Había adivinado que eran las doce porque los de la fiesta en la quinta de al lado cantaron el feliz cumpleaños a alguien. A las dos y media, Juan Carlos seguía dando vueltas. El bum-bum de la música no lo dejaba dormir y el calor, encima, estaba insoportable desde la tarde. Para colmo se había cortado la luz. Pero, claro, los de la fiesta tenían un generador que era ruidoso: así que, al bum-bum de la música, se agregaba el ruido del motor. Seguían como si nada, se escuchaba el griterío y las zambullidas cuando se tiraban de bomba a la piscina.

Desde que Ramos había fallecido, los hijos habían empezado a alquilar la quinta para fiestas. Noviembre y diciembre, los meses más lindos del verano, eran ahora solamente ruido de miércoles a domingo. No se podía estar.

Había tenido que levantarse a buscar espirales porque sin luz, las tabletas no funcionaban. Se había demorado meando largo con la frente apoyada en el antebrazo apoyado, a su vez, en los azulejos de la pared junto al botón del inodoro. Estaba muerto de sueño. La noche anterior había sido lo mismo. Por poco no se duerme de parado mientras el pis salía sin fuerza. A cierta edad se mea despacio, con espuma y largo. Y no se aguanta mucho retenerlo.

El calor le tenía pegajoso el cuerpo. Pensó en darse una ducha. Otra, porque a eso de las siete de esa misma tarde ya se había duchado. Blanco y desnudo, bajo la regadera.

La música seguía. Se puso a espiar por entre los postigos de madera descascarada que daban a la galería de la planta baja. Vio luces de colores y siluetas danzantes en torno a la piscina. La misma piscina que Ramos, el padre de los que ahora alquilaban esa quinta para fiestas, limpiaba concienzudamente tres veces por semana. Juan Carlos se acordaba de la vara del barrefondo asomada al cielo, superando la línea del ligustro.

Encontró, a oscuras con los dedos, dos espirales. Bueno, en realidad dos mitades; pero no dio con la latita en la que se pinchan. Gladys era alérgica a las picaduras de los mosquitos. “Buscame el Caladryl”, había dicho, imperativa. En los últimos tiempos se había puesto así: seca al hablarle. Y Juan Carlos la aguantaba como se aguantan las épocas de sequía o de lluvia. Porque pasan. Sólo que el calor le hacía imaginarla, porque Gladys no era que no existía: estaba en la memoria. Sí, pero muerta; en el cementerio. O sea: un carajo en la cama pidiéndole el Caladryl. Era el calor el que, bum-bum, le hacía verla, incluso con detalles. Por ejemplo la roncha rojiza de una picadura en la piel blanca del cuello. Y la mano: como siempre ella apoyaba el dorso de la mano, los dedos levemente flexionados, sobre la frente cuando le dolía la cabeza e, imperativa, le decía: “agua, tráeme”. O “el Caladryl, tráeme”; o “un Geniol”.

Estaba, concluyó, sintiéndose mal. Él, ¿no es cierto? Se trataba del calor que lo hacía ver cosas. Recordar, mejor dicho. Y sumado al zumbido de los zancudos, el enloquecedor bum-bum.

¿Qué hora sería cuando volvió la luz? ¿La una, la una y cuarto? Seguía la música y seguía el generador. Qué lo iban a apagar drogados como debían estar los de la fiesta.

Hacía unos meses habían ido en queja al municipio. Con Águeda y Orestes. Eran de los vecinos más viejos de ese barrio de quintas. Pero, nada: “Si no pasa los sesenta decibelios no se considera molesto”, había dicho el funcionario. Un tipo mal vestido atrás del escritorio. Lo habría querido escupir. “Más ruido hacen los aviones cuando despegan, mucho más”, había agregado el municipal en referencia al aeropuerto cercano.

“Más ruido debe hacer el culo de tu madre cuando se tira pedos”, había pensado Juan Carlos. Casi que lo dice en voz alta, pero por cuidar las formas, porque estaba Águeda, prefirió no decir nada. Si hubiera sido joven, él, ¿no es cierto?, lo hubiese agarrado del cogote al tipo. Pero no era cuestión. Había que joderse: la casa tenía habilitación como salón de fiestas residencial; eso venía a ser que no era una discoteca pero lo que se dice fiestas, se podían hacer. Eso decían los papeles. “Y qué importan los papeles, nos están volviendo locos. El perro chumba toda la noche, le va a dar apoplejía”, había dicho Águeda.

Todo porque los hijos de Ramos querían hacer una explotación comercial con la casa. Juan Carlos los conocía, si habían sido vecinos toda la vida. Incluso Gladys les hacía rosca para reyes y para pascua.

La música seguía. Juan Carlos se rascaba el cuero apenas cubierto por una camiseta de tela gastada. Estaba plagado de ronchas, la puta que lo parió. Se frotó la piel con alcohol fino. Ardía. Bum-bum, seguían las luces, el beat, el generador. Pendejos, podían habérsela alquilado a gente más tranquila, alguien que supiera disfrutar de las mañanas, de los pájaros, o del cuidado de una huerta. Pero no. Así era con los jóvenes, hoy día.

A eso de las cuatro, no aguantó más y salió al jardín. El pasto estaba mojado de rocío. Juan Carlos tenía las uñas de los pies amarillentas, duras, coriáceas. Un abrojo cada tanto se le hincaba. Entonces puteaba a cada paso mientras se acercaba al cerco de ligustro para, a su través, ver al lado. Una bola de luces de colores emitía haces giratorios a todas partes: pequeños focos diamantinos en la pared de ladrillo rasado de la casa. Vio jóvenes danzando, Bum-bum, elásticos, rítmicos junto a la pileta. Tenían las miradas perdidas y rictus de risas: Drogados, pensó. Porque eso había visto en el noticioso al mediodía: que se juntan en esas fiestas electrónicas y toman unas pastillitas que están de moda ahora y bailan toda la noche con una botella de agua en la mano. Las luces de colores atravesaban por momentos los huecos del ligustro. Iluminaban la cara de Juan Carlos, los odiantes ojos enrojecidos por la falta de sueño.

De pronto, uno comenzó a acercarse. Juan Carlos lo vio venir. Lamentó haber sido descubierto. Tenía pinta de punk el que venía: pelo al ras y una cresta de centurión romano; chaleco negro y cadenas, borceguíes negros con punta de metal. Se veía brillar el acero.

–Qué pasa, viejo –preguntó el punk después de escudriñar un rato hacia el otro lado del cerco para, al fin, descubrir sus canas, su mirada enrojecida. La camiseta, el pijama, los pies blancos, las uñas oscuras mojadas del rocío con hebras de gramíneas cruzadas en el empeine y pedacitos de hojas verdes pegoteados.

–¿Qué andás mirando, viejo?

–No se puede dormir, carajo –susurró Juan Carlos con voz cascada.

Las cabezas enfrentadas eran esferas brillosas, calvas, equidistantes. Los globos oculares, por efectos de la luz estroboscópica, parecían estar salidos fuera de sus alojamientos.

–No se puede, carajo –repitió Juan Carlos. Articulaba con odio y con la vacilación propia de una dentadura floja a causa de haber cesado el poder del pegamento, esa pasta que viene en un pomo y que sirve para fijar la dentadura postiza a las encías y al paladar. Al punk le faltaban, también, dos dientes. Lo miraba. Se miraban. Las siluetas de los de atrás seguían bailando, ajenas a todo. No eran punks. Eran distintos. Supuso, Juan Carlos, que el punk, entonces, era el que seguramente proveía la droga a los otros. Pingüe negocio. Eso había visto que decían en la tele ese mismo mediodía.

El punk se sonrió lerdo. Por el hueco de las piezas dentales que faltaban, le echó, con mucha habilidad debe decirse, un gargajo al viejo.

Al otro lado del cerco, del otro linde, se escuchaba desgañitarse a Tito, el perro de Águeda. A las siluetas danzantes no les importaba nada mientras el escupitajo atravesaba el aire, deformadas sus aguas por el vuelo. Las dos cabezas que se habían estado mirando, esferoides, seguían enfrentadas; el cerco de ligustro y alambre tejido las separaba. El escupitajo dio en algunas hojas y en el alambre oxidado. La parte que atravesó el límite viajó, ahora fragmentándose, los quince o veinte centímetros del aire oscuro en el que el cráneo de Juan Carlos parecía flotar o, como quien dice, fosforescer en la negrura.

Fue lerda la reacción del viejo. Claro, era un viejo. Alcanzó a bajar los párpados y amagó agacharse pero sólo fue un amague. No pudo evitar la llegada de las gotas pegajosas. Alzó la mano con el dedo extendido, huesudo, acusador:

–Hijo de una gran puta –articuló entrechocando la lengua con la prótesis dental ya suelta del todo en el afán del insulto.

El punk sonrió como una iguana venenosa. Los portalones negros del vacío entre sus dientes eran la amenaza de un nuevo escupitajo.

Todo a destiempo hacemos los viejos. La realidad se nos adelanta, siempre. El golpe del gargajo pareció tener el efecto de un cross para el nocaut. Juan Carlos fue cayendo de culo, los carrillos flojos sacudidos en el descerrajar de la puteada, los postizos por el aire negro daban vueltas lentamente como un astronauta que se pierde en el espacio.

El punk rio. No dijo una palabra. Sólo la risa. Esa burla le dolió a Juan Carlos. Los golpes tampoco son lo mismo con la edad, pero peores son las humillaciones. Tito ladraba. Pum-Pum. Pum-pum, la música. El generador como un martillo. ¿Por qué no lo apagan? ¡Por Dios!

Le costó levantarse. Flexionó primero una rodilla e hizo fuerza sobre ella con las manos. Tenía colgajos donde habían estado los bíceps y los tríceps. Lonjas blanquecinas de piel muy arrugada. Se había manchado el pantalón pijama con algo de pasto y barro. Es que había regado esa misma tarde. Debía haberse manchado con mierda de gato también, por el olor, supuso.

Tanteó como los ciegos a ver si daba con la dentadura, pero nada. Se encontraría entre la gramilla crecida. Escuchó el grito de guerra del punk cuando se tiraba a la piscina. Lo odió con toda el alma, lo odió sobremanera. Un destilado ácido de bilis empezó a subirle desde el estómago. Lo sintió regurgitar y quemarle la garganta.

La cosa no va a quedar así, se dijo.

Tambaleándose volvió para la casa. Se quitó la camiseta, los pantalones del pijama húmedos y hedientos. Fue hasta la pieza y de arriba del ropero tomó la escopeta. Una Orbea 12 que había sido de su padre. Y así, con esa determinación de los que odiamos algo, sabiéndola cargada, descalzo y en calzones, atravesó la oscuridad dormida de la cocina. La tele, la mesa cubierta por el hule y con la frutera en medio que, además de alguna naranja pasada, contenía las cajas de los remedios que tomaba. Abrió la puerta blanca con mirilla y atravesó el porche que tenía un farol con vidrio ámbar y muchas telarañas. Dejó atrás la maceta pintada de rojo con malvones y al enano con pinta de Pinocho que sostenía un balde que también era maceta, pero que como estaba sin flores sólo contenía tierra reseca. Llegó a la puerta de alambre artístico. Los palos que la sostenían estaban pintados de verde inglés y el de la derecha, visto desde afuera, tenía atornillada una chapa oval esmaltada, con el nombre de la calle y con el número. Y una campanita, también tenía, con un cordel, para hacer de timbre. Al lado, agarrado del alambre, el buzón para el correo. Verde también, medio oxidado.

Todo tarde reaccionamos los viejos. Recién en ese momento atinó, con el brazo que no llevaba la escopeta, a limpiarse, de costado, la escupida de la cara.

Había sólo una luz en la calle. Macilenta. La rodeaba una nube de bichos voladores. Había autos estacionados. Por todas partes, muchos. La lamparita no alcanzaba a iluminarlo todo. La sombra tenía prioridad sobre las cosas. La entrada a la quinta vecina quedaba para ese lado oscuro. Juan Carlos caminó. Iba rozando el cerco. Canoso y desgreñado, desnudo a no ser por los calzones, la piel de las tetillas gelatinosa. Descalzo. Enojado. Tan enojado que hasta había ignorado las súplicas de último momento de Gladys que decía: “No lo hagas, por Dios. Vas a acabar preso”, al mismo tiempo que discaba en el teléfono de baquelita negra el número de la comisaría. ¡Qué iban a ir!, ni nafta para las patrullas tenían. Ya conocía cómo venía la mano con la seguridad. Siempre lo mismo. Siempre igual.

No se termina de salir de un mundo que ya se está en otro. Tan cerca, porque era al lado de su casa, y tan lejos, lo que en este caso viene a significar distinto. Y más que mundo, un universo entero. Es decir: un vaho húmedo y caliente, sillones repletos de personas apiñadas. Jóvenes que danzan y traspiran. Hay vasos y humo de cigarrillos y de porros. Hay latas y hay botellas. Juan Carlos ve camisas floreadas y remeras de colores o negras con letras. Piensa: la puta que lo parió con la juventud de ahora.

El punk estaba al fondo, él sabía. Bum-bum cada vez más fuerte y más humo. Lo miraron pasar como se mira un fantasma o, al revés, como los fantasmas pueden mirar pasar a un vivo, a una aparición de otro mundo. El mundo de afuera, el fresco, el de los que duermen noche y siesta, y disfrutan de los pájaros a las seis de la mañana tomándose un mate con Criollitas. No esas pastillas que decía el noticiero.

Punk hijo, bum-bum, de remil putas.

Algunos se avivaban de la locura del hombre que pasaba y se escabullían de su paso. Se abría una brecha, entonces. Un tajo en la gelatina de los cuerpos que rozaba su piel de lija. Sintió omóplatos, codos e incluso algún músculo joven, firme, no supo si de hombre o de mujer, pero qué importaba.

Había menos gente afuera que adentro. El punk que lo había escupido estaba en la pileta, todavía; nadaba vestido, incluso calzado. Su silueta punk quedaba en el centro del recuadro al que Juan Carlos apuntaba parado al borde de la parte honda. Una chica casi desnudita, le alcanzó a ver las nalgas, nadaba bajo el agua en dirección al punk: sería la novia, dedujo. Una chica menudita, una mojarra apenas. Lo tenía bien en la grieta de entre los caños de la Orbea y esa piba se había interpuesto, flaquita, estilizada, brillante de las luces que pincelaban el agua removida, como escamas.

Al punk le pareció gracioso un viejo desnudo y fantasmal con tremenda escopeta apuntándole. Le debía parecer, supuso Juan Carlos, muy punk lo que pasaba. Porque para un punk, si pasa algo punk, debe ser lo correcto. Solo que esa inocente mojarra desnuda con los pelos alisados pegados a la espalda, remaba con las manos en dirección al punk vestido. El punk no lo perdía de vista al viejo.

Alguien le quitó el arma y lo empujó a la pileta. Al caer se le bajaron los calzones. Hacía mucho no nadaba. Nunca, tampoco, le había gustado. Es difícil para un cuerpo cansado. Le dolían los huesos porque ya casi no le quedaban músculos. Los pocos pelos se le pegaban al cráneo. Braceaba con desesperación, la boca abierta, negra y portadora de quejidos suplicantes y, a la vez, de puteadas siseadas desde el asma de su pecho. Bum-bum, la música, aun bajo el agua cuando se le sumergía involuntariamente la cabeza.

Se oyó un disparo y un grito dado por muchas bocas. Juan Carlos no vio ni entendió lo que pasaba porque su cráneo gesticulante, apenas podía asomarse de la línea divisoria del agua y el resto de la noche. Hubo conmoción, gente que corría en estampida. El viejo y el punk y la que suponía novia del punk seguían en el agua. No entendía. Los viejos nunca terminamos de entender del todo. Es que todo cambia mientras estamos concentrados en las dificultades propias como, por ejemplo, llegar a la parte playa antes de ahogarnos.

Lo distinto ahora, pudo discernir Juan Carlos, era que la música había pasado a ser apenas un quejido, nada más que un zumbido achicharrado en la bocina del parlante. Había resultado ser que uno de los bailarines anodinos, el que le había quitado la escopeta u otro, no había modo de saberlo, en el manoseo de los inexpertos, había jalado del gatillo sin querer y el arma se había disparado acertándole a la música en el cono mismo de los bafles. Bum-bum de chispitas, ahora, cortocircuitos lastimosos. No hay mal que por bien no venga, pensó Juan Carlos que a esa altura había llegado a la parte playa de la piscina y caminaba como los débiles caminan en el agua, venciendo apenas su resistencia, alzando demasiado las rodillas, patinando en lo jabonoso del fondo.

Unas manos lo ayudaron a salir. En el trayecto también había perdido los calzones. Se irguió con orgullo vacilante, sobre las lajas rojas, empapadas y brillosas que devolvían los reflejos achispados de la bola de colores que a esa altura estaba haciendo el ridículo porque no había música: ahora era sólo un artefacto mecánico en la plena exposición del truco: cero magia, apenas artilugio, nada más que lamparitas de colores. Sintió que, imprevista, le venía la risa. La risa triunfal de los que se sobreponen a todo. Pero le salió un balbuceo. Igual tuvo ganas de festejar que al final les había jodido la música: se puso a bailar, entonces. La pija se le movía, negra entre lo blanco de las ingles.

El punk se cagó de risa. Otra vez. Estaba tomando un trago de vodka del gollete y vio bailar al viejo, y asperjó, por la carcajada, la bebida en todas direcciones cuando lo vio moverse así, desgarbado y quebradizo, marioneta de mirada perdida, más en el allá que en el acá. Fue ahí que al viejo le volvió la bronca odiosa y sintió ese dolor en el pecho. ¿Es que siempre iba a terminar riendo, el hijo de puta? No llegó a desplomarse del todo porque fue soliviantado por anónimos pares de brazos; fue flotado esquelético, hasta una reposera de plástico. Los infartos a la gente mayor, si es que eso era un infarto porque, en general, se suponen esas cosas sin tener mínima idea, suelen no darnos de modos tan violentos como a los jóvenes. Sencillamente nos suceden: son como una rajadura o como un pedo que se escapa cuando estamos distraídos. Incluso nos pueden hasta durar semanas, los infartos. O meses que es lo que más o menos vamos a durar nosotros. Son lerdos, como todo. Son un dolor ambivalente, como un malestar de angustia o un ahogo. Una dificultad más agregada a las otras que sobrellevamos, por cierto.

Despertó en una cama. En su propia cama, pero, raro, del lado de Gladys, no del suyo. No sabía cuánto tiempo había pasado. Seguía desnudo y las uñas negras de sus pies seguían ahí, bajo la sábana todavía con pasto pegado. No estaba muerto entonces. Los muertos no tienen pies y menos con gramilla adherida. Escuchó voces en la cocina. Llamó con un quejido agónico que es como llamamos los viejos. Pensó que tal vez fuera su hijo, Ricardo, que podría haber vuelto del extranjero porque alguien le había avisado. Aguzó el oído. Entonces se dio cuenta de que la pesadilla seguía. Porque escuchó la indubitable voz del punk hijo de puta. Y otra voz, una meliflua que no podía ser otra que la de su chica desnudita, probablemente ahora vestida, supuso un Juan Carlos lanzado a la carrera de elucubrar su ubicación en el tiempo, porque la de su espacio, sí la sabía: estaba en su cama aunque del lado equivocado. Había otras voces en la cocina, otras personas. Si tal vez siguieran mojados, pensó, podría llegar hacerse una idea del tiempo transcurrido. Su comprobación serviría de medida. Sintió su propio olor, ácido tal vez a orín, tal vez a muerto. Porque la gente empieza a oler a muerto unos días antes de que la cuestión suceda y Juan Carlos estaba seguro de que ese dolor en el pecho no se trataba de otra cosa que de un infarto. Era el odio, nomás, en la boca del estómago. Y había, para colmo, ruido de cacharros: le estaban usando la cocina. Su puta cocina, sus ollitas de aluminio, su pava esmaltada, su cuchilla. Oh, con qué infinito gusto se la clavaría en la yugular al punk conchudo ese.

El pecho le seguía doliendo, aunque no tanto. Una silueta de pasada se asomó a la puerta de la pieza. Era de día hacía largo rato, se notaba por los pájaros. La noticia de que estaba despierto se expandió como un humo por la casa. Los jóvenes se paraban en la puerta para verlo. Ostentaban en el asombro, el gesto de los que están ante un fenómeno. Se reían, hablaban entre ellos con vocablos de un idioma del que Juan Carlos apenas entendía palabras sueltas. Igual, íntimamente, algo lo satisfacía: el triunfo de haberles jodido la fiesta, al lado.

Al rato, un cambio se produjo; algo inesperado: olió comida. Cocinaban alguna cosa. Los aromas reptaron o flotaron hasta su nariz llena de pelos negros. Sintió languidez y algo de angurria por devorar lo que fuera. Al rato, una de las chicas, le acercó un caldo de cabellos de ángel y un pan. Los dedos artríticos, doblados, mojaron la miga, la metieron en el hueco de la boca, la chuparon con ruidos. Algunas gotas se escapaban por las comisuras de los labios. Para eso sirven los dientes, también, para contener la baba y además lo que se come. Cuando terminó, la misma chica volvió para llevarse el plato y un muchacho le alcanzó un pedazo de queso y dulce de membrillo. En el plato andaba una hormiga. Colorada, la hormiga, gozadora, demasiado movediza para el torpe dedo de olvidada motricidad. Se le perdió entre las sábanas. Hija de puta. La casa estaba llena de hormigas. Avanzaban cual legiones desde los bastidores de los artefactos eléctricos, desde las luces del techo. Caminaban diagonales por la verticalidad de las paredes ¿por qué no se caían? Vivían en los espacios entre los ladrillos y con el calor se aparecían como se le aparecía Gladys de quien él era el viudo. La casa estaba llena de hormigas coloradas y de gente, también, ahora.

Decidió que era mejor levantarse, pero no tuvo fuerza porque estaba débil o porque cayó en una especie de propio olvido.

Mientras tanto, el punk había encontrado una pala en el jardín; se había puesto, con ella, a carpir la tierra de la huerta con una energía tremenda. No sabía por qué lo hacía. Simplemente le había salido. Es que los punks también tienen, a veces, abuelos provenidos de Italia. Por ende saben de huertas, hablan fuerte y conocen el exacto punto para sacar la pasta al dente. Al punk le gustaba transpirar, se notaba. El empeño que ponía en lo que hacía no era otra cosa que el mismo empeño que habían puesto sus antepasados que vinieron en los barcos huyendo de la hambruna de las guerras. El punk igual no lo sabía: era algo que estaba descubriendo en ese instante.

El día había adquirido un brillo límpido que obligaba a entrecerrar los nocturnos ojos. Alguien colaba café con el filtro de tela en la cocina del viejo y los minutos se habían ordenado sobre los rieles aceitados de la continuidad. Transpiraba el punk y era feliz con eso. Por supuesto que escupía al suelo de costado, a cada tanto. También meaba y tomaba cerveza en indistinto orden. Carpía a lo bestia, como nunca nadie vio carpir a un campesino.

Al final, el mismo aroma de café hizo que Juan Carlos se levantara de la cama y se pusiera unos calzones, la bata y las pantuflas. Ahora le había vuelto el pudor de andar desnudo. Caminó encorvado un poco porque siempre andaba encorvado y otro poco porque el dolor del pecho lo obligaba, aunque ahora se había puesto a dudar si lo que había creído infarto, no se trataría nada más que del dolor propio de haber braceado desesperadamente en la pileta de Ramos. El baño, vio, era un asco. Alguien había vomitado un poco dentro y un poco fuera del inodoro. En la bañera, con los pies afuera, un muchacho dormía boca arriba. En la cocina, la chica mojarra y dos chicas más tomaban café. En la sala, en los sillones, dormían más personas. Salió al patio. El punk seguía removiendo surcos.

–¿Es tuyo esto, viejo? –preguntó al verlo. En la mano, sucia de tierra, traía la prótesis dental que Juan Carlos, al insultar la noche anterior, había perdido.

Alzó la mano en gesto de pedirla al tiempo que asentía. Debía ser muy punk no tener asco de nada, ni siquiera de una dentadura. El sudor le había hecho perder rigor a la cresta de su pelo y los mechones embadurnados caían a los dos lados indistintamente. Es decir: el peinado consistía en haberse rasurado los costados del cráneo y la nuca dejando solamente unos mechones en la parte superior hasta la coronilla. Si no andaba con cresta, el punk, usaba coleta.

El viejo tomó los dientes y fue al baño en busca del pegamento dental. Pero como había olor a vómito, decidió mejor lavarlos en la cocina. Les quitó el barro y los pastos que le habían quedado pegados.

La chica mojarra que conversaba con las otras dos en la cocina estaba sentada en el mármol percudido de la mesada. Sólo atinó a correrse un poco a un costado para dejar espacio al viejo para que, con un cepillo de uñas, limpiara la dentadura bajo el hilo del agua de la canilla. Cuando lo terminó de higienizar, aplicó al paladar artificial puntos de pasta del pomo de Corega. Se lo calzó con los pulgares hacia arriba, haciendo presión para que se fijara y se dio la vuelta hacia las chicas y, luciendo literalmente su sonrisa, dijo:

–Buenos días, señoritas. Bienvenidas a mi propiedad: ¿Queda algo de café?

 

Sobre El Autor

Fernando Martín Garriga, CABA 1964. Estudió Letras, un tiempo, en la UBA. Luego saxofón, en el Conservatorio Nacional López Bouchardo y por último Floricultura, en la UBA. Reside en Ezeiza, provincia de Buenos Aires, donde se dedica al paisajismo, la jardinería y la música. Como escritor se formó en los talleres literarios de Hugo Correa Luna y los de Mónica Sifrim. Ha publicado diversas obras: Escuela para Ciegos, relatos, Malas palabras buks, 2013. Continuidad de la Obra, relatos, Ed. municipal de Córdoba (Tercer premio Luis de Tejeda 2015). Cumpleaños en la isla, Nouvelle, Ed. Cienvolando 2017. Las invasiones ranqueles según mamá, Novela intergénero, Modesto Rimba 2019 Algunos de sus cuentos fueron publicados en revistas especializadas como Colofón (revista literaria, Bs. As., Premio nuevas narrativas), El Coloquio de los perros (Madrid)

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