apliqué un sedante. Luego lo metí en el baúl del auto, lo trasladé a mi consultorio y le mostré a Ernesto lo horrible que podemos ser los humanos.

Frente al travesti muerto, experimenté un atroz instante de lucidez y vomité asqueado al sentir el regocijo de aquel monstruo que llevaba el nombre de mi abuelo.

Apagué la luz, indignado, bloqueando la mirada penetrante de mi visitante. Agarré un bisturí, me arrodillé pidiendo perdón por lo que había hecho y me dispuse a terminar con mi vista. Apunté directamente a mis ojos, y llorando como un chico, acerqué la hoja hasta mis pupilas… pero me detuve… y me desmayé.

Volví en sí con la salida del sol. La cabeza me latía y me dolían los brazos. A mi lado, sobre la camilla, estaba el cadáver.

Como pude, corté en pedazos aquel cuerpo, lo metí en bolsas negras y lo desparramé por distintos volquetes del Conurbano. El caso tuvo repercusiones nacionales, pero nunca se encontró al asesino y nadie sospechó del prestigioso cirujano Benjamín Cataneo Menéndez, que iniciaba así un largo raid criminal.

A continuación vinieron otras muertes. No importa cuántas. Al fin y al cabo, lo esencial es la primera vez. Las series le quitan el sentido y el valor profundo a las cosas.

Seguí ambicionando mi libertad y, quizás por cierta tendencia hereditaria o por la fuerza de mi deseo que mostró ser superior a mi cobardía, comencé a perder la vista a los cincuenta años. En vano mis colegas quisieron ayudarme a revertir la situación. Argumentaban que las operaciones eran altamente seguras y efectivas, y que era joven para resignarme a un futuro en penumbras.

Ellos no comprendían que se trataba de un milagro. Hacía tiempo que había dejado de distinguir si asesinaba porque Ernesto me lo ordenaba, o porque había empezado a disfrutarlo, y la experiencia indicaba que tenía un solo camino: si anhelaba dejar de matar debía privarme de ver.

Me abandoné al paso del tiempo y, con la vista deteriorada, logré jubilarme por invalidez. En esos días, Ernesto ya aparecía menos, pero igual me atormentaba, y recién recuperé la paz cuando quedé ciego por completo.

 

Hoy, gracias a Dios, soy un viejo inofensivo, sin culpas ni remordimientos. Cumplí mi destino, y nada más. Les quité la vida a muchas personas, y sus fantasmas no vinieron a acosarme, tal vez, porque si uno no cree en ellos, ellos no pueden creer en uno.

Ahora vivo de recuerdos y de algo que me sucede desde hace muy poco.

De noche, cuando abro los ojos, he notado que puedo volver a ver. Lo que está a mi alrededor me es negado, eso es cierto; del entorno sólo escucho las voces de la enfermera, de la cocinera o de la radio.

Cuando observo la oscuridad, lejos de la resolana purulenta del día, percibo con claridad el mundo de Ernesto. Es un universo muy distinto al nuestro, con figuraciones que aún no puedo entender, pero que confío descifrar igual que sucedió con su lenguaje.

Noche a noche, investigo con la fascinación de un joven explorador, y aunque no puedo decir que soy feliz, siento placer al estar alojado en la cabeza de otro y voy teniendo algunas ideas para divertirnos juntos.

Comprendo, desde luego, que aún es una incógnita cómo seguirá nuestra relación.

Por eso, por lo pronto, me conformo con saborear la desesperación de este ser, a quien bauticé con el nombre del abuelo, que hoy desea arrancarse los ojos, pero que no lo hará porque me tiene miedo.

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Carlos Marcos

Castración

La ceguera es uno de los modos de la castración y

la castración es una de las maneras de la ceguera sobre nuestros fantasmas más eróticos.

 

Hoy estoy castrado, y si bien me es difícil hablar de felicidad, puedo decir que he alcanzado cierto grado de equilibrio y de satisfacción.

Durante largos años esperé este momento, que tanto de día como de noche es un lienzo amarillento, sucio y poroso que lo cubre todo. Tan sólo durante los sueños sobreviene algún tipo de oscuridad y de calma, como lo he deseado siempre, no sé si con fervor, pero sí con una secreta desesperación.

Ya en la infancia sabía que era diferente a mis hermanos, a mis padres, a mis amigos. Mi aspecto era el de un niño común y corriente, un gordito simpático, apenas solitario y asediado por constantes ataques de energía. Lo distinto tenía que ver con algo que se reveló una tarde en la casa de mis padres allá en el pueblo, en Uribelarrea, y que sólo puedo manifestar mediante torpes palabras. Ese día de sol radiante, en el mismo instante que trepaba al techo de la casa para recuperar una pelota de fútbol, me enteré que alguien más vivía en mi pene.

Al principio negué lo que sucedía, pero ese otro comenzó a exhibirse con mayor frecuencia en erecciones violentas, eyaculaciones imprevistas, movimientos incontenibles y así comprobé que no quería desplazarme: era simplemente un parásito, un parásito que buscaba espiar el mundo a través del ojo de la pija, de mi pija.

Durante esas apariciones de Borges —porque así lo llamé— lejos estaba de sospechar que me acompañaría por el resto de mi vida; ponerle ese nombre fue puro azar: me encontraba leyendo el cuento “Las ruinas circulares” del escritor argentino Jorge Luis Borges cuando una erección fulminante, como las que me tenía acostumbrado en ese tiempo, precedió a un bailoteo punzante apuntando distintos objetos en la habitación. Y me pareció un buen nombre.

Sentí vergüenza y miedo de confesar mis padecimientos. De noche, cuando el ser desaparecía por completo, rogaba a dios para que no regresara nunca jamás y algunas mañanas pensé que lo había logrado. Con el tiempo, fui descubriendo que su conexión se cortaba mientras soñaba y llegué a la conclusión de que podía suspenderla cerrando los ojos, soñando despierto e imaginando cosas que era una manera de tapiar el acceso a mi mundo. Pero nadie vive tan sólo de sueños.

Del asunto hablé con mi padre varios meses más tarde. Él relativizó la historia, pero mi madre la tomó al pie de la letra y los tres acabamos en la consulta de un médico psiquiatra de gran renombre. Para tranquilidad de mi madre comencé una tediosa ronda de exámenes y baterías de test que confirmaron mis buenas condiciones de salud, pero me llevaron armado de unas nuevas pastillitas anti psicóticas al consultorio de un psicoanalista. Esto empeoró las cosas cuando le conté que había bautizado al extraño con el nombre del afamado escritor argentino que él adoraba. El tratamiento amenazaba con prolongarse de dos a tres sesiones semanales y de tres sesiones a la internación directa cuando descubrí la clave para ponerle punto final. Esperé un tiempo prudencial y dije que lo de Borges era un invento para llamar la atención. Santo remedio.

Cuando repaso los hechos de mi vida creo advertir que, de algún extraño modo, soy afortunado porque de pequeño comprendí que lo importante no es hablar con la verdad, como se dice vulgarmente, sino con la verdad que los demás esperan escuchar.

Durante mi tratamiento, Jorge Luis espació sus visitas, pero, cuando todo acabó, regresó para seguir conociendo mi mundo; le interesaba tanto contemplar la masturbación más refinada como el sexo casual con animales muertos. En paralelo comenzó a enseñarme los signos de su lenguaje —compuesto por una infinita cantidad de movimientos abstractos, deslizamientos de la piel, chorritos intermitentes de orina y otros fluidos, etc. —, que me pareció un abismo inconmensurable hasta que comprendí que era un lenguaje más rico que nuestro limitado castellano.

En esa época le tomé un resignado cariño a Borges, pero seguí conservando para él, en un rincón inaccesible de mis sueños, la esperanza de encontrar la manera de expulsarlo. Mi huésped había sido claro: mientras yo viviera, tendría que soportar su tiranía del bajo vientre y debía tratar de llevarme bien con él.

Fue entonces cuando avizoré que la castración sería la única salida. Era una idea desdichada para un niño que estaba por llegar a la adolescencia y fue angustiante pensar en las alternativas para llevarlo a cabo. Muchas veces especulé con el uso del estilete, el hacha y la moto sierra. Clavarme una punta de acero y/o destornillador al rojo vivo hasta arrancarlo con mis propias manos. Ahorcamiento con alambre. Utilizar la guillotina de papel, un cuchillo tramontina, el cutter, la ruedita para cortar ravioles, la prensa de carpintería de mi padre y hasta el filo de las vías del tren. Soñé con todas estas opciones y con sus horribles variantes durante años, mientras ponía mi mayor esfuerzo en demostrarles a mis padres que era una persona normal.

Cuando alcancé la juventud me encontraba ya habituado a la presencia de Borges. Podía hacer mi vida normal, indiferente a sus señales, siempre y cuando le concediera alguno de sus caprichitos. Fue la mejor etapa de mi vida. Inicié mis estudios de medicina, me recibí en pocos años y me casé con una compañera de la facultad. Todo marchaba más que bien. Con mi esposa soñábamos tener hijos y un futuro esplendoroso, pero Borges tenía planes muy distintos y, de un día para otro, comenzó a acosarme con pedidos que trastocaron mi decaída salud mental. El miedo infantil que creía superado regresó con virulencia y como consecuencia de ello, me volví hostil y reservado para con mi esposa, pues —intuí— que Jorge Luis anhelaba que fuera la primera de mis víctimas. Afortunadamente para ella, nunca pude explicarle que hacía una tarde con los pantalones bajos, montado en el lavarropas con la pija dentro de la ranura del suavizante y se alejó de mi lado. Escapó del despotismo de Jorge Luis Borges, si, pero en su lugar, otros fueron los sacrificados.

Tras la partida de mi esposa, anduve desorientado, mis horas se dividían entre el trabajo y unas largas excursiones sin ninguna meta clara hasta que un día decidí darle gusto al insistente Borges.

El primer robo fue el más difícil de digerir, luego me acostumbré. Un sábado por la madrugada, al salir de la guardia, me llevé un cadáver que no había sido reclamado en semanas, lo metí al baúl del auto, lo trasladé a mi consultorio y le enseñé a Georgy  lo horrible y perversos que podemos ser los seres humanos.

Frente al cadáver brutalizado, sodomizado y casi deshecho de mi víctima, experimenté un atroz instante de lucidez y vomité asqueado al sentir el regocijo del aquel monstruo entre mis piernas. Apagué la luz, indignado, bloqueando la mirada desafiante de Borges. Tomé un bisturí, me arrodillé pidiendo perdón por lo que había hecho y me dispuse a cortarme la pija. Apunté directamente a la cabeza de Jorge Luis y llorando como un niño, acerqué la hoja… pero me detuve… y me desmayé.

Volví en si con la salida del sol. La cabeza me latía y me dolían los brazos por la tensión y el ejercicio. A mi lado, sobre la camilla, estaba el cadáver descomponiéndose por la falta de refrigeración y nuestros destrozos. Como pude lo corté en pedazos y me deshice de él entre los residuos patológicos de los distintos hospitales donde trabajaba. A continuación vinieron otros cadáveres. No importa cuántos. Al fin y al cabo, la esencia está en la primera vez. Las series le quitan el sentido y el valor profundo a las cosas. Sólo conforman un estilo, nada más.

Seguí ambicionando mi libertad y, quizás por cierta tendencia hereditaria o por la fuerza de mi deseo, que mostró ser superior a mi cobardía, comencé a sufrir una extraña enfermedad que progresivamente necrosaba mis órganos genitales. En vano mis colegas quisieron ayudarme, ellos no comprendían que se trataba de un milagro. Hacía tiempo que había dejado de distinguir si robaba cadáveres para satisfacerme sexualmente porque me lo ordenaba Borges o porque había comenzado a disfrutarlo.

Me abandoné al paso del tiempo y con la salud deteriorada logré jubilarme por invalidez. En esos días el monstruo se manifestaba menos, pero igual me atormentaba, y recién recuperé la paz cuando Jorge Luis Borges quedó sequito por completo y me lo extirparon.

 

Hoy, gracias a dios, soy un viejo inofensivo, sin culpas ni remordimientos. Cumplí mi destino y nada más. Los fantasmas de todos esos cadáveres no han venido a acosarme, tal vez, porque si uno se los coge muertos, sus almas atormentadas existen un instante más.

Ahora vivo de recuerdos y de algo que me sucede desde hace muy poco. De noche, cuando sueño, he notado que puedo volver a tener una erección. Lo que está a mí alrededor me es negado, eso es cierto, y del entorno sólo escucho voces. El universo es muy distinto al nuestro, con figuraciones que aún no puedo comprender, pero que confío descifrar igual que sucedió con aquel viejo lenguaje.

Noche a noche, investigo con la fascinación de un joven explorador, y aunque no puedo decir que soy feliz, siento placer al estar alojado en el pene de otro y voy teniendo algunas ideas para divertirnos juntos. Comprendo, desde luego, que aún sea una incógnita cómo seguirá nuestra relación.

Por eso, por lo pronto, me conformo con saborear la desesperación de este ser, a quién he bautizado con el nombre de Julio Cortázar, que hoy desea arrancarse la pija en mil pedazos, pero que no lo hará… porque me tiene miedo.

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